Revista Espiritualidad

Quejándonos por Estar Vivos

Por Av3ntura
Dicen algunas fuentes, y en muchas ocasiones no faltas de razón, que uno de nuestros deportes nacionales es la queja. Tal vez la llevamos impregnada en los genes o la aprendemos a base de mirarnos en nuestros adultos de referencia, pero el caso es que nos encanta quejarnos continuamente de todo aquello que no resulta ser como esperábamos que fuera.
Quejándonos por Estar Vivos
Nos pasamos la vida quejándonos de los políticos, pero no por ello dejamos de votarles. También nos quejamos de los médicos, pero ante el menor indicio de enfermedad, acudimos a ellos corriendo y olvidando muy rápido lo que pensamos de ellos al salir del último reconocimiento. Hablamos mal de los padres, de las madres, de los hijos, de los hermanos y de todo aquel que tenga un vínculo de sangre con nosotros, pero luego no sabemos vivir sin ninguno de ellos. También criticamos a los amigos y ellos nos critican a nosotros, pero al reencontrarnos con ellos nos hacemos creer a nosotros mismos que nada de lo que hemos dicho los unos de los otros iba en serio. Nos quejamos también de los precios de todo, pero nos negamos a cambiar de costumbres a la hora de vestirnos, ni de comer, ni de salir a divertirnos. Y si hay algo de lo que nos quejamos siempre, independientemente de que nos paguen mejor o peor ni de que nos haga sentir realizados o no, es del trabajo. Los jefes siempre están en el punto de mira de los practicantes de la queja. Constituyen la diana perfecta hacia la que lanzar sus dardos envenenados y sus muestras de desprecio. Pero cuando algunos de esos jefes reta a esos empleados quejosos a aportar ideas para cambiar esa situación, la respuesta suele ser tan inmediata como recurrente: “A mí no me pagas para que haga tu trabajo, sino el mío. No estoy aquí para pensar cómo puedes mejorar tú”
Brillante forma de escurrir el bulto y de perpetuarnos en no cambiar las cosas, como si en el fondo nos diera miedo que éstas mejoraran, porque sin motivos para quejarnos la vida se nos antojaría más insípida, menos jugosa.
Quejándonos por Estar Vivos
Es como en algunos ejemplos de pacientes que acuden a una terapia sistémica en que le piden al terapeuta que les arregle el problema que les ha llevado a su consulta, pero sin cambiarles a ellos. Como si tal cosa fuese posible. Para cambiar una situación, primero hemos de mentalizarnos de que tenemos que cambiar el modo cómo actuamos en ella y, si cambiamos nuestro modo de actuar, estaremos cambiando también nosotros. Porque somos lo que pensamos y abrirnos a nuevas posibilidades siempre nos comportará realidades distintas que acabarán por hacernos distintos a como hemos estado siendo hasta hoy.
Practicar la queja siempre resulta muy cómodo y nos proporciona infinidad de excusas para justificarnos y para seguir anclados en nuestra zona de confort, donde nos sentimos los más sabios, los más experimentados, los más envidiados, los más fuertes, los más coherentes y a veces también los más incomprendidos. Porque los demás siempre van a lo suyo, sin reparar en todo lo que se supone que hacemos por ellos. Si alguien debe cambiar, siempre son esos otros, porque nosotros somos geniales tal y como somos.
Qué placentero nos resulta cultivar ese ego nuestro y dejar que se hinche y se vanaglorie de sus virtudes y de sus logros. Pero luego nos lamentamos de que en ese pedestal que nosotros mismos hemos construido para erigirnos sobre él estamos más solos que la una, porque nadie nos acompaña y, si alguien accede a hacerlo, no se queda mucho tiempo, porque le resultamos insoportables.
Si en lugar de ver sólo nuestras hipotéticas virtudes y los supuestos defectos imperdonables de los demás, nos dignásemos a ampliar nuestro campo de visión, quizá alcanzaríamos a ver también nuestros defectos y las virtudes de esos otros a los que tanto criticamos.
Porque ese médico con cuyo dictamen no estamos de acuerdo, quizá le salvó la vida a muchas personas que no se cansarán de hablar maravillas de él. Y ese jefe que nos parece tan explotador y tan patético, al fin y al cabo, es quien nos da la oportunidad de pagar nuestras facturas honradamente. El no tenía ninguna necesidad de complicarse la vida montando una empresa. Podría haber optado por invertir en bolsa o trabajar como freelance desarrollando su actividad sin necesidad de complicarse la vida contratando más empleados. Pero prefirió arriesgarse y, gracias a su osadía, tenemos un trabajo  mejor o peor pagado, pero digno y, gracias a ello, podemos seguir con nuestras vidas sin pasar las necesidades que pasa mucha gente.
No tenemos ninguna obligación de ser amables y respetuosos con los demás y con sus opciones de comportamiento, ideología y vida. Pero imaginémonos, por un momento, cómo sería el mundo si nadie en él fuese amable y respetase la libertad de los demás de ser como elijan ser. No quedaría nadie vivo sobre la tierra. Seríamos todos tan egoístas, tan pendencieros y tan insoportables que nos aniquilaríamos unos a otros a la menor oportunidad. Pero, por suerte para todos nosotros, en este mismo mundo en el que siguen cayendo tantas bombas sobre inocentes todos los días, también se mueven muchísimas personas que, alejándose de la queja como opción de vida, eligen sonreír, dar la mano, besar, compartir, soñar, abrazar, perdonar y ayudar a cuantos se cruzan en su campo de visión. Porque se atreven a mirar más allá del defecto o de la conducta inoportuna para descubrir la esencia de la persona que tienen delante, aprendiendo la importancia de separar la persona de los actos que comete y comprendiendo que nadie es mejor que nadie, pero tampoco peor.
Quejándonos por Estar VivosCada ser humano constituye un universo único que siempre vale la pena intentar indagar hasta sus rincones más escondidos, porque nadie nos dejará indiferentes si persistimos en nuestra osadía de descubrirle tal cual es.
Mientras tengamos la enorme suerte de estar vivos, de mantenernos más sanos que enfermos y de tener un techo bajo el que cobijarnos y un plato de comida en nuestras mesas, intentemos dejar de quejarnos por el simple hecho de estar vivos. La vida es la mayor lotería que podemos disfrutar. No la enturbiemos con quejas ni recriminaciones absurdas. Muchos otros en el mundo, aunque sea Navidad, no tienen nuestra suerte. Ellos sí tendrían motivos para quejarse de sus desgracias: padres que han visto morir a sus criaturas tras el bombardeo que ha derribado su casa; niñas que lloran impotentes porque sus padres las han vendido a un prostíbulo para poder alimentar a sus otros hijos más pequeños; hombres, mujeres y niños que mueren cada día en muchos rincones olvidados del mundo por haber contraído enfermedades que aquí ya nos resultan inofensivas, o personas que lo han perdido todo y dormitan en cualquier cajero automático de cualquiera de nuestras ciudades. Podríamos seguir enumerando durante horas muchas más realidades que mucha gente tiene cada día la desgracia de vivir o de no sobrevivir. Los muertos ya no pueden quejarse.
Los que tenemos la fortuna de vivir realidades más acogedoras y más libres, deberíamos tener la precaución de aprender a no quejarnos a la ligera, pensando un poco en los que están peor que nosotros, en lugar de enfocar nuestro punto de mira hacia quienes supuestamente viven mejor. Tener más nunca ha sido sinónimo de mayor calidad de vida. En cambio, necesitar lo mínimo para permitirnos vivir a gusto bajo nuestra piel resulta una muy sana opción de vida y un modo muy asequible de conquistar nuestra libertad.
Estrella PisaPsicóloga col. 13749

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