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Redención imposible: Almas sin conciencia (Il bidone, Federico Fellini, 1955)

Publicado el 23 septiembre 2024 por 39escalones
Redención imposible: Almas sin conciencia (Il bidone, Federico Fellini, 1955)

Segunda película de la llamada «trilogía de la soledad» de Federico Fellini, esta producción de la compañía Titanus cuyo guion, coescrito por Fellini junto a Ennio Flaiano y Tullio Pinelli, y puesta en escena transitan dentro los cánones neorrealistas (por más que la línea neorrealista de la primera etapa del director romañolo sea propia, personal e intransferible), funciona, ante todo, como un teatro de la crueldad. Italia todavía es un país en reconstrucción diez años después del final de la Segunda Guerra Mundial, la pobreza y la precariedad de las zonas rurales contrasta con los ambientes exclusivos y americanizados de la aristocracia urbana, que a su vez chocan con las nuevas barriadas de casas populares que se amontonan en los suburbios, las ociosas masas proletarias sin empleo ni educación, sumidas en la ardua lucha diaria para conseguirse el pan. Este proceso de reconstrucción es también moral: el país, consumido por la esperpéntica ficción de más de treinta años de patochadas fascistas, carece de referentes ejemplares, de pilares sólidos a partir de los cuales diseñar una sociedad más equilibrada, operativa y justa. En este contexto, Rocco (Broderick Crawford), Carlo, apodado «Picasso» (Richard Basehart), y Roberto (Franco Fabrizi), junto con el barón Vargas (Giacomo Gabrielli), se dedican al timo y a la estafa. Pero sus víctimas no son los ricos y poderosos vividores urbanos sino los pobres, los más desgraciados y necesitados, a los que esquilman continuamente, sin escrúpulo alguno, con el propósito de costearse su tren de vida dentro del círculo de aquellos. Ellos cuatro son, aparentemente, las almas sin conciencia del título español, que, sin embargo, aunque define a la perfección el estado general de crueldad que reina en la sociedad italiana (del que ellos también son agentes, para nada inocentes, pero tampoco principales), no se ajusta con exactitud a los protagonistas: carecen, cada uno a su manera, de la tranquilidad moral que proporciona la ausencia de remordimientos; al mismo tiempo, todos viven atormentados por la frustración y la insatisfacción que generan los sueños incumplidos.

Carlo es apodado «Picasso» porque ambiciona ser pintor, artista, vivir de la venta de sus cuadros y dar así una vida mejor a su esposa y a su familia. Casado con Iris (Giulietta Masina) desde los 18 años, se avergüenza de la manera en que gana el dinero, así que se la oculta, se hace pasar por viajante, por vendedor, sus ingresos son fruto de la supuesta transacción de una mercancía que ella nunca ha visto. Su gran temor es que Iris descubra la verdad, le censure, le rechace y le castigue, su mala conciencia le hace valorar perfectamente lo que en él hay de reprobable. Lo que a Roberto le gustaría, en cambio, es ser cantante. Vive de la parte que le toca de cada timo y estafa, pero también, gracias a su buena planta, de las mujeres maduras y adineradas que pagan su compañía. El cuidado de su madre le retiene en Roma, pero le gustaría irse a Milán a probar fortuna en la música. El caso de Rocco es aún más triste, puesto que, puestos a perder, además de la dignidad y la integridad también ha perdido la juventud. Es un veterano de la profesión, es consciente de que sus días en ella están contados. Su amargura proviene del recuerdo de días mejores y también de la incertidumbre por el futuro, pero, sobre todo, de aquello que también dejó atrás y es imposible de recuperar: su familia, en particular, a su hija Patrizia (Lorella De Luca), con la que se encuentra fortuitamente y a la que quiere apoyar económicamente cuando esta se propone empezar a trabajar. Estos timadores tienen conciencia, aunque se autoengañen, se distraigan, eviten torturarse y regenerarse, hagan caso omiso a los remordimientos y su propia vergüenza. El caso de Rocco es especialmente dramático, de ahí que, de los tres personajes centrales, sea el auténtico protagonista de la historia: Fellini le reserva, a través de su nombre de pila, Augusto, un parentesco estrecho con la tradición de los payasos, materia en la que el cineasta era experto; por contraposición al clown, el augusto aparece sobre la pista del circo, según las fuentes, debido a una circunstancia fortuita o bien a un gesto razonado y planificado, y se caracteriza por un vestuario desmesurado, demasiado pequeño o en exceso grande (en los dos timos que protagoniza en pantalla, Rocco se disfraza de arzobispo y de alto cargo municipal), y por su naturaleza enamoradiza y desesperada. Los tres, en suma, comprenden lo que son, no se mienten, pero viven sus personajes, su apariencia, sus fingimientos y ficciones, como mecanismo de supervivencia material, pero también moral, a diferencia de otras estructuras que no disimulan, que engañan, manipulan, explotan, se imponen abiertamente, sin cortapisa ni freno; al contrario, con desfachatez, plena conciencia y esporádico recurso a la violencia, que ejercen en régimen de monopolio.

No es de extrañar la elección de personajes que hacen los estafadores para sacarles a los pobres sus exiguos ahorros. En el primer caso, disfrazados de delegados vaticanos, se trata de recuperar el cadáver de un asesinado durante la guerra, propietario de un pequeño tesoro supuestamente compuesto de joyas y otros bienes, enterrados con él justamente en la finca del primo en cuestión, tesoro destinado al propietario del terreno a cambio únicamente de que este sufrague los costes de unas misas por su alma. En el segundo, el disfraz es el de empleados municipales que acuden a una barriada popular para anunciar la esperada entrega de los pisos sociales que tantas veces se les han prometido, a cambio, eso sí, de la firma de un contrato falso sin ningún valor y, naturalmente, del abono del primer plazo de pago de la renta. La Iglesia y el poder político son así los camuflajes idóneos, los disfraces respetables que posibilitan la extorsión, el robo, caracterizaciones adecuadas, trasunto a pequeña escala de un engaño mayor, más sostenido en el tiempo, más permitido e incluso fomentado, por el que esas instituciones mantienen sujeta a toda la sociedad italiana, principalmente a las clases menos favorecidas. El contrapunto, la fiesta de fin de año a la que Rocco, Carlo, Iris y Roberto son invitados, la casa de un antiguo amigo y compinche que ha prosperado en turbios negocios, que disfruta de un piso amplio y moderno, bien amueblado, con televisión y equipo de música, de un buen coche americano, de una esposa sofisticada a la que envía cuando quiere a Milán para poder solazarse sin ambages con su amante. Allí, a la entrada del nuevo año, los estafadores descubren otro engaño, el de esa sociedad a la que ansían pertenecer, adinerada, disipada, que vive para la bebida, la juerga, el sexo (mediante abuso de posición y falsas promesas, como depredadores en manada) y los chanchullos, epítome de la casta privilegiada, despreocupada, que no tiene que preocuparse de la cuenta corriente ni de los ahorros y se reinventa tras los oscuros años de fascismo y guerra, durante los que también sobrevivieron y de los que salieron airosos, pero que se escandaliza, se cierra en banda y actúa como un solo hombre cuando un elemento extraño ‘distrae’ una pitillera de oro. Los tres timadores se reconocen así como piezas débiles de un engranaje mucho más grande y perfeccionado, el que se lleva la mejor parte del pastel, del que solo les quedan las migajas de quienes malviven gracias a las migajas.

Elemento irónico a considerar es el hecho de que la caída en desgracia de Rocco se produzca, justamente en una sala de cine, y mientras está acompañado por Patrizia (como Iris, imagen de la pureza y la inocencia; no así otras mujeres, las de los ambientes ricos y refinados, a las que esa atmósfera ha vuelto igualmente retorcidas, sabias, crueles). Nada será igual cuando vuelva a ver la luz de la calle: Roberto se ha ido por fin a Milán; Carlo, avergonzado ante Iris, probablemente ha cambiado de vida; solo, desamparado, desesperado, sin oficio ni beneficio, Rocco vuelve a las andadas con Vargas, a lo único que sabe hacer, pero con diferentes compañeros, más compinches de circunstancias que verdaderos amigos. Su voluntad de redención, el deseo de ayudar a su hija a abrirse camino en la vida, de evitar que caiga en la espiral que le devoró a él, le hace chocar con un muro infranqueable: engañar a un tramposo es una profesión de riesgo. De nuevo el juego de apariencias, dotarse de dignidad, de integridad, a través de una mentira, de una apariencia, de un nuevo timo cuyas víctimas no se dejan engatusar, que reaccionan violentamente, que amenazan con acabar con el augusto de una vez por todas. Robar a un ladrón no tiene cien años de perdón. Robar es una labor solo apta para los elegidos, para quienes pueden hacer valer su teatro de apariencias, el tinglado de distracción que permite recubrir de oropel lo que no es más que mero uso de la fuerza. Como la sociedad italiana. Como el mundo resultante de la guerra.

Y en Fellini, una vez más, Roma como personaje. La Roma de los paseos nocturnos en coche que tanto amaba el director, la solitaria de las primeras luces del amanecer, cuando las fiestas languidecen y los juerguistas se dispersan somnolientos, pero también la populosa y transitada a la luz del día, la de los empleados, los repartidores, los paseantes, los grupos de ociosos y mirones. La fotografía en blanco y negro de Otello Martelli recorre todos esos espacios de oscuridades interesadas y luminarias artificiales, y también los saturados exteriores, blancos refulgentes e iluminados, que no traen luz a la oscuridad, sino que ciegan, que alteran el sentido de la visión tanto como la privación del mismo. Esas atmósferas realistas e irreales, esa pista de circo para mayor gloria y desesperación del augusto, vienen acompañadas por la música de Nino Rota, otra partitura inmortal, la fanfarria pachanguera que ilustra la descarnada tragedia de un payaso.


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