Fotograma del film Fahrenheit 451 de François Truffaut.
Por Alfonso Reece
(Publicado en el diario El Universo, Guayaquil, el 10 de junio de 2012 y luego en América Economía, el 6 de noviembre de 2012)
Alfonso Reece es ecuatoriano, y se ha desempeñado como escritor y periodista. Posee estudios de Derecho y Sociología en la Universidad Católica del Ecuador. Como periodista se ha desempeñado en los canales de televisión Ecuavisa y Teleamazonas, mientras que en prensa escrita ha colaborado en las principales revistas de su país, como 15 Días, Vistazo, SoHo, Mango y Mundo Diners. Actualmente es columnista en el diario El Universo (Guayaquil, Ecuador).
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Lo merecen. Mienten flagrantemente. Imaginen, ¡dicen que Ray Bradbury ha muerto! Vaya desfachatez, el día preciso en el cual Venus cruzaba el Sol. Lo que debe haber ocurrido, evidentemente, es que el autor de Las doradas manzanas del sol subió en la nave Copa de Oro y viajó a contemplar el fenómeno de cerca. Bradbury no es solo un asteroide, el 9766 precisamente, es un planeta, un escritor de ciencia ficción de dimensión galáctica.
(Esto es una conspiración, alguien ha escondido mi ejemplar de Crónicas marcianas, con prólogo de Borges). La ciencia ficción al cabo de unas décadas queda obsoleta, superada por los hechos o desmentido su ingenuo optimismo. Pero Bradbury dijo que lo que hacía no era ciencia ficción, sino fantasía. Y en efecto, no hay en sus narraciones la intención de anticipar el futuro mediante retratos científicamente realistas. Él nos habla de valores y de sueños, porque tanto los unos como los otros son eternos. Dijo que no escribía para adivinar el futuro, sino para prevenirlo. Parábolas, eso son sus obras, el Marte de las Crónicas, si se ve bien, es una metáfora de la Tierra, un planeta echado a perder por la insensatez humana. El gran Ray Bradbury, nacido en 1920 en Illinois. Siempre se ha sabido, en el Medio Oeste es donde aterrizan los extraterrestres como él. Lo que lo diferenciaba de los terrícolas que escriben ciencia ficción era que estaba dotado de un superpoder: la poesía. Esa virtud sobrehumana la podemos apreciar en El vino del estío, una infancia en el Midwest provinciano, pero narrada en claves de ciencia ficción, es decir con asombro, que es la actitud sin la cual la literatura es imposible. Delicadeza, hondura, brillantez, destila el único libro del escritor que trata sobre el pasado.
Dicen que pidió como epitafio “Aquí yace el autor de Farenheit 451”. Eso es toda una declaración. Porque Farenheit 451 es un canto a la libertad, una repulsa al totalitarismo y al pensamiento único. Un mundo en donde a 451 grados se queman todos los libros. Los lectores viven ocultos como vagabundos en los bosques coleccionando los objetos prohibidos. ¡Parábola! No hay diferencia entre incinerar libros y romper periódicos. Los que lo hacen quieren aniquilar el componente fundamental de unos y otros: ideas. No recomiendo su lectura, el ecuatoriano que lo lea no dormirá una semana. Bradbury sentenció: “Hay algo peor que quemar libros, es no leerlos”, el pecado de omisión es siempre el más grave.
El primer libro que leí de Bradbury fue Las doradas manzanas del sol, edición de Bantam. Afuera está nevando, en la biblioteca del highschool el adolescente de Cotocollao trataba de traducir estos versos: “A veces miro al sol: árbol en llamas,/ su fruto dorado cuelga en el aire sin aire,/ sus manzanas agusanadas por el hombre y la gravedad,/ el culto emana de ellos por todas partes,/ cuando el hombre ve el sol como un árbol en llamas” No, no es para entender.
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