Revista Cine
Para Raúl y Marian. Por su amistad y por su cariño.
Para José Luis, amigo de este blog al que conocí en la Feria del Libro de Zaragoza. Con afecto.
Ted Tetzlaff demostró con La ventana (The window, 1949) ser mucho más que el excelente director de fotografía de títulos como Me casé con una bruja (I married a witch, René Clair, 1942) o Encadenados (Notorious, Alfred Hitchcock, 1946). Evidentemente, lo que más destaca de esta adaptación de un relato de suspense de Cornell Woolrich es la puesta en escena, un prodigio de atmósfera expresionista de ambiente preferentemente nocturno y amenazador sacudida por los tonos y formas del cine negro, mezcla típica de los productos RKO de los cuarenta. Pero Tetzlaff consigue darle algo más que su enorme talento visual. El guión traslada fenomenalmente a imágenes punto por punto la infalible fórmula hitchcockiana para la intriga y el suspense, es decir, la introducción de un inocente en una situación de riesgo para su vida derivada de una amenaza criminal en la que se ve envuelto por casualidad. Pero Woolrich, Tetzlaff y el guionista, Mel Dinelli, dotan a la historia de un matiz añadido, de un extra que acerca igualmente la película tanto a Hitchcock como a La noche del cazador (The night of the hunter, 1955) de Charles Laughton. El inocente cuya vida está en juego es un niño de nueve años, y el riesgo proviene, precisamente, de su gusto por las fantasías, de su necesidad de vivirlas y creerlas para superar la desencantada vida en el seno de una familia humilde de un barrio pobre de una gran ciudad.
Tommy Woodry (Bobby Driscoll) es un niño de nueve años que se aburre profundamente. Su día a día consiste en la escuela, cuando hay curso, o en jugar con otros niños del vecindario en los solares y edificios abandonados y semiderruidos de los alrededores. Su madre (Barbara Hale) apenas tiene tiempo para él porque se ocupa de las tareas domésticas, y su padre (Arthur Kennedy) trabaja en horario nocturno, por lo que duerme durante el día. Desatendido, solitario, encerrado en sí mismo, Tommy busca en la invención de disparates y mentiras de todo tipo la forma de llamar la atención a su alrededor, tanto respecto a sus padres –a los que apabulla con sus rocambolescas historias durante la hora de la cena, la única en la que pueden estar todos juntos- como con sus amigos, con cuyos juegos no sintoniza demasiado, y en cuyo grupo es uno más, uno de muchos. Un día, o mejor dicho, una noche, todo cambia: insomne a causa del calor, pide permiso a su madre para dormir en el balcón de la escalera de incendios; buscando refrescarse, accede a un piso superior, en el que la ropa tendida se ve sacudida frecuentemente por la fresca brisa nocturna, pero algo llama su atención dentro del piso de sus vecinos de arriba (Ruth Roman y Paul Stewart). Una lucha, un estallido de violencia, palabras entrecortadas, forcejeos, bufidos, fatiga y, finalmente, un cuerpo que se desploma con una herida en la espalda junto a unas tijeras manchadas de sangre que tintinean al caer al suelo. Tommy sabe que acaba de ser testigo de un asesinato, pero su maldición, como la mítica Casandra, es que nadie le crea… Su historia únicamente despierta el interés de dos personas: sus vecinos que, desde ese momento, ponen en marcha un plan para que nunca pueda hablar de lo que ha visto.
En apenas 73 minutos, Tetzlaff ofrece una obra maestra de la tensión y el suspense. El tempo narrativo utilizado nos mete de lleno en acción en los primeros minutos sin que nos suelte ya hasta el epílogo final, los últimos instantes de la cinta, tras un clímax monumental y un último momento de tensión que amenaza la vida del muchacho. La atmósfera es constantemente lóbrega, turbadora, con las escaleras de la casa en eterna penumbra y las calles, deprimidas y calladas por los ecos de las apreturas económicas, son espacios desiertos, desolados, en los que los pasos retumban y las amenazas aguardan tras cada esquina, en las que únicamente algún taxi perdido y algún que otro policía que patrulla a pie son las únicas señales de presencia humana. De día es distinto, el bullicio de la ciudad, de los mercados, del tráfico, de la gente yendo y viniendo no es más que el prólogo de las pesadillas, de los temores, que amenazan a Tommy cuando cae el sol.
La premisa de la película, la célebre fábula del pastor que avisa constantemente de la llegada del lobo sin que sea cierto hasta el punto de generar el descreimiento de sus vecinos cuando el lobo llega de verdad, se ve matizada por los breves y sutiles apuntes sociales que Tetzlaff introduce en su narración. La crisis económica, los problemas de desempleo y las dificultades para llegar a fin de mes no son en ningún momento tema de primera línea en la narración, pero, sin embargo, están ahí, en el rostro amargo de Arthur Kennedy, que se pierde lo mejor del crecimiento de su hijo porque tiene que trabajar de noche; en una esforzada Barbara Hale, que trabaja en casa porque no puede hacerlo fuera; en la pareja que busca alquilar una estancia barata aunque se trate de una casa desvencijada; o, finalmente, en la pareja homicida, que mata, adivinamos, por desesperación, por necesidad, que se convierten en criminales por supervivencia. La naturaleza del crimen queda incógnita (lo que para Hitchcock sería un MacGuffin clásico), pero Tetzlaff se complace en mostrar cómo todos, uno por uno, desde sus propios padres a los agentes de policía o los taxistas se niegan a creer la verdad que Tommy, por una vez, les está contando a grito pelado. La conclusión, el desesperado intento de los asesinos para silenciar al único testigo de su crimen, la loca carrera entre las sombras de la noche, por las escaleras de incendios, las azoteas de los edificios, el bloque abandonado que es al mismo tiempo escenario de los juegos de los chicos del barrio y tumba del desconocido que ha muerto, suponemos, por dinero, compone un clímax magistral en el manejo de la tensión, del suspense y de la perfecta simbiosis entre los intérpretes, sus personajes, el entorno en el que se mueven y la labor de decorados, puesta en escena y ambientación de los técnicos, casi como un personaje más, un subrayado anímico, visual, que acompaña la trama desde su inicio, que envuelve la acción de un tono negruzco, pesadillesco.
Bobby Driscoll, prestado por la Disney para la ocasión, compone una interpretación soberbia, completamente alejada de las típicas ñoñerías repelentes propias de sus trabajos infantiles; Arthur Kennedy está magnífico como padre amoroso, comprensivo y un tanto sobrepasado por las circunstancias; Barbara Hale representa a la perfección la abnegación y el trabajo sin recompensa, posee en la cara las huellas de los sueños incumplidos; Ruth Roman y Paul Stewart muestran en cada fotograma su desesperación, la que les llevó a cometer el crimen, la que les lleva a repetirlo en una versión todavía más horrenda si cabe, aunque en ella se dé un último asomo de piedad, de compasión, que él sin embargo no puede, no quiere permitirse hasta que se vea libre de la amenaza de la cárcel.
Un tanto autocomplaciente en su final, quizá demasiado atropellado a causa de las estrecheces presupuestarias (a todas luces se distingue que falta una secuencia más en el epílogo que contenga la explicación de lo que ha ocurrido, tanto a los personajes involucrados como al público, que se queda sin saber nada de la identidad del asesinado y del móvil del crimen), La ventana es una película más que recomendable para pasar una hora y cuarto de emoción, tensión e intriga.
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