Dibujo de S.Mata. expatriadaxcojones.blogspot.com
Los cristianos descansan el domingo, los judíos el sábado y los musulmanes lo hacen el viernes. Según el Islam este es el día sagrado. El Corán contiene una asura entera dedicada a los rituales del viernes. En ella se habla del descanso espiritual pero también de la importancia de la higiene, el porte decoroso y la oración.
Si te apetece ir a un Hammam es mejor que escojas cualquier otro día de la semana, si no te puedes encontrar con que la mitad de la población —o sea todas las mujeres— han tenido la misma idea.
Si tienes pensado hacer algo como ir albanco, comprar en el súper, pasar por la peluquería o recargar el móvil, recuerda que la mitad de los negocios está cerrado y la otra mitad baja la persiana para la oración del mediodía.
Si Tánger ya de por sí es una ciudad puritana —ir en tirantes se considera una provocación— no te olvides de vestir recatada. El viernes la prenda estrella en la calle son las chilabas y vestimentas tradicionales.
Es por eso que el Kalvo ha decidido ir a Ceuta en viernes. Es el mejor día para cruzar la frontera. Es un sitio hostil, dice siempre. El viernes, por norma general, hay menos coches, muy pocas personas y el ambiente suele ser más relajado. Sale pronto por la mañana porque necesita llevar unos papeles al banco. Antes de salir, aprovecho para pedirle algunas cosas. Que recoja el libro que tengo encargado, que compre embutido para los niños y que pase por la farmacia.
—Aprovecharé para hacer acopio de provisiones —me dice él. —Provisiones ¿de qué? —De cervezas.
A finales de este mes comienza el Ramadán. Si ya es algo engorroso encontrar alcohol en un país musulmán, hacerlo en pleno mes sagrado es tarea arduo complicada. Las tiendas donde generalmente lo venden cierran y en las grandes superficies ponen el candado. Hay que tener en cuenta, además, que la materia empieza a escasear mucho antes porque quien puede hace como el Kalvo, acopio de provisiones. Pero él, además, es de tendencia exagerado y siempre compra las cosas a cantidades industriales. Así me ahorro el ir más veces, dice. Y el problema luego es mío, que me las veo y me las deseo para guardar todo lo que trae en nuestra cocina de Pin y Pon. En fin, que hoy ha ido al banco, ha recogido mi libro, ha comprado el embutido, ha pasado por la farmacia y ha hecho acopio de cervezas. Seis cajas de doce unidades cada una. Un total de setenta y dos cervezas que ha colocado metódicamente —como lo hace todo— en el maletero.
Una vez en la frontera, pasa el control de salida de España, entra en la zona de Marruecos y se detiene en la ADUANA —un trozo cualquiera de la acera, evidentemente sin señalizar—. Uno de los policías le indica que que abra el maletero y ¡sorpresa! —Prohibido —le dice el agente de malos modos. —¿Por qué? —Prohibido —es su única respuesta.
A un movimiento de cabeza del policía, un par de menor rango empiezan a sacar las cajas del maletero. Cuando están todas afuera —apiladas una encima de la otra—, le indica que vaya a aparcar el coche. El Kalvo, diligente, hace lo que le pide y entonces, al regresar no da crédito a lo que ve. Las cervezas han desaparecido por arte de magia. Y empieza la función.
—¿Dónde están mis cervezas? —Ya se lo he dicho. Está prohibido. —Quiero mis cervezas. —Está prohibido.
El policía sólo repite la palabra prohibido pero se niega a darle ninguna explicación. El Kalvo insiste. El policía se hace el loco. El Kalvo se desespera. El policía atiende a otros vehículos. El Kalvo no se da por vencido y reclama lo que es suyo. —Ya se lo he dicho. Está prohibido. —De acuerdo, discúlpeme… no lo sabía. Devuélvemelas y regreso a España. —Habla con mi superior.
El contador se pone a cero. El Kalvo sabe que es la táctica del desgaste y se prepara para afrontarla. Sigue reclamando sin pausa sus cervezas. Llega un momento en que el policía no puede hacerse más el sueco y —otra vez— lo manda a buscar a su superior.
Y así es como el Kalvo consigue, finalmente, hablar con el oficial de más rango. Y con éste ya van tres. Era como D.S —un chaval de nuestra clase y que siempre iba muy arreglado— me explicará luego una vez en casa. No vestía de uniforme, si no una camisa y un corbatín de esos baratos. Llevaba el pelo engominado y medía metro y medio. Pero, al menos, con él, pude hablar.
—Está prohibido entrar más de un litro de cerveza —le explica—, la ley sólo te permite entrar un par de cajas. —Vale. Pues devuélveme el resto y me las llevo a España. —No se puede.
El Kalvo continúa erre que erre y al policía cada vez le cuesta más argumentar lo que a toda regla es un robo. —¿Por qué no puedo? Todavía no he entrado en Marruecos… —¿Tienes el ticket? —Sí —y acto seguido se lo muestra—. Yo sólo quiero mis cervezas.
A lo que el policía responde —y sé que cuesta de creer pero es verdad— literalmente:
—¡No me rayes!
Él, tan políticamente correcto, y tener que escuchar eso de un agente de la ley, aunque sea marroquí… Se queda mudo. Finalmente, el engominado —que supongo estará más que rayado— acepta devolverle las dos cajas permitidas por ley y avisa a unos policías que andan por ahí para que vayan a buscarlas. En cinco minutos reaparecen con las cervezas y al cargarlas en el maletero se confunden y le dejan cuatro en vez de dos. El Kalvo sabe que si lucha acabará por obtener las dos restantes pero está cansado y tiene ganas de llegar a casa. Muy a su pesar, y sabiendo que le acaban de tomar el pelo que no tiene, abandona 24 botellas de cerveza de su marca preferida y emprende el camino de regreso a Tánger.
Es viernes santo. Día de descanso y oración.