
Mendigo en la playa de oro,
de Jordi Sierra i Fabra,
Madrid, Pearson/Alhambra, 2006.
198 págs., 6.50€.
Literatura juvenil
Por Javier Munguía
Uno de ellos se llama Claudio, tiene 18 años y, además de estudiar, trabaja en una institución de voluntariado cuidando ancianos que no se pueden valer por sí mismos. Es un joven noble, está enamorado por primera vez y tiene toda la vida por delante. El otro se llama Ricardo y es un octogenario solitario y de mal carácter que se ha roto la cadera y, por lo tanto, necesita cuidados especiales. Los protagonistas tienen su primer contacto, pues, en calidad de enfermero y enfermo.
Al principio, el agrio temperamento de Ricardo hace la labor de Claudio una tarea infausta. Conforme se vayan conociendo, sin embargo, el viejo no podrá resistirse al encanto de esa amistad desinteresada y transparente que le ofrece el muchacho. Entonces la vida de ambos personajes cambiará sin vuelta atrás: cada uno se conocerá más a sí mismo gracias a la mirada atenta, a ratos incómoda por aguda, del otro.
Mendigo en la playa de oro se mueve entre dos ámbitos aparentemente opuestos, la juventud y la vejez, pero que se revelan en la lectura como similares en cuanto a umbrales: uno, de la vida adulta; el otro, de la muerte. Este inminente cambio de estadio exige de los protagonistas una reflexión a fondo de sus experiencias y decisiones pasadas, de tal modo que el joven construya una identidad coherente con lo que siente y piensa, y el viejo no deje asuntos inconclusos que puedan amargarle el tiempo que le queda de vida.
Con una prosa ágil, aderezada de muchos diálogos, y una estructura sencilla y lineal, pero muy eficaz, esta novela seduce a su lector porque le habla sin afectación y con ternura de temas que a todos nos tocan. Tiende puentes de solidaridad y empatía, además, entre sus personajes, de tal modo que saca a la luz ese sustrato humano común a jóvenes y viejos, mujeres y hombres, blancos, amarillos y negros.
Jordi Sierra i Fabra, su autor, es sin duda un rey Midas de la literatura. Historia que su pluma toca se vuelve, como por ensalmo, en un festín para sus lectores. El instinto de narrador le sobra, y sabe cómo divertir, asustar o conmover, o las tres cosas a la vez, según se lo proponga. No nos ahorra el dolor con el que está amasada la vida, pero también da su lugar al amor, que de algún modo nos redime, y a la esperanza. Mendigo en la playa de oro es una elocuente muestra de su talento.