Portería de la finca donde vivo, Tánger, 2015. expatriadaxcojones.blogspot.com
Mi amiga Sandra se ha mudado. Acaba de alquilar un piso en mi misma calle.
—Sube a verlo, ya tengo las llaves —me dice cuando la encuentro en el café.
El piso es de lo mejorcito que he visto en el barrio. Calidad precio. Dos amplias habitaciones. Baño. Aseo. Un salón comedor fantástico. Cocina equipada con acceso a la galería. Y terraza. Todo exterior. Muy luminoso. Y con parquing en la misma finca, que aquí es un lujo.
—Está de puta madre ¿Cómo lo has encontrado? —Fui preguntando a los porteros. Éste me dijo que había un piso libre, me lo enseñó, me gustó y me puso en contacto con la propietaria. Ahora le hemos de dar la propina.
Unos días más tarde, volvemos a coincidir en el súper de la esquina y me cuenta que ya está instalada.
—¿No te he contado lo del portero? —No. —Le preguntamos a la dueña de la casa cuánta dinero le había dado ella porque no sabíamos qué darle. Nos dijo que cincuenta euros. —No está mal. —Eso digo yo, no está mal. Pues va mi marido a darle la pasta, pensando que estaría contento, y el tío le dice: “¡Sólo! Dame más. Esto es muy poco”. —Que morro…
Si buscas en el diccionario la palabra portero —yo lo he hecho— encuentras la siguiente definición:
“Persona que trabaja en una finca urbana. Entre sus funciones están: coger las maletas desde la entrada y hasta el ascensor, llamar a taxis, ayudar a las personas mayores, impedidas o embarazadas en su entrada o salida al edificio. También ejerce funciones de seguridad, impidiendo la entrada de gente ajena o problemática, se encarga de recoger los paquetes y del mantenimiento de la finca”.
Esto, más o menos, es lo que yo tenía en mente. Por eso, cuando llegué a Tánger y vi, que en mi edificio teníamos uno, me llevé una alegría. Nunca antes había vivido en un sitio que lo tuviera. Pero una cosa es la teoría y otra la práctica. Mi portero incumple, una por una, todas las funciones antes mencionadas. Es más, cuando me ve pone mala cara y yo creo, que si pudiera, incluso meescupiría.
Cuando me ve entrar, disimula. Venga de la compra cargando mil bolsas, con el carrito de La Peque o la bicicleta de Terremoto, no mueve un solo dedo. Parapetado en su cubículo finge escuchar algo interesantísimo en la radio, ordenar papeles o, simplemente, desaparece en el cuarto de los contadores en el momento más oportuno. La verdad, no me importa. Puedo hacerlo sola y lo hago. Lo que me molesta es que me vea parada delante del ascensor durante más de diez minutos y tenga que ser un vecino el que me informe de que está averiado. O que venga alguien preguntando por mí —como pasó hace no mucho— y con toda la jeta le responda que en el edificio no vive nadie con ese nombre.
Me irrita —y sé que soy una cascarrabias— que se haga el sueco cuando le hablo porque yo, cada mañana, haga sol, lluvia o viento, le doy los buenos días —que para algo mis padres me llevaron a un cole de pago— y él, mudo. Nunca me contesta. Como mucho una leve —y casi insignificante— inclinación de cabeza. Eso sí. Reza sus cinco oraciones diarias y está por salirle el bulto en la frente. Ese bulto circular y morado, distinción inequívoca del que es buen musulmán.
Cuando se lo comento a un vecino —indignada al ver que a él le está ayudando con las bolsas— me responde con estas palabras.
—Tú cuando te vayas a España tráele algún regalito. —¿Cómo qué? —Alguna chuchería. Chocolate, colonia, algo de ropa…
¡Una mierda envasada al vacío le voy a traer! Esto es lo que pienso pero me guardo muy mucho de decirlo en voz alta.
Sandra y yo continuamos un rato hablando del portero, del suyo, del mío y del de otra amiga, Bea. El suyo es un tipo de lo más raro. Lleva una navaja encima, se la enseñó a unos niños y por eso se enteraron. Se peleó a puñetazo limpio con un operario al que no quiso dejar entrar en la finca. El pobre venía a instalar una antena. Días más tarde, supieron por otro vecino que había estado en España, en la cárcel. Eso fue después de que les pidiera dinero, por suepuesto.
Cuando el tema de los porteros ya no da para más, pasamos a otras cosas.
—Tampoco te he contado lo del parquing —dice Sandra y le da la risa floja. —No. ¿Qué pasa? —La propietaria nos dijo que la plaza de parquing estaba incluida en el precio del alquiler, solo que no era fija. Tú entras y donde haya sitio, aparcas. —Sí. En el mío es igual. —Ya pero es que llegamos y resulta que no había una puta plaza libre. Estaba todo ocupado. —¿Y no la llamaste para decírselo? —Sí. ¿Sabes que me dijo?: “Vosotros lo que habéis de hacer es esperar al domingo, que la gente sale de paseo, y entonces meter el coche. —¡Ya! Y no sacarlo hasta el domingo siguiente, vaya a ser que te lo vuelvan a quitar ¿Entonces de qué te sirve tener parquing?
Nos reímos a mandíbula batiente ¿qué podemos hacer sino? Tampoco es cuestión de que nos de una ulcera por estas nimiedades, pero es que a veces…
—Ahora el problema lo tenemos con el tío del anterior piso que no nos quiere devolver la fianza —continúa contándome Sandra. —¿Por qué? —Cuando se lo pedí me dijo simplemente que no, que no nos la devuelve, que él ya se ha gastado el dinero. —¿Y qué vais a hacer? —Ya conoces a mi marido, es como el tuyo, se piensa que hablando la gente entra en razón. Lo ha llamado por teléfono y el tipo, sin cortarse un pelo, le ha colgado. Se le ha quedo una cara de idiota…
Al volver a casa me fijo que han instalado cámaras de seguridad en mi edificio. Lo que faltaba. La excusa perfecta para que el dichoso portero no muevo el culo del sofá. Porque él no tiene una silla, sino un sofá. Y ahí se pasa todo el día. Se pasará las ocho horas de su jornada mirando la pantalla… como si fuera a servir para algo.
Iba a acabar con el anterior párrafo. El tema del portero ya no da más de sí. Pero es que me ha venido un recuerdo a la mente y no puedo dejar de mencionarlo. Hace unos meses, un vecino —que desconozco— tuvo la brillante idea de colgar un papel en el ascensor. Resumiendo, decía lo siguiente:
“Han robado la bicicleta de mi hijo que estaba en el rellano. El portero no ha visto a nadie ni sabe nada al respecto. Todos sois responsables. Tenéis que pagarme el importe de la misma”.
No duró ni un telediario. Alguien lo rompió y no dejó ni los pedacitos, sólo un trozo de celo mal pegado.