Tenía 9 años cuando supe lo que era el infierno. Todavía estábamos superando una guerra y los españoles nos moríamos como chinches. Primero fue mi hermano y después mi madre a los que se llevó la tuberculosis. Yo me quedé a cargo de mi abuela pero la mujer era viejita y pensó que mejor que con ella estaría en el Preventorio infantil de Guadarrama. Aquella mañana me puso mi abrigo gris y unos zapatos a los que se pasó media hora sacándoles brillo. “Tienes que estar guapa”, me dijo. Y me llevó de la mano, con más pesar que otra cosa, a lo que ella pensaba que era un sitio mejor… pero que acabó siendo mi peor pesadilla. “Esta niña no ha hecho la comunión, eso hay que arreglarlo”, dijo la monja mientras hablaba con mi abuela de que no tenía nada de que preocuparse, que me iban a cuidar bien, que allí tendría una buena alimentación y medicinas… Yo no entendía nada, pero cada vez le agarraba la mano más fuerte a mi abuelita. Recuerdo pasarme el primer día entero llorando, y recuerdo que las monjas me amenazaban con dejarme sin cenar, y entonces yo lloraba más. Me llevaron a una habitación donde había un hombre vestido de negro que se me acercó y me dijo que se llamaba Don Mauro. Me contó que allí había muchas niñas, que me lo pasaría bien, que hacían excursiones, y eso me tranquilizó.
Resultó que Don Mauro era el sacerdote y quien me daría la primera comunión. Yo había oído hablar de ello, pero mi padre había muerto en la guerra, luchando con el bando republicano, y mi madre no pudo o no quiso ocuparse de esos menesteres. Esa misma tarde Don Mauro me dijo que empezaríamos las clases de catequesis, ya que las demás niñas ya estaban terminando y la misa sería en unas semanas. Me pareció bien, me caía bien Don Mauro, mejor que la monja gruñona. En la primera clase no noté nada raro, él me hablaba con voz muy pausada, casi en susurros, me pasaba la mano por el hombro para felicitarme por la letra tan bonita que tenía y, cuando terminamos, me dio un caramelo a cambio de un beso en la mejilla al que me respondió con un “Buena chica”. Al día siguiente no lo pasé mejor. Me hicieron un reconocimiento médico, me pincharon unas vacunas, me cortaron el pelo, me obligaron a ducharme con agua fría… Y, después de la siesta (que nos obligaban a echárnosla sin poder prácticamente ni movernos), llegó mi hora de volver a catequesis.
Cuando llegué y llamé a la puerta escuché “Pasa mi niña”, y me dirigí apresuradamente a la misma silla en la que me había acomodado el día anterior dispuesta de nuevo a ser una buena chica, pero Don Mauro me dijo que mejor me sentara en el sofá junto a él. Estuvimos hablando de Dios. Yo nunca había hablado con nadie de este tema, en mi casa no se hablaba nunca de Él. Y, mientras me contaba historias de la Biblia, Don Mauro me acariciaba la rodilla. Yo no le di importancia, hasta que poco a poco fue subiendo por el muslo. Tuve un escalofrío y entonces él quitó la mano, se levantó a coger un libro y me leyó algunos textos que yo tuve que copiar en mi cuaderno hasta que por fin llegó la hora de irme. Esta vez también hubo caramelo, pero ahora después del beso me pidió que le abrazara “Te huele muy bien el pelo, Sofía”, “Gracias, Don Mauro”, sonrió “Tú puedes llamarme tío, cariño, pero no se lo digas a las demás niñas ¿Vale? Que si no se enterarán de que eres mi favorita”. Salí tan contenta… Era la favorita de Don Mauro. ¡Yo! Que allí nunca era la favorita de nadie.
El Preventorio era un lugar horrible. Las niñas lo pasábamos fatal. Las monjas nos pegaban por cualquier motivo, prácticamente no nos dejaban beber agua, la comida estaba malísima, y si vomitabas te obligaban a comerte tu propio vómito… Nosotras obedecíamos y callábamos. Y yo sentía que allí el único que se preocupaba por mí era Don Mauro, así que esperaba con impaciencia el momento de ir a recibir catequesis con él. Algunos días me pedía que me sentara en su regazo, y me leía la Biblia mientras me acariciaba el pelo. Otros días me pedía que me pusiera de pie, que abriera las sagradas escrituras por alguna página en concreto y que le leyera yo a él. Decía que tenía una voz muy dulce. Y siempre nos despedíamos con un beso o con un abrazo. Un día me dijo “¿Sabes cómo se despiden las niñas buenas de sus tíos, Sofía? Con un beso en los labios”, y me besó mientras me agarraba los mofletes y yo permanecía inmóvil. “Muy bien, cariño, ya puedes irte, hasta mañana”, “Hasta mañana, tío”, y me iba saboreando mi caramelo.
Una tarde de un día lluvioso, el día antes de la misa de la comunión, entré a la sacristía y Don Mauro estaba caminando de un lado a otro, inquieto. Noté desde un principio que algo no iba bien, me puse nerviosa, pero no le di importancia. “Pasa, niña, pasa”, se acercó a la puerta y cerró con llave. Me pareció raro porque nunca cerraba con llave. “Ven, siéntate en mi regazo. Hoy no vamos a leer la Biblia. Mañana ya harás la comunión con nuestro Señor y quiero que me cuentes si te han gustado las clases y qué has aprendido”. Yo obedecí y empecé a contarle, de manera muy torpe, todo lo que para mí significaba lo que me había estado enseñando. Él, como otras veces, me acariciaba la rodilla y subía poco a poco metiendo su mano dentro de mi falda. Después, disimuladamente, pasaba la mano por su entrepierna y emitía un soplido. De repente empezó a sobarme por todas partes, yo le pedí que parara, pero él no paró. Y entonces sucedió. Recuerdo minuto a minuto cómo fue, recuerdo su olor, sus palabras tranquilizadoras al oído, sus jadeos, mi corazón a mil por hora, recuerdo el dolor, el miedo, intentar escapar pero no conseguirlo, mi resignación, llorar en silencio, sus besos de los que yo me apartaba con asco… “Muy bien, cariño, lo has hecho muy bien. Pero esto será un secreto entre tu tío y tú ¿Vale? Mañana, después de la misa, tengo un regalo para ti, para mi niña favorita. Ven, dame un beso antes de irte”, se lo di, asustada, mientras él deslizaba el caramelo entre mis dedos, pero esta vez no fui capaz de comérmelo, ni esa noche pude dormir a causa de las pesadillas.
Efectivamente no le dije nada a nadie, estaba segura de que no me iban a creer y seguro que me ganaba algún bofetón. A la mañana siguiente las monjas me vistieron con un vestido blanco largo y un velo, me hicieron dos trenzas y me colgaron un crucifijo muy largo del cuello, y así ataviada, con el resto de niñas, me llevaron a la Iglesia, donde nos esperaba Don Mauro. Yo no podía parar de pensar en lo que había pasado el día anterior. No sabía por qué, pero me sentía mal, y me sentía culpable, porque Don Mauro me quería, y yo no tenía por qué sentirme mal. Además, era su favorita, y él no quería hacerme daño, él sólo me trataba así porque yo era una buena chica. Me daba tanta vergüenza… Cuando acabó la misa salimos todas a jugar a la puerta de la iglesia, y vi como él salía y me llamaba con la mano. Me acerqué despacio, cabizbaja, sin mirarle a la cara, y él me dio la enhorabuena por lo bien que lo había hecho y me dijo que tenía mi regalo en la sacristía, que me acercara por la tarde a recogerlo. Era una Biblia nueva, encuadernada en cuero, con los bordes de las páginas dorados. “Para que sigas leyendo, venga, abre por la página 575”, me dijo. Y después volvió a pasar. Y así pasaron muchas veces. Demasiadas. Muchísimas más de las que recuerdo. Muchísimos años.
Cuando cumplí los 15 mi abuela falleció. Me sentí completamente sola y asustada, así que hablé con la superiora para decirle que quería ser monja. No tenía donde ir, ni nadie que se ocupara de mí, y esa fue la única manera que encontré de garantizarme cobijo y sustento. Doña Enriqueta, que así se llamaba, se puso en contacto con las hermanas de un convento cercano y me concedió una entrevista para que me conocieran. Procuré hacerlo lo mejor posible, necesitaba salir de allí y alejarme de Don Mauro y, efectivamente, me aceptaron y, por fin, pude abandonar aquel infierno. Estuve un año haciendo el aspirantado y otros dos con el postulantado, hasta que por fin fui ordenada novicia. Mi superiora estaba contenta conmigo, decía que era una buena chica… No me gustaba oír esas palabras, me traían demasiados recuerdos. Supe, por noticias que llegaban de vez en cuando del Preventorio, que Don Mauro seguía oficiando misas y, por lo que comentaban las hermanas (sin terminar de hablar nunca), más niños fueron víctimas de este señor, de manera sistemática y con total impunidad, ante el silencio cómplice y el encubrimiento de toda la comunidad eclesiástica.
Cuando, por fin, terminé mi juniorado pedí que me destinaran a una casa que tenía mi hermandad en Senegal, donde las monjas daban clases a niñas en un colegio y ayudaban a los médicos en el hospital. Debido a mi buen comportamiento no me costó mucho que me destinaran allí, aunque procuré no dejar de tener contacto con mis hermanas de Madrid. Hacía mis pesquisas y así averigüé que a Don Mauro le habían alejado del Preventorio porque una niña le había delatado. Supe que le habían trasladado a otra ciudad, primero de “retiro espiritual”, y que después había empezado a ejercer otra vez en otra localidad. Procuré no perderle la pista, aunque me costó. Estuve 10 años en Senegal, los mejores de mi vida. Allí las personas eran muy distintas a las que había conocido en mi infancia, mucho más nobles, más humildes, más generosas… incluso las monjas con las que convivía. Cuando ya había pasado esa década, en una de mis habituales llamadas de teléfono, me enteré de que Don Mauro se había retirado y que ahora estaba viviendo en una Residencia sacerdotal, donde los curas jubilados estaban bien cuidados. Era mi oportunidad. Hablé con mi superiora y le pedí el traslado. Ya llevaba muchos años allí, me hacía mayor, y quería volver a mi ciudad, y más concretamente a aquella Residencia. De primeras me dijo que no podía ayudarme porque no tenían ninguna plaza, que podía conseguirme otra en otro lugar, pero no, yo quería ese.
Tuve que esperar dos años. Dos largos años donde descubrí que si para algo me había servido aprender a rezar fue para hacerlo todas las noches para que Don Mauro siguiera vivo. Por fin, una mañana, llamaron y me avisaron de que una monja de la Residencia había fallecido, y su plaza me la habían adjudicado a mí. Me monté en el avión de vuelta con los nervios a flor de piel, y de la misma manera llegué a mi nuevo destino, donde las hermanas me recibieron con mucho cariño y me enseñaron mi habitación. Ese día no hice nada más, pues entre el viaje y el cambio de temperatura (en España era invierno), lo único que me apetecía era meterme en la cama. Aunque esa noche, como tantas otras, tampoco pude dormir.
A la mañana siguiente me levanté con el estómago encogido, me vestí, y salí al salón a ayudar con los desayunos. Y allí estaba él. Estaba muchísimo más mayor que la última vez que le vi, ya era un anciano, e iba en silla de ruedas. Pero aun así no pude sentir pena por él. Me fui acercando uno a uno para darles los buenos días y para preguntarles si necesitaban ayuda, hasta que llegué a su mesa. “Buenos días, padre, déjeme que le abra el paquete de galletas”, y en ese momento me miró. Me estremecí, tuve miedo de que me reconociera, pero lo que más me impactó fueron sus ojos. Esa mirada que mil veces vi posada sobre mí de manera lasciva. “Gracias, hija”… Su voz… Me dieron ganas de vomitar. Sonreí como pude y me fui corriendo al baño. Cerré la puerta tras de mí, con la respiración entrecortada, mareada. Estuve allí encerrada unos minutos. “Tienes que ser fuerte”, me dije. Aguardé un poco más hasta tranquilizarme, me mojé la cara y volví a salir.
Los días en la residencia eran todavía más tediosos que en el convento si cabe. Yo ya me había acostumbrado a Senegal, a estar rodeada de niños corriendo, de madres cantando, de gente viva, y aquello era como un cementerio de muertos vivientes. Don Mauro era muy amable con todas, pero poco a poco conseguí lo que quería, volver a convertirme en su favorita. Todas las mañanas le servía el café, hacíamos alguna broma sobre el tiempo, o sobre las noticias. Hija, me llamaba. Y mientras lo hacía sentía que volvía a despertar sus instintos. Después de unos meses allí me dije a mí misma que era el momento. Aquel día, después de la comida, como siempre, Don Mauro me pidió un café solo. Yo me dirigí a la cocina y, mientras le echaba el azúcar, le eché también unas gotitas de un bote que llevaba en el bolsillo. Se lo acerqué al salón, donde estaban todos viendo la tele, y esperé paciente a que se lo tomara. Cuando se durmió, arrastré la silla despacio fuera de las miradas de la gente, a la capilla.
Y aquí estoy. Le he colocado en el altar, junto al púlpito, está plácidamente dormido, como si nunca hubiera roto un plato, como si sus manos nunca hubieran mancillado mi cuerpo. Pero esas manos ya no volverán a tocarme. Le ato, le amordazo, él emite algún sonido pero sigue completamente adormilado. Me quedo un rato mirándole y sigo sin poder sentir pena por él. De repente le abofeteo. No se despierta. “Cabronazo”. Otro bofetón, esta vez más fuerte. Nada. Le vuelvo sacudir. Ahora ya sí que se espabila y abre los ojos de par en par. Está completamente aturdido, desorientado, y no tiene ni puta idea de lo que está pasando. “Hola, Don Mauro ¿se acuerda de mí? O quizás no debería llamarle Don Mauro. Quizá debería llamarle tío”. Veo en sus ojos que me ha reconocido. “Llevo muchos años esperando este momento”. Meto la mano en mi bolsillo mientras huelo su miedo. Saco cuidadosamente mi Biblia, la de las páginas con los bordes dorados. Él no da crédito a lo que está viendo. Me pongo frente a él, abro la página 1.061 y leo:
Mateo 7:15
“Guárdense de los falsos profetas que vienen a ustedes en ropa de oveja, pero por dentro son lobos voraces. Por sus frutos los reconocerán. Nunca se recogen uvas de espinos o higos de cardos, ¿verdad? Así mismo todo árbol bueno produce fruto excelente, pero todo árbol podrido produce fruto inservible; un árbol bueno no puede dar fruto inservible, tampoco puede un árbol podrido producir fruto excelente. Todo árbol que no produce fruto excelente llega a ser cortado y echado al fuego”.
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