Revista Psicología

Reclusiones 6

Por Yanquiel Barrios @her_barrios

En el año 1963, el Ministerio del Interior británico publicó una guía para los ciudadanos con las medidas que debían tomarse en el caso de un ataque nuclear. Era la época de la Guerra Fría, y el librito explicaba entre otras cosas cómo fabricarse un refugio en la propia casa. Lo más apropiado era disponer de un sótano, que debía acondicionarse de tal modo que hubiera primero un "núcleo" donde resistir el impacto inicial, una especie de cubículo fabricado con sacos de arena, colchones y puertas, casi del tamaño de una madriguera, y permanecer encerrados las siete primeras horas. Tras ese período se podía pasar a la zona más amplia del sótano, debidamente preparada con lo necesario para resistir una semana sin salir al exterior, luego de lo cual se podría iniciar la reconstrucción de Gran Bretaña.

Poco después de dicha publicación, las autoridades de la ciudad de York reforzaron esta propaganda mediante una exhibición permanente para mostrar en escala real cómo era un sótano transformado en refugio y la manera de organizarlo. No conformes, en el año 1965 decidieron llevar a cabo una prueba que se conoce como "El experimento de York". Tres mujeres jóvenes se presentaron voluntarias para pasar tres días completos en uno de estos refugios. Tres mujeres que la crónica de la época describió como enérgicas, inteligentes y plenamente conscientes de aquello a lo que se comprometían.

Llevaron por su cuenta la serie completa de novelas de James Bond, material de costura y tejido, y permanecieron las siete horas iniciales en el núcleo que medía un metro por uno y medio, sufriendo dolorosos calambres. Una vez pasado ese momento, se deslizaron a la zona más amplia, donde de inmediato fueron presa de una apatía que duró los dos días y medio siguientes. Incapaces de leer, ni apenas cocinar ni hacer ninguna de las tareas manuales, se asomaron por fin a la luz en un estado de evidente trastorno anímico. No habían logrado dormir, pese a tomar tranquilizantes, y aunque el Comité de Defensa Civil de York consideró que el experimento había sido un éxito, nunca se conoció a ciencia cierta ni lo que se pretendía demostrar ni las conclusiones que se extrajeron. Tampoco se difundió una información fiable sobre las razones por las cuales las tres mujeres salieron tan afectadas, teniendo en cuenta que el tiempo que permanecieron encerradas fue corto, se prestaron voluntarias, y por supuesto sabían que solo se trataba de un simulacro.

El Experimento de York, sin embargo, fue extremadamente útil para poner de manifiesto la cantidad de decisiones estúpidas y absurdas que los responsables de la seguridad de los ciudadanos pueden llegar a realizar. No se necesitaba un ataque nuclear para saber que esta clase de refugios caseros sería absolutamente inútil, y que el comienzo de la reconstrucción de Gran Bretaña siete días después era una fantasía para niños, aunque cabe suponer que las autoridades de York lo creyesen con mejor buena fe que cuando Trump exige la reapertura inmediata de todas las actividades de su país.

Esta pandemia no tiene la capacidad de destrucción masiva comparable a la de una guerra nuclear, pero ha venido en la serie de las amenazas que comenzaron con la bomba atómica y continuaron con el terrorismo a escala global. Pasado el peligro atómico inminente, y con un aparente descenso de las organizaciones terroristas, se pone en evidencia que el estado bélico debe continuar para beneficio de todos. Siempre conviene tener una carrera armamentística a mano, un enemigo al que se pueda nombrar y por supuesto las metáforas que exalten la batalla. Tras algunas décadas elogiando y promoviendo las virtudes del individualismo como bien soberano, ahora toca el llamado a la unión de intereses. "De esta tendremos que salir todos juntos", oímos de boca de políticos que hasta hace poco no habrían propuesto jamás esta forma de acción. Incluso algunos pensadores conciben la posibilidad de un comunismo reformado como salida a la crisis. Nada de esto va a ocurrir, desde luego. En el sálvese quien pueda todo vale, incluso la subasta de material sanitario entre franceses y americanos en los aeropuertos. El llamamiento a una nueva humanidad unida puede acompañarse de connotaciones religiosas y morales muy curiosas: hay quienes creen que la Naturaleza nos está haciendo pagar lo que le hemos causado. Es indudable que el virus no es un accidente biológico ajeno a la erosión humana, pero no hay ninguna intencionalidad ejemplarizante en los desastres ecológicos que verificamos. El Ártico no se derrite para castigarnos. Reemplazar a Dios por la Naturaleza no arroja grandes ventajas, a menos que lleguemos a la conclusión de que soportar todo esto y seguir siendo posmodernos sea exigirnos demasiado a nosotros mismos. Quizás no tengamos más remedio que manotear a toda prisa algunas creencias si queremos estar mejor preparados para la próxima catástrofe. Es probable que tener la aplicación de Zoom instalada no sea suficiente, y que algún dios alternativo no nos venga mal para pasar la siguiente cuarentena.

Las mascarillas protegen del virus, pero no sirven gran cosa para el otro miedo grande que se avecina...


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