Revista Ciencia

¿Qué ocurre si hay infinitos universos?

Publicado el 16 abril 2014 por Rafael García Del Valle @erraticario

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Según la teoría del universo inflacionario,  el espacio-tiempo se desplegó desde una singularidad en apenas un instante y en una proporción de 1050 veces su tamaño, una diferencia superior la que existe entre un quark y el tamaño del universo conocido, la diferencia entre la “nada” y el “todo”.

La teoría tiene una trampa mortal para las aspiraciones del conocimiento humano: una vez que se produce, nada impide que continúe por siempre, lo que significa que sólo sabemos de una región muy pequeña de una totalidad a la que jamás accederá ciencia alguna.  Imaginemos que vivimos en la superficie de un enorme globo fabricado con parches de colores y diferentes tejidos, según se infla más y más, nuestro horizonte se terminará reduciendo al parche que habitamos, y nunca podremos saber que existen zonas de la superficie que tienen otro color y están hechas de otro material. Es más, ni siquiera sabremos qué son los colores, pues sólo conocemos el nuestro, ni podríamos imaginar qué otro tipo de tejidos podrían existir además del que nos sostiene.

Si algo no se puede conocer, la ciencia tal y como la concebimos pierde su universalidad; el método científico tiene su razón de ser en que se da por hecho que las leyes de la naturaleza son las mismas en todas partes. Si esta idea pierde su fundamento,  las afirmaciones del método sobre la verdad de las cosas se desvanecen, pues nos encontramos ante una más de las artes con que los humanos hacen más llevadera su existencia. 

La Física se reduciría a un parte meteorológico, reducido a un lugar y tiempo concretos; cuanto más amplía su rango, más difusa resulta, incapaz de abarcar, por su naturaleza implícita, una realidad que se construye a sí misma en virtud de interrelaciones al azar que sólo permiten hablar de probabilidades.

Quizás las matemáticas… quién sabe. De momento es gracias a ellas que sabemos de ecuaciones que describen realidades a las que nunca accederemos… físicamente, al menos. Incapaces de imaginarlas, se nos manifiestan en expresiones abstractas que sólo unos pocos aciertan a intuir.

Hay científicos que, como el matemático y cosmólogo Max Tegmark o el físico Lee Smolin admiten este problema epistemológico que se esconde tras la teoría  del multiverso; sostienen que, aunque la mayoría se sienta incómoda con algo que prefieren abandonar a la metafísica, el caso es que no sólo sabemos que no sabemos, lo cual es la base del desarrollo humano, sino que sabemos que hay cosas que no sabremos jamás. La única esperanza que nos queda es pensar que no sabemos que algún día llegaremos a saber; pero para eso hará falta algo más que el simple método científico. Aún no sabemos cómo podremos saber.

Mientras Tegmark habla de una realidad infinita donde todas las combinaciones se dan por necesidad, Lee Smolin defiende la idea de una evolución de las leyes naturales incluso en nuestra propia región del cosmos, una realidad ajena a lo permanente y, por tanto, en continuo desarrollo. En cualquiera de los casos, estaríamos ante una suerte de selección natural por la que cada pequeña desviación pone a prueba la capacidad de supervivencia de cada universo en una existencia análoga a un baño de burbujas.

Si todo lo que podemos imaginar que existe, existe, asumiendo además que lo que no podemos imaginar que existe, también existe, entonces la ciencia se transforma en metafísica. Entramos en el ámbito de lo ilimitado, ajeno a cualquier posibilidad de razón. La razón exige límites y, si el universo no los tiene, ¿cómo conocer racionalmente el universo? La pregunta parece un simple juego de ingenio, pero las actuales física cosmológica y física de los cuantos nos dicen que no es ningún juego, sino una realidad, ya nos movamos hacia lo “infinitamente grande” como hacia lo infinitamente pequeño”. ¿Hemos de resignarnos, pues, a situar barreras artificiales y hacer como que ya estaban ahí?

La asociación entre razón y finitud se remonta a la filosofía griega y ha impregnado todo la historia del pensamiento occidental, determinándola en virtud de una “aversión al infinito” que ha ido a la par con el horror vacui. Pensar lo infinito es inevitable, y ello entra en contradicción con la imposibilidad de conocer un infinito “real”, en tanto que, como infinito, es ajeno a la cantidad. Se produce, así, una dualidad en el entendimiento: pensamiento frente a conocimiento.

Como defiende el filósofo chileno Cristobal Holzapfel en un breve ensayo titulado “La pregunta metafísica por los límites del universo“, la ciencia tiene como propósito conocer, pues se basa en la razón; la filosofía, pensar en términos absolutos. No le corresponde a ella conocer.

Kant intenta mostrar por medio de las antinomias cosmológicas que cuando la razón, en tanto dialéctica, se aventura más allá del “suelo firme de la experiencia”, preguntándose por ejemplo acerca del mundo como “la totalidad de los fenómenos”, si acaso él es finito o infinito, cae inevitablemente en antinomias. La razón queda así en la incertidumbre.

No es, entonces, el pensamiento lo que da problemas, sino el empleo exclusivo de la razón, que requiere de límites impuestos:

…en el supuesto de una serie causal infinita, se podrán conocer entonces los tramos internos de la serie, digamos de un punto hasta otra. Y esto es justamente lo que hacen las ciencias, la filosofía segunda, las ontologías regionales que parcelan, delimitan la plenitud del universo y conocen lo que es de su competencia –fenómenos químicos, seres vivos, código genético—.

[…] Por otra parte, el supuesto de una serie causal infinita tampoco invalida el pensamiento desde el momento que le permite tal vez lo decisivo: reconocer la necesidad de esa serie, y, más precisamente, de la ilimitación universal. Acotando, es la limitación (no la invalidez) la que comparece aquí, al advertir el pensamiento que en cuanto a la ilimitación, no se puede acoplar con el conocimiento. Y por eso a la vez el pensamiento es el único capaz de abrirse al enigma universal.

En definitiva, la razón está regulada por la noción de finitud, a la cual se acerca con el respaldo de las antinomias. El infortunio, dice Holzapfel, es que este planteamiento se ha impuesto y se ha pretendido el único posible; se ha impuesto el conocimiento al pensamiento, y por ende la ciencia a la filosofía, la cual ha contribuido desde sí misma a la “muerte de la metafísica”: “Los propios filósofos, desde Hume hasta el presente, han prácticamente logrado que ello se cumpla”.

Mas, la ceguera que hay en esto es que el conocimiento sin el pensamiento que lo alimenta no es nada. El conocimiento no es sino una modalidad, una aplicación del pensamiento. Como hemos visto, el conocimiento sólo puede desplegarse en ontologías regionales y moverse en las parcelaciones del ser de la plenitud.
Pero hay algo más y que es de la mayor relevancia. El propio pensamiento no se justifica entenderlo tan sólo de modo antropocéntrico, a la manera del hombre-filósofo que libremente lo desarrolla. Por el contrario, hay que tener en cuenta que el pensamiento, y por cierto el hombre mismo, no son sino partes del ser-universo, y en este sentido tiene cabida una concepción ontocéntrica del pensar. […] Ello lo podemos resumir, siguiendo a Fichte, en la fórmula de que si yo pienso, ello piensa por mí. Se trata del reconocimiento de cómo la naturaleza se desarrolla hasta que llega un momento en que se desdobla, y es esencia y conciencia a la vez, contemplándose y haciéndose preguntas sobre sí misma, sucediendo todo ello a través de la aparición del hombre. Al despliegue de la naturaleza como conciencia bruta le sigue un repliegue como conciencia.

Holzapfel recurre a una “cosmología filosófica” en la que se identifican universo y ser, pues ambos conceptos, en cuanto que ilimitados, se muestran como una misma realidad; según tal idea, el universo es ilimitado y eterno, pues de lo contrario se hace presente el no-ser; y el ser, en cuanto que es, no puede no ser.

…si bien ya en el pensamiento eleático se ganó una concepción de la eternidad del ser, sin embargo se lo encerró a la vez en una esfera –la esfera del ser—, lo que nos pone por supuesto ante el callejón sin salida de qué es lo que podría haber más allá de la esfera. ¿El no-ser?
Y la esfera se ha mantenido incluso hasta en la astrofísica contemporánea. Una teoría plantea un universo circular y la otra con forma de montura. La primera implica un universo cerrado y la segunda uno abierto.

El universo, en términos filosóficos, es ilimitado; pleno (no hay lugar para el no-ser); uno (una ilimitación de limitaciones, las cuales se abren ilimitadas hacia lo pequeño); devenir (decir que el universo “es” equivale a decir que “deviene”). A día de hoy, por otra parte, esta es también la postura científica a que se ha llegado en los últimos años.

El universo sería, así, móvil en todas sus partes, pero inmóvil en su plenitud. Podemos entenderlo, dice el filósofo chileno, siguiendo la metáfora de los engranajes: cuando la Vía Láctea ha dado una vuelta en torno a su eje, la Tierra ha dado cien mil vueltas; y cuando nuestra galaxia ha dado muchas vueltas, el cúmulo local de galaxias ha dado sólo una en torno a sí mismo. “Esto quiere decir que, proyectando asintóticamente estos engranajes, al fin y al cabo el universo mismo en su plenitud no se mueve, y sin embargo, todo en él está en movimiento”. Otra analogía es la de la rueda, en la que todo está en movimiento salvo su centro.

Este pensamiento es el eterno presente o “ahora estático” de Parménides: todo lo que sucede en el interior del universo, en sus partes, es temporal, pero en su plenitud es atemporal, eterno.

La paradoja de un pensamiento así radica en el denominado “círculo hermenéutico”, que se refiere a las limitaciones del lenguaje cuando llegamos a este punto: si afirmamos que todo está en movimiento, ello implica que el movimiento mismo no lo está; si todo cambia, hay algo que no cambia: el cambio mismo. Por tanto, no todo está en movimiento.

Pero hay algo más importante todavía, cual es que el último de los engranajes como el centro de una rueda pueden representarse como puntos asintóticamente igual a cero, en cuanto al movimiento, esos puntos no son propiamente físicos, ya que todo lo físico conocido se mueve y cambia. Esos puntos serían pues propiamente meta-físicos.

La ilimitación no puede pertenecer a lo físico. Entonces:

Como vemos, cuando hablamos del universo, del ser en tanto universo, estamos incluyendo en él todas las posibilidades del ser, incluso la espiritualidad y lo que concierne a dios. […] la concepción de un universo en su mera y bruta materialidad es completamente insuficiente. ¿Acaso las leyes que lo rigen son también materiales?
Ellos obliga a hacer una distinción necesaria: al universo material lo llamamos ‘cosmos’ y reservamos la palabra ‘universo’ para lo que corresponde también a la posibilidad de lo inmaterial y de la espiritualidad en él.

En un universo ilimitado, cualquiera de sus partes es igual a nada en términos relativos, pues, aunque no se puede llegar a “ser” realmente “nada”, en comparación con lo infinito cualquier limitación es una nada. “La unicidad de la ilimitación universal es de este modo de tal envergadura que no admite comparación alguna”. Siguiendo a Pascal: “Lo finito se aniquila ante la presencia de lo infinito y se convierte en pura nada”.

Y porque el universo es ilimitado y abierto, él es abismo, esto es, abysos, sin fondo y fundamento. […] Si pensamos esto en términos de la razón suficiente, quiere esto decir que el universo carece de una razón tal, o a lo más podría decirse que si la hay él mismo constituye su propia razón suficiente, su propia razón de ser. Si fuera del universo no hay nada, la razón o el fundamento no podrían estar en algo distinto de él.

Si no hay posibilidad de razón, quedamos expuestos al misterio, salvo por el hecho de que, puesto que la razón del ser es “ser”, es propio del universo “ser”, no algo en particular, sino simplemente ser. No cabe, dice Holzpzapfel recurriendo al pensamiento de Goethe, el “por qué”, sino el “porque”, “el universo que es (el quod), pero no por el ¿qué? (interrogativo)”.

Siguiendo a Heidegger, el ser, “porque él mismo es el fundamento, queda sin fundamento “. Sólo los entes tienen una razón de ser.

En cuanto al caos, “es patente que al universo ilimitado, abierto y abisal no le podemos prescribir un orden. La ilimitación no se deja encerrar en un orden, simplemente porque es tal”. El orden se reduce a un sistema limitado, el cosmos.

Como carácter cósmico-universal, dado que todo lo conocido en el cosmos está bajo órdenes, se cae en la tentación de hacer la extrapolación al universo entero, como si éste fuera también una suerte de orden supremo, sin advertir que con ello fatalmente lo delimitamos.

Tiempos extraños estos, cuando no sabemos si hablamos de ciencia o de filosofía. ¿Acaso existirán límites entre ambas?

Pensar es pensar al servicio del ser. Y si el asunto mismo, en este caso el ser, exige que no pueden haber límites del universo ni hacia lo mayor ni hacia lo menor, pues entonces que así sea. El pensamiento no tiene otra posibilidad.


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