Revista Cultura y Ocio
Poseo un sentido muy primario de las cosas que no entiendo. Me merecen respeto, pero no suelo practicar el esfuerzo que merecieron las que sí comprendo. En ésas me aplico y me obstino en extraer el más interno de sus zumos, aunque no siempre lo consigo. Procuro esconder en lo que puedo la evidencia de ambos extremos. No me expongo a que se descubra lo pobre que es mi cultura en asuntos científicos, pongo por caso, y tampoco me explayo en poner encima de la mesa mi bagaje libresco, los nombres del jazz o del cine. Al Trivial, ese juego que se practica entre amigos, contentos de copas y de risas, juego siempre a quesito rosa. Me sonrojo cuando debo dar cuenta del número de las alas de una mariposa o el nombre de la válvula que abre o cierra un órgano. Sin embargo, me recreo en cierta frivolidad erudita y pronuncio con absoluta claridad el director de fotografía favorito de Brian de Palma o el bajista de nombre impronunciable con el que Joe Pass firmó sus mejores discos. Va así uno, dándose y recogiéndose, presentando credenciales volubles, dando imágenes de uno mismo. De hecho, hacemos básicamente eso. A posta o sin el concurso de la voluntad, lo que hacemos a diario es exponer la sustancia que somos. Al correr de los años voy adquiriendo la experiencia que me permite disfrutar de la vida sin entrar de cabeza en la de los lepidópteros. Incluso acepto que no sirve absolutamente para nada saber qué disco de Al Stewart fue monitorizado por el excelso Alan Parsons, salvo que en una noche de invierno, cerca de la chimenea, con los amigos, se pida que uno tire de enciclopedismo. Acepto que la cultura, incluso la más alta, no procura la felicidad. Tan solo hace aproximaciones; algunas fantásticas, lo admito. Porque no es otra cosa. Ahora no se estila mucho que en las escuelas se fomente ese voluntarismo memorístico, pero no creo que sea malo, siempre que no afecte al desempeño de otras disciplinas de la cultura. Es malo (tal vez) que sea únicamente eso. Que ese apresto de nomenclaturas no contenga una ética, una manera de ver el mundo y de actuar en el mundo. Tengo amigos de una memoria asombrosa que ponen al servicio de la inteligencia a poco que las circunstancias se lo exigen. También otros que carecen de inventarios a mano dentro de la cabeza y que, sin embargo, brillan en lo dialéctico, en la urdimbre más íntima de las cosas. Algunos que disfrutan de un modo brillante de las cosas elementales. No hay un procedimiento que concite el aplauso mayoritario. Todos se desdibujan o se desmoronan. En noches como ésta, cerrando el domingo, satisfecho de jazz (escucho a Roy Haynes vía Spoti) y de actividades de fin de semana (viaje a ver a mi hija, salidas con los amigos, poco estar en casa y mucha ronda de calle) pienso en el poco tiempo del que disponemos en realidad. Pienso en la mortalidad de lo festivo y de lo que no lo es. Pienso en que nada (ni siquiera el placer, ni siquiera el dolor) duran eternamente. Nada que no supiera antes. Nada que no sepamos sin tener que venir yo a contarlo. Quesito rosa. Me acerco al triunfo. Buenas las noches.