El amigo escritor Toni Cifuentes me ha liado para formar parte de una especie de grupo literario “juguetón”, en el que la intención es plantearnos retos artísticos. Su nombre, ‘Insectos comunes’. Pronto estará disponible el blog y la intención es publicar también una revista digital. Para empezar, nos hemos propuesto reescribir la primera página de La metamorfosis, de Franz Kafka, manteniendo el mismo número de palabras (570) y oraciones, y los mismos nombres propios y verbos. A mí me ha salido un Gregorio Samsa algo sangriento, pero él no quería…
Aquella tarde, tras la matanza, Gregorio Samsa se despertó convertido en una masa sanguinolenta. Estaba echado sobre pedazos de cuerpos inertes y, al alzar la mano izquierda, vio el hacha asesina, surcada por restos de carne y hueso, que todavía aguantaba. Un trozo de cráneo se estaba escurriendo entre coágulos ennegrecidos. En el suelo, incontables miembros humanos amputados que ya no se agitarían jamás.
—¿Qué ha ocurrido?
Aquel horror no lo estaba soñando. La tienda, un negocio familiar, tenía un aspecto infernal. Por todas partes había desparramado el resultado de una carnicería salvaje —Samsa era charcutero—, y de los ganchos de la pared colgaban cabezas humanas con las orejas recortadas, que alguien había puesto sobre una bandeja en el mostrador. Las cabezas, tocadas con… sí, butifarras, mostraban lenguas grotescamente largas, envueltas en intestinos. Las bandejas del refrigerador esgrimían todo tipo de macabro surtido, que ocultaba un sufrimiento inimaginable.
Gregorio miró hacia el escaparate; estaba nublado. En el suelo aún repiqueteaban algunas gotas de sangre del techo, lo que le hizo sentir repugnancia de sí mismo. Pensó que si seguía durmiendo quizás todo aquello se olvidara. Seguro que era una pesadilla, pero no, Gregorio tenía un marronazo encima y dormir no le permitiría adoptar una solución. Por más que se esforzara en volver atrás, por más que lo intentara, el infierno quedaría allí. Cerró los ojos con todas sus fuerzas para no tener que verlo, pero la sensación de horror, de asco por sí mismo, no cesó. Notó un cansancio inmenso; sentía dolor en todos los músculos.
—¿Para esto elegí ser charcutero? —se dijo—. En realidad, era lo mismo que su padre, y antes su abuelo, y su bisabuelo… Trabajaba de lo que siempre habían hablado en la familia. Desde niño estuvo pendiente de las indicaciones de su padre, siempre en aquella tienda maldita. Cambiar… Una palabra tabú en aquella familia con la sangre animal y el olor a carne y vísceras en la piel y en lo más profundo de la mente. Hasta que llegó el día fatídico. Ahora él era un asesino; tendría todos aquellos cadáveres sobre su conciencia.
Sintió arcadas. Rabioso y asqueado, se estiró con fuerza dolorosa de los pelos mugrientos. Podría alzarse para ver mejor aquel teatro de los horrores. Ahora le picaba todo; estaba cubierto de sangre coagulada y asquerosos restos humanos. Intentó rascarse la cara, pero tuvo que retirarla al momento, pues el contacto con aquella sustancia pegajosa le producía escalofríos.
Estaba cada vez más atontado. Se dijo, otra vez, estúpidamente, que había que dormir. “Vivir en sueños…”. Regresaría a la infancia…, anotaría sus deseos vitales…, desayunando tostadas con escalivada, nada de carne, sentado junto al río. “Un niño feliz…” Pero no, tenía un padre que haría que se despidiera de sus sueños. “Serás charcutero, como todos los hombres de esta familia, lo mejor que te podría pasar”. Si no hubiera sido por él, hacía mucho que se habría marchado, lejos de cuchillos, vísceras, pedazos de carne… “Habría ido a ver mundo, las maravillas de la naturaleza, otras culturas”, se decía; pensaba derrotado. Su padre se habría caído redondo, se habría sentido traicionado, no le habría hablado más. Él habría sido libre y se habría acercado a sus sueños. Pero ya había perdido la esperanza. En cuanto reuniera el coraje necesario para pagar por sus pecados, nadie lo oiría más. Tenía que hacerlo. Sería rápido. Levantarse para salir de aquel mundo irreparable.