Creo que la ventana se inflama, sus marcos de madera bombean algo que no es sangre. La sangre se ha quedado mezclada con el agua salada. Como un par de almendras tostadas y paso la lengua por mis labios para saborear la sal del mar. Pienso en J., obviamente, aunque en el viaje he pensado también en otros. Pienso en la felicidad que me da hablar con él tan solo cinco minutos, en que me gusta que se preocupe por la yaya, en que gracias a él he escrito siempre tanto. Ya no sabe dónde vivo. Aquí siempre hay ruido porque ponen películas con bandas sonoras a todo volumen. Nunca tengo tiempo para pensar, pero me quieren, me tratan bien, limpiaron el estropicio que hicimos después de la fiesta. No le dije que vino la policía. Le cuento la historia a mi familia. «¿Quién ha dado el chivatazo?», pregunto, descarada y todos se ríen. «Me he vuelto muy descarada», que diría la yaya. Come feliz los domingos en casa, aunque luego no se acuerde de lo que había de primero y se lo tengamos que recordar.
Vendrá el frío, aunque tardará, pero quizá todavía me da más pena que venga antes la oscuridad que el frío. Un verano oscuro es extraño. Me baño en el mar todos los meses del año. A partir de ya.
El sur de Francia me ha recordado a Á. y a lo bien que comimos, y a las tardes cortas y la niebla espesa. Los dos caminando dados de la mano por un camino que llevaba a ningún lado. Me encantaba pasear con él. Me decía que tenía muy buen gusto musical cada vez que arrancaba el coche y sonaban mis canciones. Los hoteles casi siempre estaban cerca de un cementerio y nos reíamos de eso. Nos tomábamos unas cervezas en terraza siempre a pesar del frío, a pesar de la noche, aunque tuviese que ponerme guantes y calentar las manos entre los muslos. Era el mundial, lo recuerdo incluso yo aunque deteste el fútbol. Marruecos llegó a la semifinal y Arlés, la última ciudad que visitamos, parecía sacada de una película con todos los coches en la calle con banderas, pitidos, gritos, algarabía. Éramos los únicos en alegrarnos cada vez que Francia fallaba un gol en aquel restaurante de la plaza. Le compré un trozo de pastel de pralinés porque sabía que le encantaría.
Le explico a M. todo lo que sentí cuando vi la foto de J. en aquel pub irlandés con mi amigo australiano, con la mancha en la camiseta. Y creo que se preocupa, porque vuelvo a hablar de él como hacía antes, solo lo bueno. Pero también le digo que dudo que pueda volver a confiar en él.
Me dice cari varias veces, que siempre le habría encantado tener una chimenea como la de mi salón.
-¿Una chimenea que no funcione?
Me mira a los ojos desde arriba, yo me sorprendo con mis propios jadeos, nunca me había pasado lo que me acaba de suceder. Tengo ganas de que me bese más, entrelaza mi mano entre sus dedos mientras se pega más a mí, a mí cuerpo a mi espalda, me gusta que no me quite la ropa interior.
Y nos quedamos los dos estirados, muy cerca, la nariz tocando, me fijo en sus patas de gallo, en su cara redonda, en su barba casi rubia. Le acaricio la mejilla, me transmite mucha ternura. Quiere dormir como un bebé y no le dejo apenas porque no me callo. Quiero contarle toda mi vida en una sola noche. Supongo que me da miedo no tener la oportunidad otro día. Supongo que sé que, aunque me pregunte con una mirada y una boca infantiles si nos volveremos a ver, sabe perfectamente que solo lo pregunta porque es lo que debe hacer, que luego me ignorará porque le hablará la ex o porque vive en Barcelona y existen mil opciones, porque nadie profundiza ni escoge ni se compromete, porque le da pereza y tiene miedo, porque ya es feliz con su vida y no quiere complicarla.
Estamos a mediados de octubre y, mientras me hundo en el mar, observo cómo el sol saca destellos esmeralda de mi traje de baño, destellos dorados de mi vientre y de mi cabello y solo deseo que lo pueda ver alguien para compartir conmigo tanta belleza.