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Redención con recado: Todos somos necesarios (José Antonio Nieves Conde, 1956)

Publicado el 25 enero 2023 por 39escalones
Redención con recado: Todos somos necesarios (José Antonio Nieves Conde, 1956)

A José Antonio Nieves Conde se le suele regatear en el cine español la relevancia que sus mejores películas deberían poder otorgarle por derecho propio. Si esto no sucede exactamente así, salvo en ciertos círculos, se debe principalmente a dos motivos. En primer lugar, la militancia del cineasta en Falange Española en plena dictadura franquista, lo que a día de hoy, en un ámbito en el que predomina abrumadoramente, con abundante proyección mediática, la adscripción generalizada de sus miembros a las ideas de izquierda, resta sin duda intención y voluntad de reconocimiento y aplauso a lo mejor de su obra. En segundo término, el hecho de que en una filmografía de veinticinco películas, solo un puñado de ellas supusieron un notable éxito de público o alcanzaron auténticas cotas de excelencia cinematográfica, en particular su dupla de 1951 (Balarrasa y Surcos), la imitadísima y espléndida Los peces rojos (1955) y la magnífica El inquilino (1957), además de la que nos ocupa, sin que el resto de su trayectoria, en torno a una veintena de títulos, merezca mayor consideración que su cita en la semblanza biográfica y profesional del director. No obstante, como en cualquier simplificación, caben no pocos matices. En lo que afecta a Nieves Conde, cabe reseñar que su pertenencia a Falange, definitoria en sí misma, sin embargo no iba precisamente en consonancia con los tiempos políticos de la posguerra; su postura, próxima a la disidencia interna, era contraria al papel que el partido terminó desempeñando en el organigrama franquista tras la Guerra Civil, de igual modo que consideraba diluidos los, llamémoslos así, ideales falangistas en la grandilocuencia, la parafernalia y la verborrea patriótica y nacional-católica de la dictadura. De este modo, lejos de reconocerlas como obras de un creador leal al estado de cosas, la censura se cebó habitualmente con el cine de Nieves Conde, a veces hasta el extremo de alterar sustancialmente el sentido de los proyectos, como sucediera con la obligación de modificar los finales de Surcos o El inquilino. Como sucede, sin embargo, en esta película de 1956, el aparente sometimiento del argumento a los cánones moralizantes del cine español de entonces (no muy distintos de los de ahora, con el demérito añadido de que hoy, sin embargo, no hay dictadura ni censura oficial) va acompañado de un subtexto crítico que revela el desengaño y el permanente descontento de Nieves Conde con la realidad española del momento y su capacidad para discrepar y mostrar sus fallas entre las costuras del relato oficial.

En 1950, una vez cumplidas sus condenas, tres presidiarios -Julián, un médico (Alberto Closas), Nicolás, un funcionario (Ferdinand Anton) e Iniesta, un ladrón (Folco Lulli)- abandonan un centro penitenciario del norte de España en un luminoso día de invierno, rumbo a sus nuevas vidas. Los tres, encarcelados por razones diferentes (negligencia médica, desfalco y robo continuado, respectivamente), acuden a la estación más próxima para tomar el tren rápido de Madrid. Durante el camino y las horas de espera que comparten se manifiestan las decepciones y aspiraciones de cada uno de ellos en esa nueva etapa que se abre, siempre oscurecida por las dificultades que puede entrañar enfrentarse a la sociedad bajo el estigma de haber pasado por la cárcel. Excepto Iniesta, que no deja de mostrar su seguridad -e incluso su interés- de que volverá pronto a la cárcel (de hecho, incluso se interesa por la posibilidad de conservar en el futuro la misma celda que ha disfrutado hasta ahora, cómoda y confortable gracias a estar atravesada por el tubo de la calefacción), los otros dos compañeros anticipan el desencanto y el subsiguiente resentimiento derivado de los problemas con los que cuentan a la hora de volver a enfrentarse al mundo, esta vez con una mancha indeleble en su pasado. Si Nicolás, tras las efusiones naturales del primer encuentro, de inmediato se distancia de su joven esposa, Alicia (Mirella Uberti), con la que se encontraba de luna de miel cuando fue detenido por el desfalco que llevó a cabo para poder casarse, Julián expresa un continuo vehemente desprecio por ese mundo al que debe reincorporarse. La llegada del tren incide en ese mismo ángulo de rechazo y marginación. Los tres se sienten escrutados por los pasajeros, que les observan, les temen y les desprecian, al mismo tiempo que algunos, los de clase más pudiente, los eligen como objeto de su curiosidad morbosa, qué hicieron para ir a la cárcel, cuánto tiempo, etc. Las cosas cambian cuando se desata el temporal, la nieve amenaza con cortar la vía y aislar al tren, y uno de los pasajeros, un niño, el hijo de un gran hombre de negocios, Marcos Alberola (Rolf Wanka), que viaja con su esposa, Laura (Lída Baarová), y su secretaria y amante, Elena (Josefin Kipper), cae muy enfermo y se hace preciso practicarle una traqueotomía de emergencia para salvarle la vida. Julián es el único médico en el tren, pero se niega a colaborar: inhabilitado por sentencia judicial, podría volver a la cárcel solo por ofrecerse a operar al niño, pero además le puede el resentimiento hacia Alberola y la clase que representa, en los que focaliza la rabia contra aquellos que, en un caso análogo, terminaron por llevarle a prisión. Iniesta, en cambio, se presta a salir del tren en plena noche de temporal para acercarse al pueblo más cercano, a diez kilómetros, y pedir ayuda. Por su parte, Nicolás es uno de los que más colaboran para recopilar útiles y ropas a lo largo del tren que se puedan emplear durante la delicada operación, de la que, ante la deserción de Julián, se va a encargar un sacerdote (Albert Hehn), que tiene algunos conocimientos de medicina producto de sus misiones por el mundo.

Lo más interesante de la película no está, sin embargo, en la trama principal, en el retrato de las alternativas, de las dudas y de los esfuerzos de redención moral y aceptación social por parte de los tres excarcelados, más o menos sinceros y exitosos, una línea temática que sí es acorde a las premisas ideológicas exigidas para el cine de entonces. El verdadero punto de interés de la película es el mosaico que Nieves Conde, que es el autor del guion a partir de una historia de Faustino González Aller, hace de los personajes que viajan en el tren como imagen y extensión de ciertos tipos humanos de la sociedad española del momento, de sus relaciones, de sus diferencias de clase, de sus aspiraciones y de sus fracasos. Una galería de personajes (interpretados por Rafael Durán, José Calvo, Roberto Camardiel, José Marco Davó, Julio Goróstegui, José Prada o, en la estación, Manuel Alexandre) que ilustra distintos perfiles sociales de la España de aquel tiempo, para nada complacientes con las estructuras franquistas: así, el campesino lleno de hijos que emigra desde el pueblo a un entorno más industrial porque no puede ganarse la vida o el rico hombre de negocios que antepone su trabajo y su disfrute con su amante a la enfermedad de su hijo y al sufrimiento de su esposa. Destaca por encima de todo el dibujo de la masa no identificada, ese grupo de pasajeros anónimos que primero desprecia a los presos recién puestos en libertad, después los aclama, los justifica, los ensalza, cuando de sus acciones desprendidas se obtiene el esperado y oportuno beneficio, y cuando la sombra de la duda, en forma del robo de una cartera, vuelve a sacudir el tren al completo, vuelven a tirar de desprecio y de prejuicios, en algún caso exigiendo incluso algo más que la cárcel, cuando su buen papel ha sido rápidamente olvidado y se vuelven a ajustarles las cuentas a sus respectivos pasados.

Una sociedad mezquina, contraria a toda idea de piedad, compasión, reinserción o, en términos cristianos, expiación, perdón y absolución de los pecados, totalmente distinta a la propugnada desde los estamentos oficiales del franquismo y de la Iglesia cómplice con la dictadura. Una sociedad que sabe ser generosa y responder en una situación de máxima necesidad, pero que una vez satisfecha se encierra de nuevo en sus respectivos pequeños egoísmos y vicios, personalizados en el millonario que alardea de su poder y su dinero, que relega a su familia -otro valor nacional y católico cuestionado- con intención de retozar con su amante y que se niega a ayudar a los desfavorecidos, es decir, un personaje que desmonta toda idea de verticalidad vendida por las instituciones franquistas como eje sobre el que cimentar los principios sociales. Esta crítica, que se filtra a través de breves observaciones y momentos puntuales, queda en un segundo plano, bajo ese relato moralista y de redención que constituye el tono central del filme, que posibilita su aceptación y aprobación por la censura, pero que realmente es el pretexto para que Nieves Conde pueda reflejar todo aquello que no funciona, no tanto en el país como en los hipotéticos -e hipócritas- valores que el franquismo propugna.

Meritorio, por otro lado, resulta el tratamiento visual y narrativo del metraje, tan breve (poco más de ochenta minutos) como sustancioso. El día luminoso de nieve blanca se transforma paulatinamente en una noche cerrada y fría sacudida por un amenazador temporal, las miniaturas y maquetas de los trenes y los paisajes resultan muy creíbles y la cámara de Nieves Conde se mueve con soltura y agilidad en los pasillos de los vagones y el interior de los compartimentos. Aunque el personaje de Julián goza de mayor atención, se trata en buena medida de una película coral con frecuentes cambios de escenario y un salto continuo entre personajes que, a menudo, apenas pronuncian unas pocas frases. Particularmente notable resulta el travelling lateral en el que la cámara sigue a Julián, mientras a duras penas logra superar la gente que se acumula en los pasillos, de camino hacia el vagón restaurante, donde van a operar al niño. Un suspense muy bien trabajado cuya clave reside en que Julián llegue a tiempo, antes de que el sacerdote practique la primera incisión en el lugar erróneo y pueda malograrse todo.

Una película que, como es consustancial al cine, pone de manifiesto lo insustancial de una narración lineal, previsible y acogida a la corrección moral, y las virtudes y bondades que descansan en el discurso de la sugerencia, de la elipsis, donde se contiene toda la potencial carga demoledora vertida por un desencantado del mundo que le rodea, y que ayudó a erigir mientras que, por otro lado, reconociendo el pago de la deuda contraída por quienes han pasado su condena en prisión, aboga por la reconciliación y la reinserción -quien dice de los presos comunes puede leer también a los represaliados republicanos- como máxima virtud de regeneración social. A este respecto, el título de la película no deja lugar a dudas.


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