Le ha vuelto a salir a Carlos Aguilar un libro melancólico, no tan doloroso sin duda como el de Jesús Franco cuya lucidez abisal se mezclaba con el desencanto y la cercanía vital entre estudioso y estudiado, pero si agridulce. Al final de esta historia sobre Mario Bava queda de nuevo la sensación de tristeza por un cine que fue y ya no será, que se disolvió en sí mismo, en su propia magia, entusiasmo y, porque no, miseria.
Digo historia porque en Aguilar su yo novelista y su yo historiador del (otro) cine se han terminado por fundir de manera indisociable en un particular universo íntimo de pantallas de barrio, universos de deslumbramiento juvenil y reencuentros doloridos pero todavía románticos de madurez. Como antes en sus novelas –Nueve colores sangra la luna o Coproducción- sus últimos libros monográficos –el de Jesús Franco, el presente de Bava e incluso antes el dedicado a Clint Eastwood- han abrazado una ética crepuscular, endurecida al tiempo que sensible.
Un ética a través de la cual se explica a sí mismo al tiempo que explica a otros, como muy pocos en español Aguilar practica una crítica de autor, personal de forma radical. Esto enriquece de manera notable sus libros, pudiendo ser leídos como una educación sentimental, una historia alternativa del cine y un recuento, a veces terrible de derrotas. En cierto modo sus últimas obras muestran al Aguilar maduro revisando al Aguilar juvenil a la luz de un par de cineastas, Franco y Bava, ejemplos de singularidad y originalidad en un contexto industrial, sociopolítico y artístico incrustado en la Europa del cinema bis, de la regeneración post-2ª GM y de los milagros (o no tanto) económicos.

A través de Bava, esta vez, se repasa el nacimiento –la segunda mitas de los 50-, gloria –la década mágica del 60 y decadencia –los cruentos 70- del fenómeno paneuropeo de la cultura popular y no solo del cine de género. Así la desaforada creatividad de una artesano sin conciencia de su genio alumbra (sub) géneros a pares –La máscara del demonio pare el gótico, La muchacha que sabía demasiado alumbra el giallo- listos para ser reproducidos en un pop-art sin conciencia de art; géneros que él mismo se encargará de matar, aunque seguirán como zombies incansables durante un puñados e años más en trabajos setenteros –por tanto feístas, grotescos, crueles, terminales- como El diablo se lleva a los muertos o Bahía de sangre.

Mario Bava, como antes Jesús Franco aunque este prorrogó su agonía hasta literalmente el último día, ejercen de metáforas de un cine y un tiempo, replicando punto por punto los diferentes estadíos de la cultura popular europea de la segunda mitad del Siglo XX. Una a la cual Aguilar, de nuevo en diálogo con ese Yo juvenil señalado antes, se empeña en “desromantificar”, exponiendo con minuciosidad su espíritu trapacero, pícaro y rata, como la misma voz de Mario Bava confirma en las numerosas y muy atinadas intervenciones donde toma la palabra.

Pero en realidad Bava si era un artista, y una mayúsculo, definido por una poética del mal particularísima, por una pesimismo romántico tan negro como su humor y por un fetichismo erótico sofisticado y pegajoso, malsano y magnético, dual siempre y ya manifestado a la primera en plenitud con esa Barbara Steele convertida en icono en solo una imagen. Así como por su alucinada policromía, aunque su espectacular aparición la realizase en purísimo color plata, más que blanco y negro, que remite por más de un motivo a las teorías del pintor ruso Vasili Kandinski, con el uso del cromatismo para crear estados del ánimo y la conciencia y no con intenciones figurativas o realistas.
A lo largo de todo este prontuario temático/estético y su evolución/degradación/recapitulación se detiene Aguilar en un recorrido vertiginoso, a veces demasiado, y sinuoso donde se enrosca en la valoración, admirable e importante de los colaboradores de Mario Bava detrás de la cámara; algo que subraya su sentido del oficio, su condición de hijo del cine, de heredero de su propio padre, el pionero Eugenio Bava.

. Encuentro que tus libros son cada vez más íntimos, trazando una biografía personal en dos tiempos: la del espectador que las descubrió y la del estudioso que las analiza.
Pues no puedo estar más de acuerdo, y te felicito por tu agudeza. Ahora bien, no sé hasta qué punto es deliberado, y en qué momento empieza a ser inconsciente, o más bien subconsciente. Pero es así, no puedo evitarlo ni tampoco quiero. Existe una interrelación entre pasión juvenil y lucidez madura en mis últimos libros, de todo punto, que considero elocuente e interesante. Porque, de entrada, pienso que la nostalgia está muy bien, pero siempre y cuando no excluya una cierta dosis de espíritu crítico.
. Unido a eso se mezclan también el novelista y el ensayista. Son narraciones de cine, en cierto modo

Carlos Aguilar durante el acto de presentación en el Cine Doré
De acuerdo también, y has vuelto a sintetizarlo inmejorablemente. De entrada, yo me planteo las novelas y los ensayos de la misma forma, en el sentido de que en ambos casos pretendo atrapar al lector en el primer párrafo y no soltarlo hasta el último, jugando siempre con el ritmo, el tono… La ventaja de un planteamiento así, en los ensayos, es que evitas la asepsia, estableces una cualidad particular, de ahí que mucha gente haya comentado que los míos se leen como novelas. A esto contribuye que la personalidad de cierta gente que he abordado en algunos ensayos es literalmente novelesca, no digamos ya el contexto en que se han desenvuelto, como Mario Bava y Clint Eastwood, pero, en especial, John Phillip Law y, sobre todo, Jesús Franco. En cualquier caso, creo que mis ensayos y mis novelas tienen una entidad complementaria, se explican entre sí tanto a nivel externo como interno, enriqueciéndose mutuamente.
.Tienen además, los de Franco y Bava claramente pero también el de Eastwood, un tono final crepuscular, al tiempo lúcido y melancólico.
Vuelves a dar en pleno centro de la diana. No podía ser de otra manera, según esa trabazón entre entusiasmo juvenil y reflexión madura que comentábamos antes, y considerando que, por añadidura, toda la gente que he abordado pertenece a una época que comienza a ser remota, justo la de mi infancia y adolescencia. Eastwood aparte, que continúa reinventándose y sobreviviendo, modificando ingredientes a fin de seguir siendo el mismo sin estancarse.

Triste, sí, pero en última instancia o como reflexión final. Las emociones que esa cultura despertó en la gente de mi generación fueron maravillosas y singulares, penetraron a fondo en nuestra sensibilidad, nuestra emotividad. Nadie podrá arrebatárnoslas de nuestro interior, sólo nosotros podemos comprender, a fondo y de verdad, lo que significa ver en pantalla grande, en cines de barrio destartalados y bulliciosos, películas como La muerte tenía un precio, Diabolik, Las vampiras o Escalofrío en la noche, por escoger de los cineastas cuya obra he abordado en la editorial Cátedra. Bueno, mejor dicho, la gente de mi generación que se dejó fascinar por aquello, porque mucha se mostró indiferente. Y eso en el mejor de los casos, pues lo que predominaba era el desprecio más absoluto. Ellos se lo perdieron, a nosotros “que nos quiten lo disfrutao”. Por mi parte, no cambio esa infancia-adolescencia por nada, aun soportando los rigores del tardofranquismo.
. Ambos son, además, cineastas paradójicos: singulares y muy determinados por su contexto
Efectivamente. Su personalidad era muy marcada, pero su obra dependió siempre de las exigencias de un contexto mezquino y despiadado, que fue progresivamente cruel con ellos, revelándose ajeno a lo importantes e innovadores que fueron en las cinematografías de sus países respectivos.

Cierto, y trabajoso dolor me cuesta. Pero es que los incondicionales del cine de género de la época, si se quiere los frikis, no tienen ni idea de lo sórdido que era aquello, de las ínfimas condiciones laborales, de cómo era realmente la gente que hacía esas películas, delante y detrás de la cámara, en suma de lo terrible que era todo en los estratos más diferentes. Por el contrario, piensan que trabajar en aquellas películas debía ser enormemente divertido. De ahí que, por más que me encante todo aquello, y forme parte consustancial de mi personalidad, me vea obligado a desmitificarlo un tanto desde mi posición privilegiada de testigo de la época, de haber vivido aquello, de niño, y conocido, acto seguido, a buena parte de sus artífices, españoles o extranjeros. Con todo, procuro no cargar las tintas, salvo cuando es realmente justo, a fin de que el conjunto no se desequilibre. Todo exceso es un defecto.
. Pese a subrayar la particular personalidad de Bava no dejas de hacer referencia constante a la importancia de sus colaboradores y a cómo la desaparición paulatina de los más cercanos afectó a su obra y vida: en mitad de un eurocine que perdía magia a chorros Bava iba convirtiéndose en una rareza solitaria.

. Un detalle de interés personal es el de, digamos, los pequeños misterios. El qué hizo y cuánto hizo en tal o cual producción que, de alguna manera, no está lejos de las prácticas del Sistema de Estudios USA. Solo que replicado al modo mediterráneo.
Claro, replicado al modo mediterráneo en el sentido de que los cineastas europeos encasillados en el cine de género tenían un margen de maniobra mucho mayor del que jamás tuvieron los americanos. En el sistema de estudios de Hollywood todo estaba compartimentado, cada profesional tenía una función específica y el director, en concreto, apenas disponía de capacidad autónoma, debía seguir unas directrices, incluso obedecer en el sentido literal del concepto. En cambio, en Europa había mayor libertad, bastaba con que no se desfasara el presupuesto, eso sí que era preceptivo a más no poder.

Gracias. Me parecían tan apreciables que no podía soslayarlos, creo que esos parangones son enormemente reveladores.
. Corman es otra figura que reclama monografía, por cierto.
Pues sí, pero a ver “quien le pone el cascabel al gato”. Hablamos de un cineasta cuya labor comprende medio siglo y ronda las doscientas películas, entre realizaciones y producciones, redondeando fechas y cifras. Hablar con él tampoco ayuda, para colmo de males, pues desde hace un montón de años está en plan “todo es maravilloso” y no dice nada mínimamente sustancioso.
. En blanco y negro Bava ya es soberbio pero al introducir sus colores… entra en otra dimensión, se revela al completo: el irrealismo, la sensualidad, la sugestión…
Esos factores existían desde sus primeras películas, pero con el color en efecto adquieren otra dimensión. Algunos expertos sostienen que para peor, afirmando que Bava jamás siguió a la altura de La máscara del demonio. Pero esto me parece infantil e irracional, a mí su cine me fascina por igual en color y en blanco y negro, son las dos caras de una misma moneda fascinante y enjundiosa.
. Una policromía que choca contra la negrura de su dimensión moral e incluso de su humor.
Choca, ciertamente, pero sin contradecirse. Porque una cosa es el color empleado mediante un sentido dramático y expresivo, y otra esos colorines que sólo delatan preciosismo superficial. Y la negrura existencial puede reflejarse por medio de un color estallante, ubérrimo. No es fácil, desde luego, pero Bava demostró que tampoco es imposible. En este sentido su cine puede tacharse de experimental, si bien es un término que detesto, así como el cine que globalmente describe.

Era modestísimo, por un lado, y tenía una mentalidad estrictamente artesanal, por otro. Esa declaración aglutina ambas particularidades, con su llaneza proverbial.
. Su cine tiene esa cualidad mágica, un poco como el del recientemente fallecido Harryhausen, de dejar ver la huella de la mano humana en sus fotogramas.
Efectivamente. Nada que ver con los ordenadores, lo digital y demás, implica la purísima antítesis. Acaso por eso John Phillip Law comentaba en el libro que escribí sobre él con mi mujer, la escritora canadiense Anita Haas, que Bava y Harryhausen le parecían los dos hombres de cine más admirables con que trabajó jamás, con base en ese vínculo. Un ordenador jamás podrá crear magia, eso sólo está al alcance de un hombre especial. O sea, de un mago. Una prueba fulminante estriba en comparar la insoportable trilogía de El señor de los anillos con El viaje fantástico de Simbad. O, sin salir del inefable Peter Jackson, su horrible King Kong con el original.
. Pese a su propio empeño en minusvalorarse su poética salta a la vista, deslumbra.
Es palpable, para todo aquel que esté dispuesto a captarla. Con todo, hace falta una sensibilidad propicia, el de Bava no es un cine para todos los gustos. Como el de casi ningún otro genio del Séptimo Arte, a excepción de ciertos clásicos americanos, tipo John Ford o Howard Hawks, con quienes para no conectar hace falta ser ya realmente negado.
. Siempre he tenido la sensación de que Mario Bava abrió géneros de forma algo inconsciente –el gótico, el giallo- pero, en cambio, los cerró con plena conciencia en obras terminales y recapitulativas como Bahía de sangre o El diablo se lleva los muertos.

.Al final del libro dejas caer los nombres de Robert Siodmak y Seijun Suzuki… ¿podemos esperar novedades en ese sentido en un futuro no muy lejano?
Pues la verdad es que no tengo pensado nada al respecto, aunque sería de lo más pertinente que se hiciera. En español, sólo existe un libro sobre cada uno de ellos, y ninguno es ya fácil de encontrar.

Publicado originalmente en Cinearchivo
Mario Bava en La Esbilla