Revista Libros
No seré yo quien desmienta que Amy Martin era en realidad la esposa de Carlos Mulas, pues es bien conocido que el trabajo provoca urticaria y anafilaxis en los medradores seculares y cazadores de cholletes.En todo caso, este escándalo ejemplifica a la perfección el modelo de clientela y pesebrismo que pudre cualquier cosa que permanezca a menos de diez leguas de un político.Los tres mil euracos de vellón que se embolsaba Mulas, o su mujer, por estos artículossoporíferos, fieros competidores de la valeriana y la dormidina, constituyen el protoparadigma de la corrupción de segundo grado en la que se ceban las manos derechas y allegados a los mandarines oficiales de los partidos, esos rostros sin nombre pero con bolsillo insaciable, como los de Harpo, que le valen al oficio de político el mal nombre que se ha ganado.En estos manejos, cargos cosméticos, asesorías innecesarias e informes que nunca llegan a ver la luz, se entierran millones de euros de dinero de todos para mayor provecho y engrase de la maquinaria que mueve a los partidos. Admito que estos casos son menos vistosos que las amnistiadas cuentas suizas de Bárcenas, incluso menos mal vistos, si bien, mientras persistan, ningún político tiene derecho a quejarse por la mala fama de su casta.