Mi reto de febrero fueron las relaciones humanas. Decidí investigar mi propio comportamiento en diferentes entornos. Primero estuve viajando con mi pareja y seis amigos como parte de un grupo más grande. La segunda mitad del mes estuve sola en un retiro de yoga, compartiendo la experiencia con otros viajeros que no conocía. Ambos grupos fueron relativamente pequeños (entre 20 y 35 personas) aunque aquí se acabó la similaridad. Fueron las diferencias que me enseñaron un montón sobre las interacciones humanas, y sobre mi propio papel en estas interacciones.
La heterogeneidad de un destino común
Durante la primera parte del viaje a Tailandia formamos parte de un grupo de hispanohablantes. En su gran mayoría eran españoles, viajando en pareja. Esta pareja casi siempre fue el primer punto de referencia para todos: te sentabas a su lado en el bus, compartías habitación del hotel y admirabais juntos los templos. Después el grupo se dividía por edades / procedencia que coincidía más o menos con la razón de haber venido. Nosotros queríamos descubrir la cultura tailandesa y comer bien. Otros habían venido para aprovechar los precios competitivos de sedas y joyas preciosas. Conocer a otras personas no era intención explícita de casi ningún participante, con excepción de una persona: Ximena de Puerto Rico. Ella viajaba sola y no tenía grupo “automático”. Fue con ella que tuve las conversas más profundas sobre turismo sostenible y la problemática de visitar a grupos desfavorecidos como parte programa. ¿El turista ayuda al desarrollo o perpetua la desigualdad por imponer un status quo injusto?
Un viaje para reforzar las relaciones existentes
Viajar con la pareja o con los amigos es una oportunidad de fortalecer la relación. Las experiencias compartidas generan recuerdos en común, un ingrediente crucial para generar afinidades que quizás antes no existían. Cuatro personas de nuestro grupo se conocen desde la primaria, con todas sus excentricidades y preferencias. Los otros cuatro entramos en el grupo por ser pareja, dándonos un lugar en la órbita más que en el centro del grupo. Las dos semanas en Tailandia nos acercaron un poco más. En la próxima cena del grupo tendremos por primera vez un asunto en común.
La homogeneidad de una meta compartida
Después de despedirme del grupo me fui a un retiro de yoga en la isla de Koh Yao Noi. Ofrece un programa muy intenso para todos los niveles (que yo me considero principiante), además de excursiones, cursos de cocina, y otras actividades. O puedes quedarte en la hamaca, charlar con otros yogis, descubrir la biblioteca espiritual del centro o hacer clases individuales. Si viajas sola puedes tener tu propia casa de madera o puedes compartir el dormitorio. Así que cada uno puede ir a su aire, compartiéndolo.
El grupo era muy diverso: por procedencia (Alemania, Australia, Austria, Canada, Rusia, Malaysia, EEUU…), por edad (entre 21 y 57) y por su principal actividad actual (mochileros, azafatas de vuelo, ejecutivos en rebeldía, madres). Lo que nos unía era una meta en común: practicar yoga, re-establecer el equilibrio, encontrar algo de tranquilidad, aunque sea durante algunos días. Había muchos viajeros solitarios, y en la terraza del restaurante siempre encontrabas personas para hablar.
Conocerme a través de otros
Cuando llegué al retiro no conocía a nadie. Cuando me fui después de apenas diez días me despedí de muchos amigos. Quizás era el entorno, quizás la oportunidad de hablar sin un contexto preestablecido, quizás las comidas sin prisa: las conversas eran muy profundas y muy sinceras. Me apoyaron cuando llegó la carta de mis padres. Yo pude ofrecer mi tiempo para escuchar de divorcios y traiciones, de amores y esperanzas. Cada persona es un mundo y de vez en cuándo simplemente necesitamos que alguien nos escuche. Lloramos juntos y reímos juntos y nos vimos reflejados el uno en el otro. Somos muy diferentes, y al mismo tiempo somos muy iguales: todos buscamos nuestro lugar en el mundo y una sonrisa.
Me he propuesto de compartir más sonrisas y así prolongar esta experiencia.