Revista Cultura y Ocio

¿qué significa la no resistencia al mal?

Por Rhenriquez
Caravaggio,

Caravaggio, “Judith y Holofernes” (1598-9), Galleria Nazionale d’Arte Antica, Rome, Italie

EXCELENTES PERSONAS

Había una vez en Moscú un hombre llamado Vladimir Semiónich Liadovski. Había obtenido su grado universitario en la Facultad de Leyes y tenía un puesto en el consejo administrativo de cierto ferrocarril; pero si se le preguntaba cuál era su oficio, sus grandes ojos brillantes miraban con candor y franqueza a través de sus gafas doradas, y su agradable, aterciopelada, ceceante voz de barítono respondía:

—Mi oficio es la literatura.

Después de terminar su carrera, Vladimir Semiónich había logrado que un periódico le publicara una columna de crítica teatral. De esto pasó a notas más extensas, y un año después escribía ya, para el mismo periódico, un artículo semanal sobre cuestiones literarias. Pero no debe pensarse que era un aficionado, que su trabajo literario tenía un carácter efímero y fortuito. Al ver su magra e impecable figura, de alta frente y larga melena, al escuchar sus discursos, me parecía que el acto de escribir, sin importar lo que escribiera o cómo lo hacía, era parte orgánica de él, como el latido de su corazón, y que todo su programa literario debía haber sido parte integral de su cerebro cuando él estaba aún en el vientre de su madre. Hasta en su modo de andar, en sus gestos, en la manera como sacudía la ceniza de su cigarro, podía yo leer todo su programa, de la A a la Z, con todo su artificio, tedio y sentimientos honorables. Era un literato de pies a cabeza cuando, con rostro inspirado, colocaba una corona de flores sobre el ataúd de alguna celebridad, o cuando, con rostro grave y solemne, reunía firmas para alguna solicitud; su pasión por amistarse con literatos distinguidos, su aptitud para encontrar talento hasta donde no lo había, su perpetuo entusiasmo, su pulso que latía ciento veinte veces por minuto, su ignorancia de la vida, el aleteo genuinamente femenino con que acudía a conciertos y a veladas literarias en beneficio de los estudiantes desamparados, el modo en que gravitaba hacia los jóvenes…; todo esto le hubiera creado reputación de escritor, incluso, sin la existencia de sus artículos.

Era uno de aquellos escritores a quienes las frases como “Somos apenas unos cuantos” o “¿Qué es la vida sino una lucha? ¡Adelante!”, sientan perfectamente; aunque él jamás luchaba con nadie y jamás iba hacia adelante. Incluso podía permitirse especular a propósito de ideales sin ser empalagoso. Cada aniversario de la universidad, el día de santa Tatiana, Vladimir Semiónich se emborrachaba, cantaba el Gaudeamus fuera de tiempo, y su cara resplandeciente y sudorosa parecía decir: “¡Ved, estoy borracho; estoy celebrando!” Pero aun eso le sentaba bien.

Vladimir Semiónich poseía genuina fe en su vocación literaria y en todo su programa. No tenía dudas, y evidentemente estaba muy satisfecho de sí mismo. Sólo una cosa lo atormentaba: su periódico circulaba poco y no era muy influyente. Pero Vladimir Semiónich creía que tarde o temprano podría ingresar en una revista sólida y tener más campo y más oportunidades de expresarse; y toda su escasa preocupación a este respecto palidecía ante el brillo de sus esperanzas.

Visitando a este hombre encantador, conocí a su hermana, la doctora Vera Semiónovna. Lo que me impresionó de ella a primera vista fue su aspecto exhausto y su salud pésima. Era joven, con buena figura y facciones agradables aunque un poco grandes, pero comparada con su ágil, locuaz y elegante hermano, parecía angulosa, distraída, descuidada y hosca. Había algo tenso, frío, apático en sus movimientos, sonrisas y palabras; no gozaba de simpatías y tenía fama de orgullosa y de poco inteligente. En realidad, creo yo, estaba descansando.

—Querido amigo —me decía a menudo su hermano, suspirando y echándose el cabello hacia atrás con un movimiento pintoresco y literario—, ¡nunca hay que juzgar por las apariencias! Mire este libro: se ha leído desde hace mucho tiempo. Está torcido, andrajoso, y yace en el polvo sin que nadie se acuerde de él; pero ábralo usted, y lo hará llorar y palidecer. Mi hermana es como ese libro. Alce usted la tapa y atisbe su alma: se horrorizará. ¡Vera tuvo en tres meses experiencias que hubieran sido amplias para toda una vida!

Vladimir Semiónich miró alrededor, me tomó de la manga y empezó a murmurar:

—¿Sabe usted?, después de graduada se casó, por amor, con un arquitecto. ¡Es toda una tragedia! Llevaban apenas un mes de casados cuando, ¡tras!, el esposo murió de tifo. Pero eso no fue todo. Ella enfermó también, y cuando al recobrarse supo que su Iván había muerto tomó una buena dosis de morfina. De no haber sido por las vigorosas medidas adoptadas por sus amigos, mi Vera descansaría ya en el cielo. Dígame, ¿no es una tragedia? ¿Y no es mi hermana como una ingénue que ha representado ya los cinco actos de su vida? El público puede quedarse para ver la farsa, pero la ingénue debe irse a casa a descansar.

Después de tres meses desolados, Vera Semionovna había ido a vivir con su hermano. No estaba hecha para practicar la medicina, que la extenuaba y no la satisfacía; no daba la impresión de conocer su materia, y nunca la oí decir nada referente a sus estudios médicos.

Dejó la medicina, y callada y ociosa, como una prisionera, pasó el resto de su juventud en incolora apatía, gacha la cabeza e inertes las manos. Lo único que no le era del todo indiferente y disipaba en algo la penumbra de su vida, era la presencia de su hermano, a quien amaba. Lo amaba a él y amaba su programa, sentía gran reverencia por sus artículos; y cuando se le preguntaba qué estaba haciendo Vladimir Semiónich, respondía en voz queda, como temerosa de despertarlo o distraerlo:

—Está escribiendo.

Cuando él trabajaba, ella solía sentarse a su lado, los ojos fijos en la mano que escribía. En tales momentos parecía un animal enfermo calentándose al sol…

Un atardecer invernal Vladimir Semiónich escribía una crítica para su periódico; Vera Semionovna estaba a su lado, mirando como siempre su diestra. El crítico escribía rápidamente, sin tachaduras ni correcciones. La pluma raspaba y rechinaba. Cerca del papel, yacía en la mesa un recién cortado ejemplar de una voluminosa revista, que contenía un relato sobre la vida campesina, firmado con dos iniciales. Vladimir Semiónich estaba entusiasmado; pensaba que el autor era admirable en su manejo del tema, sugería a Turgeniev en sus descripciones de la naturaleza, era honesto, y conocía en forma excelente la vida campesina. El propio crítico no sabía nada de la vida campesina, a no ser lo que había leído o escuchado por allí, pero sus sentimientos y sus convicciones íntimas lo forzaban a creer la historia. Predecía un brillante futuro para el autor, le aseguraba que esperaría con impaciencia la conclusión del relato, y así por el estilo.

—¡Estupenda historia! —dijo, reclinándose en la silla y cerrando plácidamente los ojos—. El tono es extremadamente bueno.

Vera Semionovna miró a su hermano, bostezó, y súbitamente hizo una pregunta inesperada. Por las noches tenía la costumbre de bostezar nerviosamente y de hacer preguntas cortas, repentinas y no siempre oportunas.

—Volodia —preguntó—, ¿qué significa la no resistencia al mal?

—¡La no resistencia al mal! —repitió su hermano abriendo los ojos.

—Sí. ¿Qué entiendes tú por eso?

—Pues verás, querida, suponte que unos ladrones o salteadores te ataquen, y tú, en vez de…

—No, dame una definición lógica.

—¿Una definición lógica? ¡Jm! Bien —Vladimir Semiónich meditó—. La no resistencia al mal significa una actitud de no intervención respecto a todo aquello que en la esfera de la moral se considera malo.

Así diciendo, Vladimir Semiónich se inclinó sobre la mesa para tomar una novela. Dicha novela, escrita por una mujer, exploraba la dolorosa e irregular situación de una dama de sociedad que vivía bajo el mismo techo con su amante y su hijo ilegítimo. Vladimir Semiónich se sentía complacido con la excelente tendencia de la historia, con el argumento y con la manera de presentarlo. Haciendo un breve sumario de la novela, seleccionó los mejores pasajes y añadió a su informe: “¡Cuán apegado a la realidad, cuán vivo, cuán pintoresco! La autora no es solamente una artista; es, asimismo, una sicóloga sutil, capaz de ahondar en las almas de sus personajes. Ved, por ejemplo, esta vívida descripción de las emociones de la heroína al encontrarse con su marido”, y así por el estilo.

—Volodia —dijo Vera Semionovna interrumpiendo sus efusiones críticas—, una idea extraña me obsesiona desde ayer. Me pregunto una y otra vez dónde estaríamos todos si la vida humana estuviera organizada sobre la no resistencia al mal.

—Según toda probabilidad, en ninguna parte. La no resistencia daría rienda suelta a la voluntad criminal, y para no hablar de lo que ocurriría con la civilización, esto no dejaría piedra sobre piedra en ningún lugar de la tierra.

—¿Qué quedaría?

—Arrabales y burdeles. En mi próximo artículo hablaré quizá de ello. Gracias por recordármelo.

Y una semana después mi amigo cumplió su promesa. Esto ocurría justamente en el periodo —durante la década de los ochenta— en que la gente empezaba a hablar y a escribir acerca de la no resistencia, del derecho de juzgar, de castigar, de hacer la guerra; cuando algunas personas de nuestro grupo empezaban a prescindir de sus sirvientes, a retirarse al campo, a labrar la tierra, y a renunciar a la comida animal y al amor carnal.

Tras leer el artículo de su hermano, Vera Semionovna meditó, y apenas perceptiblemente alzó los hombros.

—¡Muy bonito! —dijo—. Pero todavía hay muchas cosas que no comprendo. Por ejemplo, en el cuento “Pertenecientes a la Catedral”, de Leskov, hay un jardinero raro que siembra para beneficio de todos: para sus clientes, para los limosneros, y para quien quiera robarle. ¿Se comporta con sensatez?

Por el tono y por la expresión de su hermana, Vladimir Semiónich se dio cuenta de que no le había gustado el artículo, y casi por vez primera, su vanidad de autor sufrió un golpe. Con un ligero matiz de irritación, respondió:

—El robo es inmoral. Sembrar para los ladrones equivale a reconocer el derecho de los ladrones a existir. ¿Qué pensarías tú si yo estableciera un periódico, y dividiéndolo en secciones, destinara una al chantaje, otra a las ideas liberales? De seguir el ejemplo de ese jardinero, lógicamente debería yo destinar una sección a los chantajistas, a la canalla intelectual. ¿Sí?

Vera Semionovna no respondió. Se levantó de la mesa, fue con languidez al sofá y se acostó.

—No sé, no sé nada de eso —dijo meditabunda—. Quizá tengas razón; pero a mí me parece, siento de algún modo, que hay algo falso en nuestra resistencia al mal, como si algo se ocultara o se callara. Sabe Dios… Acaso nuestros métodos de resistir al mal pertenezcan a la categoría de los prejuicios que han arraigado tanto en nosotros que no podemos separarnos de ellos, y por tanto no podemos juzgarlos imparcialmente.

—¿Qué quieres decir?

—No sé cómo explicarte. Quizá el hombre se equivoca al pensar que tiene la obligación de resistir al mal y que tiene derecho de hacerlo, del mismo modo que se equivoca al pensar, por ejemplo, que el corazón es como un as de corazones. Es muy posible que al resistir al mal no debamos usar la fuerza, sino usar precisamente lo opuesto a la fuerza… Si tú, por ejemplo, no quieres que te roben este cuadro, deberías regalarlo, en vez de encerrarlo con llave…

—¡Inteligente, muy inteligente! ¡Si quiero casarme con una mujer rica y vulgar, ella debería salvarme de una acción tan baja adelantándoseme en la proposición!

Hermano y hermana hablaron hasta la medianoche sin comprenderse. Cualquier extraño que los hubiera oído, apenas habría podido discernir lo que cualquiera de los dos quería demostrar.

Acostumbraban pasar la velada en casa. No había amistades a quienes pudieran visitar, y no sentían necesidad de amistades; siguiendo la costumbre de los círculos literarios, sólo iban al teatro cuando había una nueva obra; no iban a conciertos, pues no les interesaba la música.

—Puedes pensar lo que gustes —empezó de nuevo Vera Semionovna, al día siguiente—; pero para mí la cuestión está casi por completo resuelta. Estoy firmemente convencida de que no tengo bases para resistir un mal dirigido contra mí personalmente. Si quieren matarme, que lo hagan. Con defenderme no mejoraré al asesino. Todo lo que tengo que decidir ahora es la segunda mitad de la cuestión: ¿cómo debo comportarme ante un mal dirigido contra mi prójimo?

—¡Vera, cuidado y no te dé la rabia! —dijo Vladimir Semiónich riendo—. ¡Veo que la no resistencia se está convirtiendo en tu idée fixe!

Quería poner fin con una broma a las aburridas discusiones, pero de algún modo el asunto estaba más allá de toda broma; la que lo acompañaba era artificial y agria. Su hermana dejó de sentarse junto a él y de mirar reverente su mano, y él sentía cada noche que a su espalda, en el sofá, yacía alguien que no estaba de acuerdo con él. Y su espalda se ponía tiesa y entumida, y su alma se helaba. La vanidad de un autor es vengativa, implacable, incapaz de perdonar, y su hermana era la primera y única persona que había desnudado y perturbado aquel incómodo sentimiento, que es como una gran vajilla, fácil de desempacar pero imposible de guardar de nuevo como estaba.

Semanas y meses pasaron, y su hermana seguía aferrada a sus ideas y no se sentaba junto a él. Una noche de invierno, Vladimir Semiónich escribía un artículo. Hablaba de cierta novela que describía cómo una maestra de aldea rechazaba al hombre a quien amaba y que la amaba, un hombre tan próspero como inteligente, sólo porque el matrimonio haría imposible su trabajo educativo. Vera Semionovna yacía en el sofá y meditaba sombría.

—¡Dios mío, qué lenta! —dijo estirándose—. ¡Qué insípida y vacía es la vida! Yo no sé qué hacer, y tú gastas tus mejores años en sólo Dios sabe qué. Como algún alquimista, te pones a remover basura vieja que nadie quiere. ¡Dios mío!

Vladimir Semiónich dejó caer su pluma y se volvió lentamente hacia su hermana.

—¡Es deprimente mirarte! —dijo ella—. Wagner, en “Fausto”, desenterraba gusanos, pero al menos estaba buscando un tesoro, mientras que tú buscas gusanos por los gusanos mismos.

—¡Eso es confuso!

—Sí, Volodia, todos estos días he estado pensando, he estado pensando dolorosamente durante largo tiempo, y he llegado a la conclusión de que eres reaccionario y convencional más allá de toda esperanza. Anda, pregúntate a ti mismo cuál es el objeto de tu celosa y esmerada labor. Dime, ¿cuál es? Vaya, todo lo que se podría extraer de esa basura que siempre andas revolviendo se ha extraído desde hace mucho tiempo. Uno puede machacar agua en un mortero y analizarla cuanto quiera sin descubrir más de lo que los químicos han descubierto ya…

—¡Conque sí! —dijo Vladimir Semiónich, arrastrando pesadamente las palabras, al tiempo que se levantaba—. Sí, todo esto es basura vieja porque estas ideas son eternas; pero entonces, ¿qué es lo que tú consideras nuevo?

—Tú te dedicaste a trabajar en el dominio del pensamiento; eres tú quien debe pensar algo nuevo. Yo no tengo por qué enseñarte.

—¡Yo, un alquimista! —gritó el crítico, con asombro e indignación, alzando irónicamente los ojos—. Arte, progreso… ¿es alquimista todo eso?

—¿Ves, Volodia?, me parece que si todos ustedes los pensadores se ocuparan de resolver los grandes problemas, todas las pequeñas cuestiones de las que se ocupan en la actualidad se resolverían por añadidura. Si uno sube en un globo para ver un pueblo, verá asimismo, sin ningún esfuerzo, los campos y las aldeas y los ríos. Cuando se manufacturara estearina, se obtiene glicerina como producto accesorio. Me parece que el pensamiento contemporáneo se ha posado en un sitio y está aferrado allí. Es apático, tímido, prejuzga, teme emprender un vuelo amplio y titánico, del mismo modo que tú y yo tememos escalar una alta montaña; es conservador.

Conversaciones como ésta no podían menos que dejar huella. Las relaciones entre los hermanos se volvían más tensas cada día. El hermano llegó a ser incapaz de trabajar en presencia de la hermana, y se irritaba al saberla acostada en el sofá, mirando su espalda; la hermana fruncía nerviosa el entrecejo y se estiraba cuando, queriendo volver al pasado, él trataba de compartir con ella sus entusiasmos. Cada noche se quejaba de estar aburrida y hablaba acerca de la independencia y de la mente y de aquellos que se encuentran presos en el cauce de la tradición. Arrastrada por sus nuevas ideas, Vera Seminovna demostraba que el trabajo en que su hermano tanto se abstraía era convencional, un vano esfuerzo de las metas conservadoras por defender lo que ya había tenido su época y empezaba a desvanecerse de la escena. Hacía innumerables comparaciones. Primero comparaba a su hermano con un alquimista, luego, con un mohoso viejo creyente que prefería morir antes que escuchar la voz de la razón. Gradualmente hubo también un cambio en su manera de vivir. Era capaz de pasarse todo el día acostada en el sofá sin hacer nada más que pensar, mientras su rostro mostraba una expresión seca y hostil como la de una persona poseída por una fe hasta un grado de intransigencia. Empezó a rechazar las atenciones de los sirvientes; ella misma barría y aseaba su cuarto, limpiaba sus botas y cepillaba sus vestidos. Su hermano no podía evitar sentir irritación y hasta odio al verla ir de aquí para allá, con su rostro frío, ocupada en su trabajo de sirvienta. En ese trabajo que su hermana desempeñaba con cierta solemnidad, veía él algo forzado y falso, algo a la vez fariseo y afectado. Y sabiendo que no podía aspirar a persuadirla, la molestaba con pullas, como un niño.

—¡Has decidido no resistir al mal, pero resistes el que tengamos sirvientes! —se burlaba—. Si la servidumbre es un mal, ¿por qué le opones resistencia? ¡Eso es incongruente!

Sufría, sentía indignación e incluso vergüenza. Sentía vergüenza cuando su hermana hacía cosas extrañas enfrente de otras personas.

—Es horrible, amigo mío —me dijo en privado, moviendo con desolación las manos—. Parece que nuestra ingénue se ha quedado a la farsa para representar también allí un papel. ¡Se ha vuelto morbosa hasta la médula de los huesos! Me lavo las manos, que piense como quiera; pero, ¿por qué habla, por qué me provoca? Debería darse cuenta de lo que significa para mí el escucharla. ¡De lo que siento cuando en mi presencia tiene el descaro de apoyar sus errores citando en forma blasfema las enseñanzas de

Cristo! ¡Me asfixia! Me hace hervir de indignación el oírla desarrollar sus teorías y tratar de distorsionar el Evangelio para acomodarlo a su gusto, absteniéndose de citar el pasaje de los mercaderes arrojados del templo. ¡Ése, mi querido amigo, es el resultado de tener una educación deficiente, un desarrollo incompleto! ¡Esa es la consecuencia de un programa de estudios médicos ajeno por completo a la cultura general!

Un día, al regresar de la oficina, Vladimir Semiónich encontró a su hermana llorando. Sentada en el sofá con la cabeza baja, se retorcía las manos, y las lágrimas corrían libremente por su mejillas. El buen corazón del crítico latió dolorosamente. Las lágrimas inundaron también sus ojos, y ansió acariciar a su hermana, perdonarla, implorarle perdón, y vivir como antes vivían… Se arrodilló frente a ella y le besó la cabeza, las manos, los hombros…   Ella   sonrió,   sonrió amarga   e inexplicablemente, mientras él se incorporaba con un grito de alegría, y recogiendo una revista de la mesa dijo cálidamente:

—¡Hurra! ¡Viviremos como antes, Verochka! ¡Con la bendición de Dios! ¡Y tengo una sorpresa para ti! ¡A falta de champaña, celebraremos la ocasión leyéndola juntos! ¡Es un relato espléndido y maravilloso!

—¡Oh, no, no! —gritó Vera Semionovna, apartando el libro con alarma—. ¡Lo he leído ya! ¡No lo quiero, no lo quiero!

—¿Cuándo lo leíste?

—Hace un año…, dos… ¡Lo leí hace mucho tiempo, y lo conozco!

—¡Jm! ¡Eres una fanática! —dijo fríamente el hermano, lanzando la revista a la mesa.

—¡No, el fanático eres tú, no yo! ¡Tú!

Y Vera Semionovna se deshizo nuevamente en lágrimas. Su hermano quedó de pie ante ella, miró sus hombros temblorosos, y pensó. Pensó, no en las agonías de soledad sufridas por cualquiera que empieza a pensar de una manera nueva y propia, ni en los inevitables sufrimientos implícitos en una genuina revolución espiritual, sino en la ofensa a su propio programa, la ofensa a su vanidad de autor.

Desde entonces trató a su hermana con frialdad, con ironía descuidada, soportando su presencia en la habitación del mismo modo que se soporta la presencia de ancianas que dependen de uno. Ella, por su parte, cesó de discutir con él y opuso a todos sus argumentos, pullas y ataques un silencio condescendiente que irritaba al crítico más que nunca.

Una mañana de verano Vera Semionovna, vestida de viaje y con una bolsa de viaje al hombro, entró a ver a su hermano y lo besó con ligereza en la frente.

—¿Dónde vas? —preguntó él con sorpresa. —A la provincia de N… a trabajar en la vacunación. El hermano la acompañó a la calle. —Conque eso es lo que has decidido, muchacha extraña

—murmuró—. ¿No quieres algún dinero? —No, gracias. Adiós. La hermana estrechó la diestra del hermano y se alejó. —¿Por qué no tomas un coche? —gritó Vladimir

Semiónich. Ella no contestó. Su hermano la miró alejarse, observó

su impermeable de color herrumbroso, el contoneo de su figura cabizbaja; forzó un suspiro, pero no logró despertar un sentimiento de tristeza. Su hermana se había vuelto una extraña para él. Y él era un extraño para ella. Por lo menos, ella no volvió una sola vez la cabeza.

Regresando a su habitación, Vladimir Semiónich se sentó en el acto a la mesa y empezó a trabajar en su artículo.

Nunca volví a ver a Vera Semionovna. No sé dónde pueda estar ahora. Y Vladimir Semiónich continuó escribiendo sus artículos, depositando coronas sobre los ataúdes de las celebridades, cantando Gaudeamus, colaborando activamente con la Sociedad de Ayuda Mutua de los Periodistas Moscovitas.

Cayó enfermo de inflamación pulmonar; estuvo en cama tres meses, primero en su casa, luego, en el hospital Golitsin. Un absceso se formó en su rodilla. Se dijo que debía ser enviado a Crimea, y se recolectaron fondos para tal propósito. Pero Vladimir Semiónich no fue a Crimea: murió. Lo enterramos en el cementerio de Vagankovski, en el lado izquierdo, donde yacen los artistas y los literatos.

El otro día, varios escritores comíamos en el restaurante Tártaro. Referí que había estado hacía poco en el cementerio de Vagankovski y había visto allí la tumba de Vladimir Semiónich. Estaba totalmente descuidada y apenas si sobresalía del terreno; la cruz se había roto; era necesario colectar unos cuantos rublos para arreglarla.

Pero los demás me escucharon sin atención, no respondieron, y no pude conseguir un solo centavo. Nadie recordaba a Vladimir Semiónich. Estaba completamente olvidado.

Anton Chéjov

Consulta de Psicoanálisis


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