Revista Arte
Meterle mano a “Las Cuatro Estaciones” de Antonio Vivaldi, de entrada, no parece una buena idea. Estos cuatro conciertos de il prete rosso veneciano son, probablemente, la obra musical más conocida del barroco –con permiso de la “Tocata y Fuga en Re Menor” de Bach, el “Aleluya” de Händel y el “Adagio” de Albinoni–, y por el mismo motivo tomada ya con recelo por un sector firme de aficionados a la música clásica que encuentran en Vivaldi una ligereza e inmediatez alejadas de valores como la complejidad, gravedad, compromiso y ambición que representan formas más robustas como las misas solemnes o la sinfonía romántica. Poco importa que Vivaldi fuera un incansable compositor de óperas y un refinado autor de música de iglesia –recomendación: el motete “Nulla In Mundo Pax”–; la historia (reciente; su música no fue realmente ‘descubierta’ y estudiada hasta el siglo XX) le juzga en general como un mercenario que escribió una y otra vez el mismo concierto, hasta 500 veces, para diferentes príncipes y electores de Europa del ancien régime, y a “Las Cuatro Estaciones” como un clásico popular ‘demasiado fácil’.
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