En el barrio donde vivía conocía a tres tías buenas. Había muchas más, pero que yo conociera de hablar y tal, tres.
Tenían perro y eso une.
También conocía a Follatori. Un fumador empedernido de cuarenta y pico, pequeño y pelo de rizos grises.
Folatori tenía manos de llevar toda la vida recogiendo zanahorias desde el amanecer, pendientes de botón, pantalones técnicos rojo butano, forro polar quechua y un número impar de piezas dentales.
Lo que no tenía era perro. Aún así siempre andaba por el parque a la hora de pasear al perro.
Un día, al despedirse, Follatori agarró la mano de una de esas tías buenas de las que te hablaba. Ángela, de veintipocos.
Una señora se escandalizó, otra le aclaró que está bien. Que Follatori había roto con Carmen. Carmen era la más buenorra de las tres buenorras.
La historia no duró mucho. Follatori pronto conoció con Deborah. O Debora, o Deborá, no sé.
Me encantaría revelarte la técnica de Follatori pero la desconozco, nunca intercambié más de cuatro palabras con él, suficiente para poder asegurarte que por intelecto no era.
Espero que el consejo de hoy esté claro.
Que da igual cómo de listo te creas, cuánto ganes o cómo de orgulloso estés de tu trayectoria.
También da igual cuántas excusas pongas para justificar tu situación o esa batalla que acabas de perder.
Absolutamente igual.
Eres un mierda.
Existen por ahí algunos seres extraordinarios, superdotados del éxito, que te mean en la cara.
Que desde la máxima humildad te demuestran que no necesitas tanto, que no has conseguido tanto y que podrías estar mucho mejor si te dejaras de gilipolleces e hicieras lo que hay que hacer.
Que solo estás a una buena decisión de distancia de lo que sea que más deseas.
Te dejo una buena, no una tía pero sí una decisión.
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