Puesto porJCP on Jun 19, 2015 in Autores
I. La democracia moderna descansa sobre el dogma de la representación de los electores, por contraposición a la democracia directa ateniense. Pero la representación política es un concepto que dista de ser trivial, y no designa una realidad empíricamente aprehensible. Que un diputado votado por sus electores sea legitimado como representante de éstos para toda una legislatura, en toda la diversidad de asuntos que puedan llegar a ser objeto de discusión parlamentaria, que esa legitimidad de origen pueda desdoblarse en una permanente legitimidad de ejercicio, requiere de un acto de fe por parte de los destinatarios del mando. La legitimidad no tramita otra cosa que relaciones de poder y dominación, y su función y sentido no son otros que los de dar conformidad a una situación originariamente usurpatoria; la legitimidad prevalece cuando los despojados renuncian a contestar tal usurpación, y se tambalea en cuanto la obediencia es cuestionada. En las modernas democracias, tal usurpación recibe el nombre de representación, y su legitimidad viene dada por el sufragio universal.
No obstante, si se me admite un pequeño excurso, la crítica de la noción de legitimidad no debería en ningún caso ignorar o hacer caso omiso de la evidencia histórica de que ninguna forma humana de sociedad, ningún lazo comunitario, ha podido prevalecer sin unos preceptos a los que prestar obediencia indiscutida. Guglielmo Ferrero, en su obra Poder. Los Genios Invisibles de la Ciudad, nos recuerda que los revolucionarios aciertan cuando denuncian como frágiles los fundamentos que prestan legitimidad a un poder. Siempre serán frágiles, toda legitimidad lo es. Pero yerran si creen que tal debilidad vuelve aceptable todo acto de desobediencia. En este dilema de imposible solución me iluminó mi amigo Óscar V. Martínez: “(…) la tragedia anida en el propio concepto de desobediencia. A la vez que remonta a la barbarie incluyendo en su acepción el recurso a la violencia (aunque esta sea empleada contra uno mismo), es expresión de la condición humana más civilizadamente refinada, al constituir una de las barricadas de la libertad contra la tendencia totalizadora del Estado.”.
II. Que la democracia y el liberalismo tienen orígenes históricos y fundamentos ideológicos diferentes lo ilustra la vieja polémica entre Walter Bagehot y John Stuart Mill acerca del sistema electoral en el Reino Unido. Se trata de un asunto que está lejos de ser trivial: la transformación de millones de voluntades supuestamente autónomas, monádicas, inconcertadas, como el fetiche Individuo de la Ilustración exigiría, en unas pocas voluntades uniformadas por la mediación de los representantes políticos, es un hecho que, si no fuera una pura ficción destinada a legitimar la obediencia al poder, sería digno de estudio por la metafísica y la teología. Cuando dos mentes tan lúcidas como Walter Bagehot y John Stuart Mill, ambos miembros del Partido Liberal, discrepan acerca de un asunto tan importante como el sistema electoral, ello es señal evidente de que la cuestión dista de estar clara. Sus puntos de vista respectivos están desarrollados en The English Constitution, de Bagehot, y On representative government, de Stuart Mill. Y una muy notable recensión de este asunto se halla en la obra de Carl J. Friedrich, Der Verfassungsstaat der Neuzeit.
¿Qué era lo que enfrentaba a Bagehot y a Mill? Ni más ni menos que las distintas concepciones de la función y el sentido del Parlamento. Para Bagehot, la función esencial era hacer viable la gobernabilidad del país, es decir, hacer perdurable el apoyo al Gabinete. Por eso defiende el sistema mayoritario: simplemente como un medio de cerrar el paso a la fragmentación del parlamento, una forma de limitar la proliferación de opciones políticas por la vía de establecer, mediante el sistema electoral, barreras que les dificultaran la obtención de diputados. Walter Bagehot es honesto, en ningún caso oculta sus motivaciones eminentemente antirrevolucionarias: el temor a una “legislación de clase”, que tanto él como Stuart Mill tenían, era lo fundamental. Solo de forma secundaria menciona Bagehot el inconveniente de que, con el sistema proporcional, los diputados se vean férreamente sujetos a los dictados de su partido, pero no es una motivación democrática lo que impulsa este temor, sino la convicción de que los dirigentes de los partidos tienden a ser irresponsables y a propagar doctrinas disolventes y, como hoy dirían por aquí, “populistas”. A Bagehot le preocupa mantener la acrisolada tradición británica antisubversiva.
Distinta es la preocupación de John Stuart Mill: él considera que el parlamento tiene que ser un fiel reflejo de la distribución ideológica del cuerpo electoral, y por eso propugna un sistema proporcional.
Es muy significativo que ambos, Bagehot y Mill, compartan una terminología que acaso hoy nos resulte extraña: Bagehot llama al sistema mayoritario sistema de “distrito obligatorio”, porque el elector está férrea e indisolublemente ligado al distrito electoral en el cual está censado; Mill llama al sistema proporcional sistema de “distrito voluntario”, porque los electores votantes del mismo partido, aunque con distribuciones territoriales separadas entre si, se asocian para enviar un representante al parlamento. En el sistema de Bagehot el fundamento de la representación es territorial; en el de Mill, es ideológico. La argumentación de Bagehot es funcional; la de Stuart Mill es moral. Por eso es imposible el entendimiento entre sus posturas respectivas.
Los detractores de la representación proporcional deberían abstenerse de presentar a Walter Bagehot como un abanderado de la democracia representativa: no era la representatividad de los electores el motivo de su rechazo a las leyes electorales proporcionales. Pero, como más adelante se verá, John Stuart Mill está preso de serias contradicciones en su aparente preocupación por la idea de justicia en la cual ampara su defensa de la representación proporcional. Cuando esta idea de justicia entra en conflicto con su temor a una “legislación de clase”, el resultado es confuso.
III. ¿Cómo intenta conciliar Stuart Mill la exigencia democrática del sufragio universal con su preocupación por una “legislación de clase”? Es un asunto ampliamente tratado por C.B. Macpherson en La democracia liberal y su época y acaso sea este uno de los aspectos menos afortunados de la obra de Stuart Mill. No se hace ilusiones acerca del uso del derecho al voto que puedan hacer los titulares del mismo; considera que la tendencia natural del ser humano es el egoísmo, y sabe perfectamente que la división de la sociedad entre una poco numerosa clase empleadora y una muy numerosa clase trabajadora es inevitable en el modo de producción capitalista. ¿Qué pasaría en esta tesitura si se concediera el sufragio universal respetando el principio de “un hombre, un voto”? Que la clase trabajadora haría prevalecer, con su voto, una legislación beneficiosa para ella y perjudicial para la clase empleadora. Que a la larga el perjuicio de la clase empleadora pudiera arrastrar consigo a la propia clase trabajadora es solo una consecuencia indeseada que no afecta al hecho mismo de que el sufragio universal favorecería la implantación de una legislación de clase en beneficio exclusivo de los trabajadores. ¿Cómo salir de este atolladero? En su On Parlamentary Reform de 1959 sostiene Stuart Mill que todos han de tener derecho al voto; pero no todos los votos pueden tener el mismo peso. Dos años después, en On Representative Government admite que el derecho al voto no puede concederse indiscriminadamente, en particular no puede concederse a los iletrados y analfabetos, y tampoco a los beneficiarios de los subsidios a la pobreza. La contradicción entre la defensa por parte de Stuart Mill del derecho de participación política como medio de emancipación del ser humano y la exclusión de ese derecho de los que se hallan en la peor de las situaciones de sometimiento es aquí flagrante: en tal tesitura, los no emancipados no podrían emanciparse nunca.El sistema plural de voto defendido por Stuart Mill como medio de contener la legislación de clase tendría de paso el beneficio de “otorgar mayor peso a aquellos cuya opinión tiene derecho a gozar de mayor consideración” (On Representative Government). Conviene ceder la palabra a C.B. Macpherson para explicar los detalles de la postura de Stuart Mill:
Los empleadores, los hombres de negocios, y los profesionales son, en general, por el carácter de su trabajo, más inteligentes o están más informados que los asalariados corrientes, y por eso deberían tener más votos. A los capataces, por ser más inteligentes que los peones, y a los obreros especializados, por ser más inteligentes que los no especializados, también se les podría conceder más de un voto a cada uno. A fin de satisfacer la estipulación de Mill de que la clase trabajadora como un todo no debería tener más votos que la clase empleadora y terrateniente, a los miembros de esta se les debería atribuir más de un voto a cada uno, pero Mill se excusó de elaborar los detalles. Cuando más se acercó a hacerlo fue en su On Parliamentary Reform , en la que sugirió que si el obrero no especializado tenía un voto, el especializado debería tener dos, el capataz quizá tres; el labrador, el fabricante o el comerciante tres o cuatro; el profesional o el literato, el artista, el funcionario público, el graduado universitario y el miembro electo de una sociedad erudita, cinco o seis.
La gradación establecida por Stuart Mill refleja claramente no solo su preocupación por evitar la legislación de clase, sino también su inclinación por dar preeminencia a las clases de instrucción más avanzada. Se mezclan, en su postura, la aceptación del modo de producción capitalista, con la idea, en modo alguno exclusiva de él, de la conveniencia de un gobierno de intelectuales. Su indudable preocupación por el sometimiento de las clases trabajadoras , que le ha hecho acreedor al calificativo de socialista por no pocos liberales y anarcocapitalistas, no le impidió, sin embargo, aceptar su sumisión al paternalismo político de las clases superiores.
La importancia del pensamiento de Walter Bagehot y de John Stuart Mill radica sobre todo en que ambos ponen de relieve, con razones complementarias, no solo la diferencia conceptual entre el parlamentarismo y el liberalismo por un lado y la democracia por otro, sino los orígenes históricos, muy diferentes, de la realidad política que implican.
Juan Sánchez Torrón