Puesto porJCP on May 19, 2013 in Autores
Desde la perspectiva de un cambio de régimen, en España, la transición progresiva del Estado de partido único al Estado de partidos, fue copia de los italianos. Pese a su divergencia crucial, ambos procesos responden al mismo tipo histórico de cambio político. Un conflicto de intereses, entre sectores de la clase dirigente, crea una situación propicia al cambio democrático del sistema. Para conjurar ese peligro, se idea la reforma política. Las facciones de la clase gobernante que parecen, por su audacia, estar menos comprometidas con el viejo régimen, cambian todo lo que es en él apariencia -lenguaje, símbolos, caras, nombres de partido- para que continúe el mismo descontrol ciudadano del poder, con nuevas élites que remocen la vieja clase política. La confusión es un factor positivo para la estabilidad de la nueva situación. Confundidos en la misma idea, y hasta en la misma persona, lo nuevo y lo viejo, la siempre recurrente derecha e izquierda, son indistinguibles. Nadie, nada ocupa su lugar propio en la escena pública. Y las ideas, transmutadas en frases de propaganda, se disuelven.
Los incultos espectadores, en países creyentes en milagros y paranormalidades, quedan fascinados por el beatífico espectáculo de un funcionario fascista o de un magnate craxista que, en nombre de no se sabe qué mudanza liberal, y flanqueados de elementos contradictorios, prometen a la derecha social -y lo que es peor, creyéndoselo- todo lo contrario de lo que predicaron durante su vida. Pero el gran capital y la inteligencia servicial desconfían de esos iluminados. Y prestaron su capa de modernidad tecnocrática a los renegados del socialismo o comunismo, a los González-Occhetto, para que impulsasen en nombre de la convergencia europea, la emancipación de la clase obrera de una tutela que el mercado laboral y el déficit crónico del régimen de partidos no permiten prolongar. La severidad alemana en Maastricht, y no los juicios por corrupción, intentados sin éxito años antes, hundió al régimen italiano, enfrentando al sistema productivo con el ruinoso Estado de partidos, que no podía seguir sentado en la economía sumergida y en la deuda financiada con ahorro interno.
Mientras duró el crecimiento económico y la guerra fría, mientras el pleno empleo alimentaba al Estado de bienestar y el miedo al comunismo legitimaba la partitocracia y la seguridad social, nadie se preocupó del peligro que entrañaba la entrega del Estado a los partidos, sin posibilidad de control sobre ellos. Pero sin pleno empleo, sin confianza en el porvenir de la asistencia social del Estado y sin miedo al comunismo, volvemos la mirada al régimen político que ha de sacarnos de la crisis más grave desde los años treinta, y sólo vemos en él incompetencia, despilfarro y corrupción. Los jueces italianos pudieron cumplir su misión cuando sus vocaciones de justicia coincidieron con el interés empresarial en librarse de un Estado de partidos, cuyas cargas sociales y políticas sobre la economía no cesan de crecer. En España no se ha producido todavía ese divorcio entre la gran empresa y el régimen de partidos porque la deuda pública ha sido financiada con capitales extranjeros. Cuando el conflicto entre la clase dirigente sea inevitable. Será, por segunda vez, momento propicio a la innovación democrática en España.
AGT