Revista Espiritualidad

Refugiándonos en las Heridas

Por Av3ntura

Aunque intentemos ir de fuertes y de autosuficientes por la vida, los humanos estamos hechos de sangre y huesos. Sangre que se nos puede derramar y huesos que se nos pueden quebrar por cualquier circunstancia inesperada.

Nos gusta creernos infalibles e inmortales, pero somos frágiles y tenemos fecha de caducidad, igual que cualquiera de los productos biológicos que utilizamos para alimentarnos.

Conscientes de que estamos aquí de paso y de que nada de todo lo que consideramos importante y necesario para vivir tendrá sentido el día que caduquemos, tal vez lo más sensato sería lanzarnos a aprovechar cada uno de los días que aún estemos por aquí, procurando no amargarnos demasiado la existencia ni amargársela a quienes nos acompañan durante este viaje que a veces nos puede parecer maravilloso, otras tedioso y otras tan insufrible como la peor de las condenas.

Cierto es que la vida no es ningún camino de rosas. Ni siquiera las personas que tienen la suerte o la desgracia de tenerlo todo desde la cuna consiguen esquivar alguna que otra piedra en los zapatos. Porque el dinero no puede comprar la felicidad y ésta es tan condenadamente relativa que para cada persona significa una cosa distinta.

Pensamos que las personas se angustian ante los problemas que consideramos justificados. La enfermedad o la muerte de un ser querido, la pérdida de empleo, los problemas para llegar a fin de mes, la conducta inapropiada de algún hijo, la infidelidad de la pareja o volver a tener el coche en el taller con una avería importante, por mencionar algunos.

Pero hay personas que sufren por circunstancias que en nada se parecen a esos problemas que consideramos tan comunes. Son personas que se aíslan tanto de la realidad de los demás que acaban viviendo en una especie de mundo paralelo, que se rige por otras reglas y otros valores que no les permiten bajar la guardia ni un instante. Se pasan buena parte de su vida lamentándose por alguna desgracia que padecieron en algún momento de su pasado y, lejos de superarla, se la cargan a la espalda como una pesada cruz de madera con la que van haciendo penitencia.

Refugiándonos en las Heridas

Imagen encontrada en Pixabay. Las lágrimas que no cesan se solidifican como perlas y se acaban enredando entre nuestras neuronas, complicando las nuevas sinapsis. Hemos de aprender a soltar lastre y a cerrar páginas y etapas para poder seguir avanzando y creciendo con todo lo que nos pasa. Las perlas son el resultado de lo que las ostras son capaces de hacer con sus heridas. Hagamos algo más útil con las nuestras que permitirles que nos amarguen la vida.


Las heridas, para que sanen, hay que dejarlas al aire. Han de cicatrizar y luego secarse y, cuando finalmente se desprenden las costras quedará una cicatriz para recordarnos lo que nos pasó. Podemos optar por compartir la anécdota despojándola de toda su crudeza y no darle más importancia. O podemos tapar la herida y taparnos nosotros con ella, sin permitirle cicatrizar y sin permitirnos dejar de hurgar en el dolor.

El dolor no es precisamente una casa confortable. Sus estancias son oscuras y sus paredes rezuman demasiada humedad. Las lágrimas, en demasía, son como la lluvia cuando se descontrola, desborda los ríos y acaba arrasándolo todo a su paso.

Una herida abierta es un foco de infecciones. Si no actuamos con rapidez, limpiándola debidamente con suero fisiológico y soluciones antibióticas, corremos el riesgo de buscarnos un problema mucho más serio. Con las heridas psicológicas ocurre lo mismo. Si no se cierran adecuadamente, la infección puede llegar a extenderse a todas las facetas de las personas que las padecen.

Las personas hemos de ser mucho más que nuestras heridas y nuestros traumas. Tenemos derecho a llorar, a sentirnos ofendidas, a rompernos cada vez que algo o alguien nos ponga contra las cuerdas y a quejarnos de nuestra supuesta mala fortuna. Pero lo que no podemos hacer es anclarnos en nuestro dolor, victimizándonos de por vida.

La no superación de un episodio complicado del pasado puede llevarnos a hipotecar el presente y a perder de vista el futuro. Quedándonos a vivir dentro de las heridas nos acabamos convirtiendo en el principal patógeno que impedirá que se cierren y que acabará cavando nuestra tumba.

A lo largo de nuestras vidas, todos nos hemos podido sentir víctimas alguna vez. Nos hemos podido sentir engañados, azotados por alguna tragedia, ninguneados en determinadas circunstancias o maltratados por aquellos que nos han acompañado en algunos tramos de nuestro particular viaje. Pero sentirnos víctimas no necesariamente ha de convertirnos en víctimas perpetuas. Hay una diferencia importante entre el sentir y el ser. El sentimiento es temporal, puede fluctuar en función de las nuevas circunstancias. El ser, en cambio, es constante y acaba definiéndonos como personas.

Somos capaces de examinar con lupa los mensajes que nos dirigen los demás para decidir si nos ofenden o no y de valernos de ellos para justificar nuestra posición de víctimas. Pero, en cambio, no invertimos el mismo tiempo en examinar las palabras que utilizamos en los mensajes que, constantemente, nos enviamos a nosotros mismos. Buena parte de nuestro malestar tiene su origen en ese mal uso del lenguaje a la hora de elegir las palabras con las que ensamblamos nuestros argumentos.

El tiempo, de por sí, no puede sanar las heridas de nadie a menos que le ayudemos dejándolas al aire para que respiren y nos permitan respirar. Pero el tiempo puede enseñarnos a cambiar la perspectiva, mirándonos desde otros lados, con los ojos de otros que nos ven, con la experiencia añadida que nos dan los años y con la información que el dolor del principio no nos dejaba entender.

Refugiándonos en las Heridas

Imagen encontrada en Pixabay

Las heridas nunca deberían convertirse en un refugio para nadie, pues nadie puede sentirse a salvo en medio de tanto dolor. Pero, aún así, hay personas que optan por transitar por esa vía y se niegan a abandonarla. Ese tren no lleva a ninguna estación. Sólo da vueltas en círculo alrededor de unos hechos que quienes los vivieron se niegan a aceptar, a perdonar, a superar. Mientras, desde las vías paralelas, cada día parten trenes cargados de oportunidades que estas personas se empeñan en dejar pasar, como si la vida ya vivida fuese más importante que la que les queda aún por vivir.

Atrapadas en un tiempo de sombras y resentimiento, como relojes estropeados que un día dejaron de marcar las horas, sienten que siguen vivas sólo porque siguen advirtiendo el escozor de sus heridas con cada nuevo latido de sus fatigados corazones.

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749 


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