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Según las noticias de los grandes medios, un estudio dice que “los creyentes son menos inteligentes que los ateos“. Un servidor, que se está volviendo cínicamente apático, o apáticamente cínico –rezo cual bobalicón, rasgo que supongo me viene por parte de padres católicos, para que sólo sean las calores—, pincha en el enlace a la revista científica en cuestión para encontrarse con lo que su inteligencia –que debe venir por parte de abuelo materno, republicano de cepa rondeña, de aquellos que llamaban mariquita al cura del barrio—, ya le soplaba en las neuronas: que el asunto no va tanto de ideas como de activación del gen del aborregamiento, que tarde o temprano se acabará descubriendo, no quepa duda.
Pero vayamos por partes.
Tras leer el titular del estudio, mi herencia abuelina me dice que no siga, que no hace falta, que es secundario para el asunto, pues el estudio va de que los inteligentes tienden a ser ateos y tal, y que las personas con menos coeficiente intelectual tienden a ser creyentes y más tal.
Es obvio y superficial hacerlo explícito pero, por si acaso hubiera muchos creyentes leyendo esto, habrá que dejar claro un asunto de lógica elemental: que los inteligentes tiendan a ser ateos no significa que todos los ateos sean inteligentes, y que las personas con menor capacidad analítica, pues a ese aspecto de la inteligencia se refiere el estudio, se vayan por la acera de la fe, no signifca que los creyentes del planeta deban ser de la especie equus africanus –mola decirlo en terminología científica, como las misas antiguas—.
La inteligencia a que alude el estudio en cuestión se refiere a un tipo muy concreto: la capacidad de razonar, planear, resolver problemas, pensar de forma abstracta, comprender ideas complejas, aprender rápido y aprender de la experiencia.
Dicho esto, inteligencia emocional, empatía y otros factores como la capacidad introspectiva son otros aspectos a tener en cuenta a la hora de evaluar las habilidades intelectuales de cada cual.
Vale…
Entonces, ¿la mala interpretación de quienes escribieron las noticias de los medios de masas y la fe del pueblo en su veracidad…?
Quizás el problema es que haya más creyentes en el mundo de los que se piensa, incluso sin saberlo, pues en el aturdimiento cerebral del creyente, los casos más graves deben ser tan memos que se creen ateos. Si no, no se explica.
Por la popularidad de la notica según Google, los ateos del mundo lo han celebrado como si de un credo de fe se tratara. Fe por partida doble, fe en en historias de segunda mano tergiversadas y fe en todo aquello que les confirma en su ideario sin necesidad de comprobarlo. Como los seguidores de cualquier religión.
¿Habrá quienes han hecho del ateísmo una religión?
Entonces, entre creyentes memos que se creen ateos y ateos que actúan como creyentes, se podría entender que la paradoja trascendiera a un nivel superior de cretinismo.
Si los creyentes son unos zopencos, y los ateos se comportan cual creyentes, el mundo está lleno de zoquetes. Tantos que ya no hace falta malinterpretar estudio alguno.
A estas alturas, la inteligencia se antoja una cuestión de dogma, no hay prueba alguna que confirme su existencia, todo lo contrario… pero no hay que perder la fe, quizás algún día se descubran fósiles de organismos inteligentes y se puedan clonar los genes, quién sabe.
Verás la risa como aparezcan enterrados con un rosario…
Detrás de toda esta i-lógica mal planteada, el problema de base es que hay mucha peña que anda, y andará, dando vueltas en torno a asociaciones simplonas sin querer ir más allá.
Esta entrada no va de religiones, ese sería otro tema relacionado con lo social y lo político. Se trata de qué ha sido de las capacidades de toda una sociedad que se deja llevar encantada por tanta falta de pensamiento crítico.
Quien se aferra a un dogma, “proposición que se asienta por firme y cierta y como principio innegable de una ciencia” según la R.A.E., aun sin un dios a imagen de las estampitas que lo avale, no parece demasiado inteligente…
Así que el asunto no va de religiosos y ateos, sino de pertenecer o no a lo que en su día Ortega y Gasset llamó hombre masa.
Masa es todo aquel que se deja llevar por la corriente social del momento, no tiene reparos en saberse vulgar y repudia todo sistema de valores que no privilegie el placer personal. Más aún, hace de la mediocridad una señal de identidad y la lleva con orgullo, pues lo importante en la vida es su bienestar, independientemente de cuáles sean las causas que permitan dicho bienestar. Su forma de vida no acepta moral alguna.
En una sociedad de masas, la frivolidad es el impulso de toda acción.
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Para llegar a este estado, ya desde los tiempos de Ortega se veía en la expansión de la técnica y el utilitarismo asociado la clave de la deshumanización, forma positiva de aludir a la animalización del homo sapiens.
Hay que entender que esta responsabilidad de la técnica no reside en la ampliación del alcance y manejo de las herramientas de que los humanos siempre se han valido, sino de la conversión de un medio en un fin.
La técnica, en tanto que aplicación del conocimiento científico, es proveedora del bienestar. Pero en cuanto que el conocimiento científico se asoció con el industrialismo y los códigos del capitalismo, se desvinculó de la causa de ese bienestar, la cultura en que se sustentaba y por la que se regía para beneficiar al ser humano, y se convirtió en un fin por sí misma, eso que se dio en llamar “progreso”, a la que todo ser humano había de someterse, quedando reducido a un simple recurso que vive para ser usado y que, tras su desgaste, es reemplazado por otro hombre con la misma frialdad con que se sustituye la pieza de una máquina cualquiera.
De garante de las necesidades, la tecnología se transformó en creadora de lo superfluo. Y lo superfluo, de capricho artificial, por acción de la “cultura” que ahora dirigía los pasos de la técnica, se convirtió en necesidad natural.
La era tecnológica, donde ésta es el fin último, se rige por un pragmatismo que ha convertido al hombre masa en el nuevo bárbaro contemporáneo, y ni siquiera los estudios superiores sirven ya para salvarlo del embrutecimiento a que ha sido sometido por la banalidad y el hedonismo. Es un tipo cerrado en su parcela de conocimiento “técnico” y satisfecho de sus limitaciones que, especialista en su esfera, se comportará cual obtuso orgulloso de serlo en el resto de esferas que desprecia.
Técnica, masa y consumismo quedaron unidas en tanto que, según diría el filósofo checo Jan Patočka, eliminaron al “hombre espiritual”. Y no cabe confundir espiritualidad con religión, como se sigue haciendo en esta sociedad de masas. La espiritualidad es una cuestión de conocimiento y de interiorización en los asuntos del ser que va más allá de la simple oposición entre lo religioso y lo secular, en cuanto que es un aspecto inherente al ser humano y no una mera creación social.
Es a través de la espiritualidad que se puede alcanzar la integridad necesaria para convertirse en individuos sólidos y no en simple masa maleable. Como se decía en otro artículo sobre la honestidad intelectual, para “no dejarse llevar por la autocomplacencia, la autogratificación, el desprendimiento del pensamiento crítico y el olvido de toda dignidad intelectual”.
<img class="aligncenter size-full wp-image-7840" alt="radio" src="http://i1.wp.com/www.erraticario.com/wp-content/uploads/2013/08/radio.jpg?resize=438%2C319" data-recalc-dims="1" />
Jung estableció dos enfoques básicos para el comportamiento de una persona:
Un tipo de persona se hace atrás cuando el mundo se le acerca, otro instintivamente se acerca a ese mundo exterior. Jung denominó al movimiento hacia el mundo exterior extraversión […] y a la retirada hacia uno mismo introversión”.
(Robertson, Introducción a la psicología junguiana)
Además de los dos tipos de actitud, distinguió cuatro funciones que usamos para relacionarnos con el mundo: pensamiento, sentimiento, sensación e intuición.
La sensación y la intuición son funciones perceptivas. Las utilizamos para adquirir datos que después procesamos mediante el pensamiento y el sentimiento. El pensamiento identifica y clasifica la información que hemos adquirido mediante la sensación o la intuición. El sentimiento le asigna un valor; nos dice qué cosas son valiosas.
Pensamiento y sentimiento son funciones racionales. Sensación e intuición, irracionales. Obviamente, hay que descartar aquí las connotaciones negativas a que estamos acostumbrados por la época.
Cada función tenía un propósito y cada una de ellas era igualmente válida cuando era utilizada para su propósito correspondiente. Cada una de ellas quedaba asimismo invalidada cuando se la utlizaba para sustituir inadecuadamente a otra función.
Para los extravertidos, sólo existe el mundo exterior, pues les resulta muy difícil darse cuenta de su propio mundo interior. Cuando están quietos, “sólo escuchan la información procedente del mundo exterior”, no son conscientes de sus propios pensamientos. Pueden estar tan sintonizados con el entorno que se comportan como camaleones para encajar en cada nuevo escenario.
Para los extravertidos, es casi imposible imaginar cómo los introvertidos pueden negar los “hechos” del mundo exterior. Los extravertidos no son siempre conscientes de que esos hechos han sido coloreados por sus propios procesos interiores inconscientes. Los introvertidos son siempre conscientes de que todo lo que saben del mundo es cómo éste aparece en su propia mente.
El tipo introvertido ha sido considerado peyorativamente en la actual cultura occidental, algo que confronta con otras culturas como, por ejemplo, y por irnos lo más lejos posible durante un segundo, la tradicional japonesa, donde se mira con desaprobación la extraversión. De la misma forma, las funciones de sentimiento e intuición han sido consideradas inferiores al pensamiento y la sensación.
El proceso de individuación por el que alguien puede aspirar a algo más que a dejarse llevar por la masa pasa por integrar los diversos aspectos de la psique y no discriminar ninguno.
Limitar el concepto de inteligencia a un tipo de pensamiento analítico es, precisamente, la herencia necesaria para que una sociedad de masas pueda seguir adelante, pues se basa en el predominio de aquellos rasgos que favorecen el consumismo y lo tecnológico como útiles evasivos y en la discriminación de las capacidades intelectuales que conducen a la introspección y al desarrollo de una conciencia crítica con las “cosas obvias”, aquellas que no se cuestionan y que, según demuestra la historia, son las que encierran los grandes errores de todo sistema.
En el caso del nuestro, la cosa obvia es el dogma de fe en que cree todo buen materialista.
Las religiones institucionalizadas y el ateísmo militante comparten el mismo tipo de masa.
Sin que debamos confundir las partes con el todo…
Obvio.
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