RECUERDOS
Los recuerdos de la memoria son siempre selectivos y, afortunadamente, olvidadizos: no tendríamos suficientes bytes para almacenarlos. No hay nada más viejo que el periódico de ayer: queda en los anales y ahora archivado en las ediciones digitales. Otros son los recuerdos del corazón: esos perviven, nunca caducan. Del corazón surgen los brotes verdes –no esas memeces de los economistas que se apuntan a un bombardeo ecológico- que lo alegran, lo esponjan y rejuvenecen. Y en el corazón también se clavan las espinas que punzan y sangran. Los recuerdos del corazón no tienen fecha porque son atemporales, ni es necesario, porque sobran los datos. Afluyen a borbotones, emanados directamente de la aorta: encarnados -nunca mejor dicho-, frescos, oxigenados, vitales.
Lo leí hace unas semanas en Levante-emv. Una mujer de pueblo, así lo recuerdo, postrada en una silla de ruedas por una enfermedad neurodegenerativa, sin poder tan siquiera hablar, como Hawking. Muerta en su cuerpo y vital en su alma. Su fe sincera y profunda la sostiene: cada día, según la crónica del periodista, acude a la iglesia de su pueblo, llevada por su madre. Allí se extasía en coloquio íntimo con su Dios, anonadado y atado, como ella, a un trozo de pan oculto en el tabernáculo. Hawking, también como esa sencilla y anónima mujer, se encuentra desvanecido y aherrojado, retorcido en su jamuga hospitalaria, comunicándose a través de un sintetizador de voz, frío y metálico. Dos vidas paralelas. Dos situaciones parecidas. Dos respuestas diferentes. La una, agarrada al Dios de su vida; el otro, clamando fútilmente que Dios no existe, sencillamente porque no lo considera necesario. Etsi deus non daretur, como si Dios no existiera, afirmaban los filósofos racionalistas del Dios ocioso.
La necesidad. He ahí una constante vital del hombre en su situación histórica de permanente indigencia. Y cuando uno está desbaratado, desvencijado, derrengado y siente en lo más profundo de su ser la mortalidad, su finitud inexorable, hay dos respuestas posibles: el brote verde que se aferra a la vida de un alma joven que anhela la eternidad, porque hay quien me quiere y no es posible el etsi del horror vacuo –la nada- a perder eternamente a quien quiere y le quiere; y la que surge de la espina sangrante de no tener quien me quiera. La respuesta de Hawking es comprensible y disculpable. Necesita cuidador y hay que pagarlo. Aquella mujer, ¡tiene madre y tiene Dios!; y ninguno le pasa factura. Ambas son respuestas igualmente humanas, pero una es más igual que la otra. Una brilla por su hermosura, la otra carece de resplandor. Dostoievski dijo que si hay Dios, el hombre es inmortal; y el amor eterno.