Revista Arte

¿Qué se entiende por cambio lingüístico?

Por Lasnuevemusas @semanario9musas
Es sabido que las lenguas cambian de manera constante e imperceptible, pero ¿qué representan esos cambios? Son muchas las disciplinas lingüísticas que se han ocupado de dar una respuesta a esta pregunta.

En este artículo se intentará hacer lo propio de la manera más clara posible.

    Dos enfoques para un mismo fenómeno

A lo largo del siglo XX, el concepto de cambio lingüístico se ha definido desde dos enfoques distintos. El más tradicional, derivado del estructuralismo, considera que un cambio lingüístico es un "descuido" en el sistema; el segundo, mucho más reciente, considera que es una innovación creativa que busca eficacia en la comunicación. Hoy en día, acaso conciliadoramente, se tiende a definir el cambio lingüístico como la transformación que se da en una lengua sin que peligre su estructura y función, es decir, como un descuido, pero un descuido funcional para el sistema. Si bien esta definición sintetiza -y, por lo tanto, supera- los dos enfoques señalados, entiendo que hay en cada uno de ellos varios puntos que merecen ser atendidos.

El primer enfoque se centra en el sistema sincrónico, es decir, en "un estado de lengua"[1] perfecto y bien formado que en ocasiones se desnivela y erosiona. En consecuencia, para este enfoque, la mayoría de las formas lingüísticas pueden verse como oposiciones entre cambios de sonido que erosionan el sistema y cambios gramaticales analógicos que intentan volver a apuntalarlo. Uno de los principales agentes propiciadores de esta erosión es el cambio fonológico, que suele crear irregularidad morfológica, más allá de que el propio sistema se ocupe de producir los reajustes necesarios para recuperar la relación entre los signos y su valor funcional. Por ejemplo, la irregularidad que en nuestro idioma muestran algunos verbos del pretérito perfecto simple ( pude, cupe, quise, dije) se debe a un cierre vocálico operativo en la evolución del latín al, mediante el cual el fonema vocálico de la raíz ( pod-, cap-, quer-, dij-) se cierra por asimilación a la ī originaria de la desinencia del pretérito latino ( potuī). Que muchos hablantes pretendan resolver instintivamente esta irregularidad (podí, cabí) demuestra tanto la pureza de la base de formación como la estabilidad apriorística del sistema.

El segundo enfoque se centra en los protagonistas indiscutibles del discurso, el hablante y el oyente, quienes mantienen una relación dinámica en la que se barajan formas y significados con el fin de obtener una comunicación exitosa. Ambos protagonistas realizan tareas complementarias, pero diferentes. El hablante se ocupa de lograr ser comprendido y de que lo que comunica tenga una recepción satisfactoria. El oyente, por su parte, se ocupa de obtener un mensaje coherente del "fárrago" lingüístico que le presenta el hablante, ya que este nunca despliega un mensaje enteramente claro, sino que admite presuposiciones, usos metafóricos, huecos informativos, etc. Los desajustes en el proceso comunicativo entre hablante y oyente, las reinterpretaciones por parte de este último e incluso la manipulación pragmática por parte del primero son propiciadores de cambios.[2] Por ejemplo, la "extraña" pronominalización que advertimos en la frase * Eso ya se los dije a los chicos (en vez de la normativa Eso ya se lo dije a los chicos) sería, para este segundo enfoque, una innovación creativa que, dada la opacidad referencial del pronombre dativo se, le permite al hablante destacar con una extraña s de plural la presencia del objeto indirecto.

    Una dialéctica de fuerzas enfrentadas

Todo cambio lingüístico se ubica en la cima de una dialéctica continua entre varias tendencias o motivaciones comunicativas enfrentadas, tendencias que, si bien son complementarias, por lo general, en un acto discursivo concreto, una termina "dominando" a la otra. Esto es lo que produce al fin y al cabo desequilibrios, innovaciones o cambios.[3]

Estas fuerzas enfrentadas son, en principio, las siguientes:

  1. La tendencia a la transparencia isomórfica (una forma, un significado) frente a la tendencia a la polisemia y la homonimia (una forma, varios significados).
  2. La tendencia a la separación articulatoria y perceptiva (en la que se pronuncia cada palabra por separado) frente a la tendencia a la rapidez comunicativa (en la que las palabras se juntan y generan extraños procesos fonético-sintácticos).
  3. La tendencia conservadora a mantener las formas frente a la tendencia innovadora a manipularlas pragmática y discursivamente.
  4. La tendencia a mantener el orden no marcado de los componentes (por ejemplo, un orden sujeto-verbo-objeto: La niña come pasas) frente a la tendencia a resaltar focos informativos (por ejemplo, un orden tópico-comentario: Pasas son lo que come la niña).
  5. La tendencia a regular paradigmáticamente las palabras (pues el control de las irregularidades conlleva prestigio) frente a la tendencia a mantener las irregularidades (lo que da relieve e individualidad a la palabra).
  6. La tendencia conservadora a identificarse con un determinado grupo de hablantes frente a la tendencia innovadora a ser diferente, a parecer brillante y distinto.
Como puede verse, este conjunto de fuerzas opuestas puede resumirse en dos grandes tendencias generales: por un lado, una tendencia a la iconicidad, a rescatar la relación entre forma y significado; por el otro, una tendencia a la economía, a erosionar la relación entre forma y significado.

De lo anterior puede inferirse que hay dos clases de cambios: las transformaciones conservadoras y las transformaciones innovadoras.[4] Las primeras producen cambios que conservan las categorías esenciales de la lengua madre; las segundas, nuevas categorías lingüísticas. Por ejemplo, la creación de los futuros cantaré y diré (en sustitución del futuro latino clásico cantabo y dicam) es, más allá del complejo proceso morfológico-fonético empleado, un cambio conservador, puesto que la noción de futuro ya existía en latín. Por el contrario, la creación de los artículos el, la, los, las, más allá de tratarse de un proceso fonético sencillo que se da a partir de lo deícticos ille, illa, illos, illas, supone una transformación innovadora, ya que creó una nueva categoría, el artículo, desconocida en el idioma de Virgilio.

    La sensibilización del hablante como síntoma de cambio

Si en algo coinciden los estudiosos de la lengua, es en que la sensibilización del hablante ante una determinada estructura gramatical es un claro síntoma de que hay un cambio lingüístico en proceso. Sincrónicamente, esto se observa cuando el hablante pregunta ¿Cómo se dice? y alterna dos formas (por ejemplo, haya o haiga) o corrige, ya sea a él mismo, ya sea a su interlocutor, si se opta por la forma inadecuada. Esa duda evidencia la existencia de una zona de cambio en el sistema que se da al nivel morfológico, léxico y fonético; duda que no plantean aquellas formas que se han mantenido estables por más de dos milenios de evolución, como puede serlo, por mencionar tan solo una de ellas, la palabra mesa.

Diacrónicamente, es mucho más difícil advertir los cambios en proceso ya que, como es obvio, no hay hablantes vivos que puedan dar cuenta del español antiguo. En esos casos, lo usual es confrontar diferentes manuscritos de un mismo texto (siempre y cuando tengamos la suerte de contar con buenas ediciones críticas); si en ese cotejo se encuentran variantes para una misma forma o construcción, es fácil deducir que los diferentes amanuenses o escribanos estaban sensibilizados a la forma que copiaban o escuchaban y que, por ese motivo, corregían introduciendo una variante de la forma en cuestión.[5] En suma, expresaban una misma área semántica con formas distintas, lo cual evidencia una zona de cambio en proceso en el sistema.

Es necesario señalar que la sensibilización a la cual hago referencia retoma las elecciones sincrónicas que tiene que realizar el hablante al momento de producir un discurso eficaz y exitoso. Dicho de otro modo, la lengua le da siempre al hablante la posibilidad de ser creativo.

[1] Ferdinand Saussure. Curso de lingüística general, Buenos Aires, Losada, 2005.

[2] Conviene subrayar que, en la interacción dinámica que se da entre el hablante y el oyente, una gran parte de los cambios lingüísticos tienen que ver con las reinterpretaciones del oyente, por lo que el oído es un factor fundamental del cambio lingüístico. Las formas no están dadas para el oyente; su interpretación en un contexto específico siempre implica algún tipo de análisis. Esta dependencia del contexto posibilita malas interpretaciones y subsiguientes reinterpretaciones.

[3] En rigor, puede afirmarse que esta dialéctica de fuerzas enfrentadas nunca alcanza un equilibrio, sino que produce gramaticalizaciones.

[4] Véase Émile Benveniste. Problemas de lingüística general, Siglo XXI, 2004.

[5] Véase Winfred P. Lehmann. Introducción a la lingüística histórica, Madrid, Gredos, 1969.


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