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Raudo viaje del mito a la nada: Punto límite: Cero (Vanishing point, Richard C. Sarafian, 1971)

Publicado el 15 mayo 2023 por 39escalones

Raudo viaje del mito a la nada: Punto límite: Cero (Vanishing point, Richard C. Sarafian, 1971)

Cuando en los años setenta, como resultado de la convulsa década anterior y ante la catástrofe de la guerra de Vietnam, la contracultura estadounidense cantó el fin del sueño americano, pocos veían venir la resurrección neoconservadora que se avecinaba a finales del decenio y que reinstauró con fuerza su trono inamovible en los ochenta (hasta hoy), recuperando los tradicionales valores de la era Eisenhower y ofreciéndolos esta vez bajo el fácil y atractivo envoltorio del sentimentalismo hueco y el entretenimiento infantilizador, exitosamente exportados al resto de Occidente. Antes de que el llamado Nuevo Hollywood muriera a manos del blockbuster, sin embargo, hubo algo más de diez años de un cine inusitado, ambicioso, complejo, adulto, repleto del desencanto y la autocrítica propios de su tiempo de crisis política, institucional, económica y social, pero sobre todo moral, y que, lejos de dar respuestas, se ejercitaba en el sano propósito de formular preguntas. El agotamiento del mito americano, la búsqueda de un nuevo sentido, de una común filosofía renovadora, tuvo una de sus puestas en escena más recurrentes, tal vez por influencia de la generación beat, en la idea de viaje, en el relato de una singladura que permitiese recorrer distintas geografías del país y, por tanto, servir para mostrar un estado de situación, un contraste, un mosaico del pasado y el presente que alentara la reflexión acerca de cómo debía construirse el futuro. Simbólicamente, ante la sensación de camino sin salida, el cine se volcó en reflejar ese tránsito en la dirección contraria a lo que en Hollywood siempre había sido moneda común: si la épica norteamericana se había construido sobre la conquista del oeste, la exploración de las praderas, la lucha contra los indios, las caravanas de los pioneros, la fundación de pueblos y ciudades, la llegada del telégrafo y del ferrocarril, y, como resultado de todo ello, la implantación de la ley y el orden, es decir, de la política, en un viaje desde el Atlántico al Pacífico, este cine de los años setenta se esforzaba por replantear las cosas desde el origen, y por tanto, su plantilla, en una especie de vuelta a las esencias, a la pureza de la nación, era la inversa, el viaje a las fuentes, al este, a Washington, Nueva York o Filadelfia, a los lugares fundadores, al origen de los Estados Unidos. Así, Walt Coogan (Clint Eastwood), un sheriff del estado de Arizona, se desplazaba a Nueva York para hacerse cargo de un detenido en La jungla humana ( Coogan's Bluff, Don Siegel, 1968); en Easy Rider (Buscando mi destino) ( Easy Rider, Dennis Hopper, 1969), la pareja de moteros protagonista viajaba de Los Ángeles a Nueva Orleans para asistir al Mardi Gras; en Cowboy de medianoche ( Midnight Cowboy, John Schlesinger, 1969), Joe Buck (Jon Voight) intentaba mudarse también a Nueva York desde Texas; en Carretera asfaltada en dos direcciones ( Two-lane Blacktop, Monte Hellman, 1971), se planteaba una carrera de coches que desde el Medio Oeste tenía que finalizar de nuevo en la ciudad de los rascacielos... Punto límite: Cero, no obstante, no juega en esa línea, no contempla la posibilidad de reencontrar un nuevo sentido volviendo a los orígenes, buscando ideas, pretextos, sentidos y esperanzas para una nueva refundación. El guion de Guillermo Cabrera Infante es mucho más pesimista: no hay salida alguna; el único sentido es el camino, el viaje en sí mismo. La única libertad real que cabe es la que uno mismo se proporciona, la conquista personal de la propia vida.

Kowalski (Barry Newman), un empleado dedicado al negocio del alquiler de coches, apuesta a que es capaz de conducir un Dodge Challenger de 1970 desde Colorado para entregarlo en la ciudad de San Francisco en menos de dos días. Eso implica conducir sin detenerse, sin dormir, sin descansar, a toda velocidad, por las carreteras y desolados parajes que desde el oeste miran hacia el océano Pacífico, con ayuda de estimulantes, si hace falta, y sorteando como puede el variopinto grupo de personajes que en tan breve tiempo irán salpicando su travesía y, en ocasiones, dificultándola, retrasándola: pilotos competidores, una sexi autoestopista (Charlotte Rampling, cuyas escenas se suprimieron del montaje final), un cazador de serpientes (Dean Jagger) destinadas a las ceremonias de una estrafalaria comuna religiosa, dos atracadores homosexuales (Anthony James y Arthur Malet), unos hippies admiradores... Y, por supuesto, la policía de Colorado, Nevada y California, que irá tras él para detenerle. Su única compañía constante, la voz de Super Soul (Cleavon Little), el disc-jockey ciego de una de las emisoras de radio más populares y escuchadas del territorio, que primero ilustra el viaje musicalmente con un buen puñado de clásicos del momento y que, a medida que la pretendida hazaña de Kowalski gana repercusión, popularidad y simpatías, en particular de los jóvenes y los hippies, se va convirtiendo en su guía, su conciencia, su confesor, su aliento, lo que a su vez acarreará al locutor, y también a su productor, ambos de raza negra, los previsibles e inevitables problemas, esta vez no con la ley sino con los elementos más ultramontanos de la localidad. El director, Richard C. Sarafian, que tras dos largometrajes en Inglaterra estrenó ese mismo año El hombre de una tierra salvaje ( Man in the Wilderness, 1971), con Richard Harris y John Huston, extraño western que es la versión original de El renacido ( The Revenant, Alejandro González Iñárritu, 2015), imprime a la película el ritmo acelerado, vertiginoso, pero, en sus plásticas composiciones del coche rompiendo el horizonte, también de un acentuado lirismo, que encuentra sus respiros en cada uno de los encuentros del protagonista y también en los flashbacks, incrustados con mayor o menor fortuna y, en general, no demasiado pertinentes ni muy bien resueltos, con los que se ilustra la historia del personaje: de su pasado como veterano de Vietnam y policía de San Diego, expulsado del cuerpo tras un episodio poco claro, a su éxito como piloto de carreras de motos y coches, abandonada tras un traumático accidente; de su prometedora relación con una mujer a su soledad casi propia de los héroes errantes del western... Estos insertos, aunque avanzan algunos aspectos de la personalidad del lacónico Kowalski que luego engarzarán con los datos que sobre él proporciona la policía, ralentizan y dispersan la acción y la sacan del tono general y de la finalidad última del argumento, que sirve a la idea de contraponer esa ansia de libertad, esa aspiración de autorrealización propia de los setenta, frente a las fuerzas que compulsiva y obsesivamente obstaculizan e impiden la consecución de esas aspiraciones. Esas fuerzas pueden ser oficiales (la policía de distintos estados o el FBI) o bien expresión del ala más conservadora de la sociedad americana, que es la que se revuelve contra Super Soul y su emisora, dejando traslucir el racismo latente en la vida pública a pesar y más allá del reconocimiento de los derechos civiles y la teórica igualdad legal. La metáfora más expresa al respecto que plasma la película es la de las excavadoras que la policía coloca en mitad del camino, en el pueblo que Kowalski debe atravesar en su entrada desde Nevada a California, para impedir el paso del Dodge Challenger y capturar al escurridizo conductor. Una barrera infranqueable ante la que solo cabe dar la vuelta o estrellarse. La policía no sale especialmente bien parada en la película, en ninguna de las distintas vertientes que se muestran de su trabajo: incompetente, torpe, represora, arbitraria, cruel y abusiva. Así, mientras Kowalski, su coche y quienes le ayudan, Super Soul o los hippies que le proporcionan sus estimulantes, son la sociedad libre y colaboradora, desinteresada, profundamente humana, la policía es la represión, las ataduras, la constricción, la oficialidad, el Gobierno al margen de los deseos y los intereses pueblo, si no contra ellos.

Catapultada a la nebulosa categoría "de culto" prácticamente desde su estreno, elevados Kowalski/Barry Newman y su Dodge blanco a símbolos de una época, en parte gracias a su impactante y pesimista final, que permanece inevitablemente en la retina, a la luminosa fotografía de John H. Alonzo, que saca todo el partido a la áspera belleza del desierto y a las rectilíneas serpientes de asfalto que lo cruzan, y a los clásicos del rock, el soul y el funky que radia Super Soul, la película representa el estado de ánimo de su tiempo, del absurdo al nihilismo, dejando todo el protagonismo para el capítulo central entre uno y otro, es decir, para el viaje propiamente dicho, el acto de desplazarse, de moverse, durante el que tiene lugar el retrato, en distintas fases, de eso que llaman la condición humana. La vida es el viaje; nada menos, pero tampoco nada más. Al mismo tiempo, geografías y destinos concretos aparte, la película vuelve a esas esencias buscadas por sus contemporáneas, al clasicismo, a la tradición. Kowalski no deja de ser un cowboy moderno, un personaje desarraigado y solitario que arrastra traumas no cerrados del pasado y que busca en cada misión, en cada viaje, en la entrega de cada vehículo en cada uno de los lugares donde debe llevarlos, un sentido que es imposible de aprehender, porque no existe. Un ser eternamente errante que, como el Ethan Edwards de John Wayne en Centauros del desierto ( The Searchers, John Ford, 1956), no puede establecerse, echar raíces, encontrar un espacio al que pueda llamar hogar, crecer y multiplicarse. Un género y un tipo de hombre (o de mujer) que se agota en sí mismo sin llegar nunca a completarse, un inadaptado sin tiempo ni sitio, condenado a la soledad y a perderse en el desierto. Carente de toda salida que no sea la que nos aguarda a todos, pero cuyo supremo sentido de libertad le permite elegir el momento y el lugar para ese final. Sin los condicionamientos de torpeza e incapacidad que mueven a sus pobres imitadoras y discípulas Thelma y Louise (Ridley Scott, 1991); muy al contrario, con una conciencia, una liturgia, un ritual más próximo al tono elegíaco de Pike (William Holden), Dutch (Ernest Borgnine) o los hermanos Gorch (Ben Johnson y Warren Oates) en su paseo final camino de la apoteosis violenta de Grupo salvaje ( The Wild Bunch, Sam Peckinpah, 1969). El sentido de toda una vida reducido y concentrado en una pregunta que planea por encima de todo, sobre amigos y adversarios: "¿por qué no?"


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