Fueron pasando los minutos, tal vez las horas, y aquel hombre no se movía. De vez en cuando se alzaba de puntillas, como queriendo elevarse y levantar el vuelo, al igual que un tímido aguilucho que practica antes de surcar los cielos por primera vez. Pero al cabo de un momento, volvía a apoyar sus talones. No apartaba la vista del río. ¡No se movía apenas! Yo estaba aterido, pues llevaba mucho tiempo también sin moverme y la humedad de aquel lugar hacía que el frío fuese insoportable. Di unas patadas al suelo para tratar de entrar en calor y entonces él levantó su cabeza y, desde la distancia, me miró.
–¿Te agrada el espectáculo? –gritó con una voz fuerte y grave.
No supe cómo reaccionar. Hasta ese momento, aquel hombre había sido poco más que una sombra chinesca que representaba su espectáculo para mí. No esperaba, ni remotamente, que yo pudiera llegar a interactuar con él.
–Deberías de subirte al muro para tener una mejor perspectiva –dijo a continuación, volviendo a posar su mirada en el río. Mi presencia no pareció molestarle. Incluso me dio la impresión de que estaba acostumbrado a aquel tipo de interrupciones.
–¿Por qué quieres saltar? –me atreví, finalmente, a preguntar, atribulado. Era como si, tras haber sido sorprendido presenciando una escena íntima de una persona desconocida, con aquella pregunta ridícula y simple quisiese evitar la vergüenza de haber sido pillado.
–Deberías de preguntarte por qué quieres saltar tú, amigo. ¿O acaso estas aquí por otra cuestión?
No supe que responder. Aquel personaje conocía mis intenciones, y eso no me gustaba.
–¿Qué sabes tú lo que yo quiero hacer?
–Creo, compañero, que más que tu mismo. Te sientes culpable de algo terrible, lo sé, y no esperas ni siquiera tu propio perdón. El único deseo que te mueve es correr hacia el Infierno, con la esperanza de que sus tormentos sean dignos de tu culpa. Pero yo te digo, amigo, que aquí, en la Tierra, en éste mundo depravado y mísero, encontrarás sufrimientos aún más terribles que los que mi señor Satanás te pueda propiciar en su reino. Créeme si te digo que tus ansias de sufrimiento se verán más que satisfechas.
–¿Qué puede existir peor que el Infierno? –grité, contrariado.
–El Infierno es un lugar terrible, sí, lo reconozco. Yo lo visito cada noche. Allí, supuestamente, penan las almas de todos aquellos que pecaron a los ojos de tu dios, ese que os dictó unas reglas para que vivierais como personas civilizadas y que castiga sin piedad a todo aquel que no las cumple. Pero él no dice nunca nada. Dudo de que realmente exista. Sin embargo, lo que sí existe es un ejercito de curas a sus órdenes para perseguir a los pecadores. ¡A todos se les impone una pena! A muchos, la muerte. Pero esos curas son unos hipócritas. Su boca, mediante la Inquisición, condena, pero el brazo que ejecuta es el secular. ¡No quieren mancharse de sangre sus sotanas negras! Siempre han sido sumisos al poder de la tierra, en lugar de al poder de los cielos, porque siempre han pretendido vivir de privilegios. Su maestro, Jesús, fue el hijo de un humilde carpintero y nunca tuvo más que su túnica y sus sandalias. Pero sus seguidores están ávidos de dinero y poder. Bendicen al cacique y solamente luchan contra él cuando ven peligrar sus prebendas. Reparten sus migajas con los desamparados, pero acumulan tesoros. Ellos se atreven a juzgar y a condenar, aún cuando Jesús nunca lo hizo, y se atreven a hablar en nombre de Dios, cuando Dios ha permanecido mudo durante milenios.
Pero ignoran que el único que juzga y condena realmente es mi Señor. Satanás los recibe sentado en su trono y les muestra su miserable vida de pecado para asignarles después el tormento que se merecen. Él es el que realmente condena, es el que realmente castiga, no tu dios. Y si sientes temor ahora mismo por tu alma, es gracias a Satanás, que te espera, y no a ese dios perdido desde el inicio de los tiempos. Mi Señor es temible, pero justo. Si no cometes pecado, nada has de temer. Ese es el principal mandamiento. Para evitar el Infierno no tienes que hacer la voluntad de tu señor, ni convertirte en su esclavo. Solamente tienes que salir airoso el día que te juzgue Satanás, y él es más pragmático. Sabe lo que es negociar, ceder y recompensar.
Si mi Señor no desea castigarte, será la prueba más rotunda de que nunca habrás cometido pecado. Y en tu caso, cuando estás tan desesperado por sufrir un castigo terrible que alivie tu culpa, cuando egoístamente esperas que él sacie tu sed de justicia y te devuelva a un estado de paz interior, que, aún sufriendo los tormentos del Infierno, aliviaría tu alma atormentada, es muy posible que desee castigarte perdonándote. Recordar durante toda la eternidad ese crimen tan terrible sabiendo que nunca en la vida tu alma descansará en paz es el peor castigo que se me ocurre. ¿O acaso tú habías pensado otro peor?
¡Maldita sea el diablo! Nunca hubiera creido que existiera algo peor que la tortura eterna. Mi culpa es inmensa. Tan grande que ni siquiera mil infiernos podrían reunir los suficientes tormentos como para, tras toda una eternidad, ver mis pecados expiados. Y eso era lo que yo pretendía quitándome la vida desde aquel puente, acceder, por la puerta grande, a esos infiernos. ¡Pero que triste es mi vida! Ni tan siquiera he visto la frontera de ese reino de terror que tanto ansío, cuando un simple emisario ya me vaticina cosas peores. ¡Vivir junto a mi Dios siendo impuro! ¿Existe, acaso, tormento peor?
¡Pero no, esto no es posible! Su palabrería y sus promesas son las tretas típicas del diablo. Satanás no tiene el poder de enfrentar mi alma atormentada a Dios. Estaba, sin duda, ante un engaño.
–¿Cómo es posible que Satanás pueda anular las condenas de Dios, siendo él un mero ser creado, al igual que yo, de su voluntad? ¿O ocaso no fue expulsado del Cielo por un poder superior? Creo, seguidor del diablo, que no quieres más que engañarme con alguna oscura intención –le repliqué. Y fue entonces cuando, sin hacer el más mínimo ruido, caminando por encima de la barandilla del puente, aquella sombra se desplazó hasta mi lado. La oscuridad apenas me permitía ver los detalles de su rostro, pero me dejó aterrado una tenue luz blanquecina que su cuerpo generaba; luz que, ahora me daba cuenta, había permitido hasta ese momento que pudiera ver aquel engendro a pesar de la distancia. ¡No cabía duda de que aquello era una aparición fantasmal!
–¡Conoces poco tus Sagradas Escrituras, amigo mío! –me gritó el fantasma–. En el libro del Apocalipsis se dice que será en el día del juicio final cuando se juzgará a los muertos. Ese día, y no otro. Hasta que el ángel no toque su trompeta, tu dios no tiene nada que decir. Es más, hasta que llegue ese día, el único dios en la tierra es mi Señor Satanás. Y es él el que se apodera de las almas para castigarlas. Cuando llegue el día del juicio final será inevitable otra nueva guerra entre tu dios y el mío, en la que, estoy seguro, está vez Satanás triunfará frente al intento traicionero de tu dios de apropiarse de las almas que ha despreciado siempre. Él se fue y las abandonó, y fue mi Señor quien se ha ocupado de ellas. Pero hasta entonces, tu alma pertenecerá a mi Señor, no lo dudes. Y será él quien elija tu castigo, como ya te he dicho.
Me vi perdido. Aquel ser de ultratumba hablaba de las Escrituras como nunca había yo escuchado. Si el juicio aún no ha llegado, ¿quienes son los curas para condenar?
–¿Qué quieres de mi, demonio infernal?
–Tú buscas sufrir por tu pecado, padecer para expiar. Buscas el castigo ejemplar. Es por ello que tu castigo solo puede ser expiado obligándote a repetir, una y otra vez, esa aberración que tanto te hace sufrir. ¡Tu castigo será repetir tu pecado, eternamente! Así, esta agonía que sufres ahora, la verás multiplicada por mil y así comprenderás que el mal en éste mundo es necesario. Si no fuese así, ¿cómo se castigaría tu pecado? ¿Cómo se castigan todos los pecados si no es aplicando un mal mayor al ya cometido? Los hombres lo llamáis justicia, y la representáis ciega. Pero la realidad es que la justicia es Satanás, el único que aplica el mal con la finalidad de castigar.
Me quede mudo. No podía soportar siquiera tratar de traer a mi mente mi terrible pecado, así que no era capaz de imaginarme repitiéndolo una y otra vez. Pero el espíritu tenía razón. ¡No existía castigo peor para mi pecado! Y eso era lo que yo deseaba: Ser castigado de una manera ejemplar.
–¿Qué tengo que hacer, demonio, para ser castigado como debo?
Continuará.
Primera parte de Recuerdos.