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Ready Player One, pajazas ochenteras

Publicado el 29 marzo 2018 por Cineenserio @cineenserio

Hablemos de Ready Player One, la novela escrita por Ernest Cline —un pajillero de los 80 que rezuma narcisismo por cada poro de su piel— en la cual se dedica a canalizar sus fantasías más sexuales y ególatras, bombardeándonos con un sinfín de referencias a la cultura pop hiladas por un amago de historia más propia de un fanfic de tres al cuarto que del best-seller en el que finalmente se convirtió. Lo peor es que este señor no sólo se hizo de oro con su aberración literaria, sino que además llamó la atención de gente tan influyente como George R. R. Martin o Steven Spielberg. Este último, por supuesto, es el que ha dirigido la adaptación cinematográfica que hoy se estrena en salas españolas.

Siendo positivos, quedaba claro que con un titán como Spielberg detrás de las cámaras teníamos la garantía de que, como mínimo, no nos íbamos a encontrar con un completo desastre. Por desgracia, el guión de la película lo firmaba el propio Ernest Cline, así que ya podíamos ir descartando una hipotética mejoría con respecto al material original. Como os podéis imaginar, mis expectativas estaban por los suelos. Esto ha jugado a su favor, claro, porque me esperaba un truño tan grande que a poco que no me ofendiera demasiado iba a salir satisfecho. Y así ha sido. Con matices.

Con un inicio que no puede describirse de otra forma que no sea como un vómito de explicaciones, el guionista consigue que nos perdamos en la trama casi antes de empezar. Acompañado, cómo no, de un derroche de CGI que nos recuerda que no estamos viendo una película sino el tutorial de un videojuego. Tanto es así que llega un punto en el que al menos yo preferiría que me dieran un casco de realidad virtual y ponerme a jugar yo mismo a OASIS en lugar de ver a otro capullo haciéndolo durante dos horas. Pero hay que tener muy en cuenta una cosa: Ready Player One está enfocada a la generación que disfruta consumiendo gameplays narrados por adolescentes con sinusitis.

Lo cierto es que la historia no es demasiado complicada, lo que pasa es que Ernest Cline se empeña en contárnosla con la punta de su polla. La trama consiste, a grandes rasgos, en un chaval que quiere follarse al avatar de una pelirroja que ha conocido dentro de un mundo virtual lleno de referencias ochenteras. Para que os hagáis una idea, es es como si San Junipero lo hubieran escrito los instigadores del Gamergate. Pero la trama es lo de menos, porque lo que verdaderamente le interesa al escritor y guionista es mostrar en pantalla un festival de guiños cómplices al espectador que haya consumido las mismas películas y jugado a los mismos videojuegos que él. Sí, algunas pueden esbozarnos una tímida sonrisa en el rostro durante unos segundos, pero la mayoría no funcionan porque están integradas tan a machete y suceden a una velocidad tan frenética que nos perdemos la mitad al pestañear o simplemente nos morimos de saturación.

Ready Player One está ambientada en una sociedad distópica donde OASIS —un videojuego de realidad virtual—, consiste no sólo en el mayor entretenimiento evasivo de una población jodidísima por la pobreza que les rodea, sino que además es una enorme potencia económica en sí mismo. Su creador, un señor más forrado que Steve Jobs, escondió un huevo de pascua en el juego antes de morir para que quien lo encontrara tuviera todo el control sobre el mismo. Heredando también toda su fortuna en el proceso, por supuesto. ¿Y cómo pueden los jugadores encontrar ese huevo de pascua? En esencia, memorizando toda la cultura pop con la que su creador estaba obsesionado. Es un problema cuando el supuesto mundo distópico que te presenta una película parece más bien el sueño erótico de su guionista. Y si resulta que la clave para disfrutar del film consiste en haber consumido los mismos productos que Ernest Cline, ¿significa que estamos viviendo ya en esa distopía?

Reflexiones apocalípticas a un lado, hay que decir que no todo es malo en Ready Player One. La selección musical está bastante bien, aunque dé un poco de rabia que tanto temazo haya sido malgastado en una producción que no se los merece. Lo que viene a ser el efecto Escuadrón Suicida, vaya. Y no sólo pasa con la música. La presencia de Simon Pegg y Mark Rylance delante de las cámaras, al igual que la de Spielberg detrás de ellas, también parece absolutamente desaprovechada. Aunque consigan elevar unas décimas la calidad del producto final, no sé hasta qué punto salía a cuenta. La cosa se crece cuando Spielberg quita el piloto automático y se acuerda de que es el puto Steven Spielberg marcándose alguna secuencia genuinamente molona para el recuerdo.

Muy de agradecer también que se hayan rebajado considerablemente los segmentos más problemáticos —y, por qué no decirlo, más machistas— de la novela. Por momentos, hasta parece que el director quiere reírse un poco de lo puto friki que llega a ser Ernest Cline. Son pequeños matices, ínfimos, microscópicos, muy sutiles, pero que me hacen inmensamente feliz. Lástima que no hayamos conseguido librarnos también de una trama amorosa de lo más plana y con tramos ridículos para enmarcar (la escena de la marca de nacimiento es, os lo juro, de traca).

Estoy seguro de que la experiencia se haría mucho más llevadera si su insufrible tercer acto no se alargase tanto como lo hace. Y todo para que, al final, la moraleja de Ready Player One sea que tenemos que apartarnos de la consola, abrir la ventana para que se airee un poco la cuadra, salir a la calle y dejar de ser unos gordacos sebosos. Que ya vamos teniendo una edad para dejar de masturbarnos pensando en avatares.

Una cosa le concedo: es fundamentalmente inofensiva.

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