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Que me quiten lo bailao, por Albert Boadella

Por Antoniodiaz
Que me quiten lo bailao, por Albert Boadella

"Que me quiten lo 'bailao'

ALBERT BOADELLA

Cuando el último invierno asomó la cabeza y encendí el fuego de la chimenea en mi casa del Ampurdán, el calor que desprendían las llamas con sus efluvios de roble y encina me sumieron en una agradable pero inquietante sensación de bienestar. Lo primero que me vino a la mente es que aquel momento tan grato por el efecto placentero del fuego tenía los días contados.
Un acto primitivo que había durado milenios gozaba de un futuro muy incierto y posiblemente, debería ser sustituido por fuegos in-vitro de gas o electricidad. Son las adherencias negativas de la modernidad.
Una impresión idéntica me la producen otras cosas confortantes de mi entorno, las cuales parecen llevar fecha de caducidad incluida. Pero entre todas ellas, donde más experimento esta sensación de postrimería es en la corrida. Tan sólo acercarme a la Monumental de Barcelona, me encuentro en la entrada de la plaza con un puñado de ciudadanos que me llaman torturador y asesino. Lo hacen con tal violencia, que parece como si los defensores de los animales, al identificarse sentimentalmente con las bestias, llegaran hasta el límite de asumir su naturaleza. No obstante, es el testimonio histérico de una realidad manifiesta.
Esto no siempre fue así. Hace cerca de 60 años, cuando pesaba más o menos 10 kilos, mi tío Ignacio me llevaba los domingos sentado sobre su brazo en algún tendido de la Monumental.
Desde este privilegiado palco, permanecía totalmente subyugado por lo que iban descubriendo mis ojos. Aquello era la vida de verdad, o por lo menos, como me hubiera gustado que fuera la vida. Las cosas que ocurrían en el exterior de la plaza, hasta el momento, me resultaban absurdas y sobre todo incomprensibles, pero allí dentro parecía todo tan natural que al domingo siguiente, sólo a la vista de la arena, mi corazón latía ya emocionado. Después, como tantos miles de niños españoles de la época, las toallas o los trapos de cocina se transformaban en muleta y el patinete era un peligroso morlaco.
Mis primeros dibujos infantiles fueron monotemáticos: toros de cuernos inacabables,
picadores por los suelos y toreros impartiendo justicia con la espada. Cuando los adultos me planteaban la tópica cuestión «niño, qué te gustaría ser de mayor?» yo no dudaba un solo instante, y durante muchos años respondí exactamente lo mismo: ¡quiero ser torero! Y en cierta medida he cumplido, lo que ocurre es que con un toro de cartón sobre el escenario. Me he conformado con un arte de simulación en vez del arte de la verdad. Si pudiera retroceder, lo tendría claro, a pesar de que en la tierra en que nací no hay toros sino millones de cerdos que nos contaminan el territorio con sus purines.
Si he rememorado esta íntima frustración es para poner de relieve que los chiquillos son los seres más cercanos a las artes; aunque paradójicamente, hoy me prohíban llevar a mi nieta a La Monumental. Los niños desearían que la vida fuera sólo arte, y en este sentido, he tenido la fortuna de que la mía se mantuviera fiel a la misma aspiración infantil. Quizá por eso los toros han sido también el núcleo de mis criterios artísticos.
Cuando de chaval asistía a La Monumental, los toros era entonces la actividad lúdica de más prestigio en España. Hasta finales de los 60 del pasado siglo XX, la fiesta taurina se había desarrollado en nuestro país como algo que formaba parte de la cotidianidad y por consiguiente, nada hacía prever un declive en su sólida implantación.
La enorme irradiación de la tauromaquia, esparcida en la simbología y el lenguaje corriente, así como la exaltación de la mitomanía popular derivada hacia las figuras del toreo, constituían el fiel reflejo del arraigo social y su primacía absoluta como festejo nacional. En definitiva, ningún ciudadano español sentía el mínimo complejo por declararse aficionado a la corrida, y más bien lo contrario podía suponer una rareza.
El panorama es ahora muy distinto. Actualmente, las artes han derivado hacia las simulaciones o la simple imitación de lo que fueron en el pasado. Mi oficio nada tiene que ver con lo que ocurría en la Grecia antigua. No digamos la pintura y la escultura que han desaparecido enterradas en los tanatorios del arte contemporáneo.
Los toros representan todavía el único arte auténtico bajo un concepto arcaico de las artes.
Es auténtico porque la vida y la muerte están presentes con toda su veracidad pero también con toda su metáfora. Nada es simulado ni pertenece al principio de lo decorativo. Se trata de un rito moral donde revivimos de forma catártica los ingredientes esenciales que componen la vida; el riesgo, la astucia, el miedo, la inteligencia, el valor, la belleza, la prudencia, el dolor y, sobre todo, lo más omnipresente en nuestra existencia: la muerte. Y aquí radica el mayor problema; nadie desea hoy su presencia, todo lo contrario, se quiere la muerte bien escondida. En este sentido, la permanencia del espléndido rito taurino parece tener un futuro difícil. El mundo occidental ya no corre paralelo a las emociones que segrega la tauromaquia, son sentimientos en declive que pertenecen al terreno de los grandes mitos del pasado.
El puritanismo ha triunfado definitivamente en Europa. La equiparación de los animales a las personas, los melindres patológicos en el trato a perros y gatos en sustitución de hijos o nietos, etcétera. En definitiva, la mala conciencia de la sociedad del bienestar viene compensada por un despliegue de filantropía y sensiblería infantil hacia los animales. La gente puede mirar las tripas al descubierto en la víctima de un atentado terrorista pero se horroriza por ver una gota de sangre en cualquier bicho. Los documentales acostumbran a eliminar las imágenes de un animal despedazando a otro, sobre todo si el merendado es un tierno cervatillo. En esos reportajes se cuenta la existencia animal como si de una telenovela se tratara, o sea, a gusto del consumidor actual. En resumen, como los niños y los adolescentes son los que cada vez más inspiran la moral de nuestra sociedad moderna, obviamente se impone su antojo; una naturaleza domesticada con justicia democrática y Seguridad Social.
Afortunadamente, el reino de la impostura no me quitará lo bailado. Nadie me hará olvidar a Carlos Arruza en sus triunfos de Barcelona, ni el ceremonial austero de El Viti, ni el toreo de frente de mi añorado amigo Manolo Vázquez. Los catalanes que se han privado de las grandes tardes del sacerdote-torero José Tomas en la Monumental no sabrán nunca que allí estuvo un artista mejor y sobre todo, más sobrio que Gaudí. ¿Volveremos a revivir aquello? Es posible, pero aun sin perder las esperanzas de cosas mejores me he beneficiado sobradamente del arte de estos toreros. Incluso, he tenido la suerte de que el rechazo taurino de Barcelona me haya empujado a la espléndida feria de Nimes. En su impresionante anfiteatro romano he visto también al gran Enrique Ponce indultar un toro y después brindarme otro. Señores, con semejante historial ya me puedo morir satisfecho.

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