Revista Cultura y Ocio

Recuerdos de Marboré

Publicado el 22 junio 2013 por Benjamín Recacha García @brecacha
Lago de Marboré helado

Lago de Marboré helado

El lago de Marboré es uno de los parajes más mágicos que conozco. Se encuentra a casi 2.600 metros de altura, rodeado de impresionantes moles calcáreas, en pleno Pirineo Aragonés. Es un lago de origen glaciar, y lo que lo hace tan mágico es el hecho de poder encontrarlo helado en pleno verano. Ya hace algunos años que no lo visito y, teniendo en cuenta el ritmo vertiginoso al que está desapareciendo el impresionante glaciar del Monte Perdido, es posible que en esta época ya ni siquiera lo adornen los pintorescos icebergs. La foto que encabeza este artículo está tomada hace unos veinte años. Aquel verano estaba congelado casi por completo.

Para llegar hasta él hay que superar 1.300 metros de desnivel en apenas 6 km. Podéis imaginar, pues, que no se trata precisamente de un paseo. La excursión comienza en el Valle de Pineta. Si llevamos un buen ritmo, constante, unas tres horas después alcanzamos el Balcón de Pineta, donde nos recibe el imponente Monte Perdido, al que durante todo el recorrido sólo hemos podido vislumbrar. Desde el Balcón, que, como habréis podido deducir, lleva tal nombre por las espectaculares vistas que ofrece de todo el valle y buena parte del Pirineo, nos queda una caminata de media hora entre rocas y hielo hasta el lago.

Monte Perdido

Monte Perdido

Si preguntáis en la caseta de información del Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido os dirán que es una excursión muy dura que os exigirá cinco horas como mínimo de subida y algo menos de bajada. Se puede hacer en menos… o en más.

Subí por primera vez con 6 años. Éramos un grupo familiar bastante numeroso… e inconsciente. De aquel día recuerdo tres cosas: a uno de los padres de la comitiva bañándose en calzoncillos en el lago (que no recuerdo si estaba helado), a mi padre bajando a toda pastilla por laderas tapizadas de hierba que usaba como tobogán… con mi hermano que aún no tenía 4 años subido en los hombros, y a mí mismo tropezando, ya casi llegando abajo del todo, en un camino por el que no pasaban dos personas una al lado de la otra, con la pared de la montaña a un lado y el río Cinca que bajaba rugiente entre las rocas, al otro. No me faltó mucho para acabar de compañero de juegos de alguna trucha.

La ruta se hizo eterna y puso de manifiesto lo inconscientes que eran aquellos adultos pseudohippies llevando a sus hijos de excursión por senderos que claramente no, repito, no están indicados para niños. Dos años después volví a subir, y así sucesivamente hasta que hace 3 o 4 años prohibieron la acampada en el Valle de Pineta.

Otra cosa que recuerdo vivamente del trayecto es aquellas familias, con abuela y casi bebés incluidos, equipados todos sus miembros con una gorrita, camiseta de tirantes y zapatillas deportivas muy poco consistentes, que, a las cinco de la tarde, cuando tú ya estás saboreando el inminente contacto del cuerpo con el césped de la pradera de acampada y, por tanto, ellos se encuentran al inicio del recorrido, te preguntan: “¿Queda mucho para el lago?” Los repasas de arriba abajo y de izquierda a derecha y piensas: “Siendo optimistas, un par de semanas”.

Marboré… Sólo oír la palabra ya impone. Quienes veraneábamos en Pineta le profesábamos un gran respeto. Era la excursión culminante, el reto para el que había que prepararse física y mentalmente. “Este año me parece que no voy a subir”, era la frase que denotaba derrota, la que nadie quería tener que pronunciar. Para mí, regresar a casa sin “hacer” Marboré era como dejar las vacaciones a medias.

Un año, debía ser 1987 o 1988 porque me acuerdo de que incordiábamos a los franceses con  que Perico Delgado había ganado el Tour, decidimos prepararnos a conciencia para subir a Marboré en condiciones. Así que un par de días antes de la cita cumbre nos fuimos a “hacer piernas”. A la cabeza, mi padre, guiando a un entusiasta grupo de adolescentes dispuestos a comerse cualquier montaña que se les pusiera por delante. Total, que salimos a eso de las 9 de la mañana con la idea de hacer unos kilómetros por la carretera que lleva hasta Bielsa. A medida que avanzábamos nos fuimos animando y cogimos el desvío a una pequeña aldea llamada Espierba. Cuando la alcanzamos, dijimos: “¿Y por qué no seguimos hasta La Estiva y desde allí bajamos a la acampada?” Y eso hicimos. Hasta que nos dimos cuenta de que las provisiones que habíamos cargado eran insuficientes a todas luces para un recorrido tan inesperadamente prolongado. Sedientos y hambrientos no nos quedó más remedio que seguir adelante (estábamos demasiado lejos como para dar la vuelta) y confiar en que la madre naturaleza nos proporcionara algún pequeño torrente y/o árbol frutal (algún integrante de la comitiva quiso pasarse de listo y lo pillamos comiéndose un fuet/longaniza a escondidas, sin intención alguna de compartirlo). Cuando llegamos a los llanos de La Estiva estábamos absolutamente perdidos y exhaustos, pero finalmente logramos orientarnos y, bajando campo a través como las cabras, dimos con el camino que nos conduciría hasta la acampada. Total, que estuvimos como doce horas andando por la montaña, recorriendo el equivalente a cuatro subidas a Marboré. No recuerdo si ese año acabamos subiendo al lago.

En fin, que la palabra Marboré me trae a la memoria los mejores veranos de mi vida, sensaciones increíbles sintiéndome en armonía con la naturaleza, insignificante rodeado de montañas inmensas y a la vez gigantesco contemplando un paisaje incomparable desde las alturas.

Cuando les explicaba a mis amigos del cole que en las vacaciones había estado en un lago que tenía hielo en agosto creían que les tomaba el pelo. Ni aun enseñándoles las fotos acababan de creérselo. No se lo reprocho, porque incluso a mí me resulta difícil creer que un lugar tan increíble exista y que forme parte de mi historia personal. Me siento muy afortunado por haber tenido la oportunidad de disfrutar de aquellos veranos de Pineta.


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