Pensar bien el mundo social y político, meta imposible para los bienpensantes, es más difícil que pensar mal o no pensar en absoluto. La primera regla del arte de pensar consiste en rehusar la atención al panorama y las atracciones que ofrecen los sentidos, los hábitos mentales, la cultura envolvente y las pasiones egoístas. Empieza con la paradoja de tener que esforzarse en no pensar. Como aquí no rige la entropía, el deshacer lo pensado mal, que tampoco está al alcance de los malpensantes, cuesta más que pensar correctamente. Sólo construye quien destruye.
Las culturas orientales, poniendo la verdad en el estado de tranquilidad individual, quedaron ancladas en esa primera regla y no continuaron por la senda griega que condujo al arte occidental de pensar lo verdadero y lo justo. Su error vital lo han pagado en atraso científico y sacrificio de la justicia social.
La segunda regla consiste en realizar el proceso de pensar de modo individual. Si la acción es asunto de muchos, el pensamiento lo es de una persona a solas consigo misma. Cuando los partidos dicen «pensamos» no expresan jamás un pensamiento, sino una propuesta de acción. Los equipos y oficinas de pensamiento sólo crean mensajes de propaganda, bajo la apariencia de pensamiento único.
La tercera regla es hermosa. Como las cosas del azar en la naturaleza, el arte de pensar se realiza sin apremios de tiempo y sin motivos de gozo o pena. Los pensamientos salen del reposo. El esfuerzo de pensar a plazo fijo lo pagan los gobernantes con tragedias ajenas y los periodistas con frivolidades propias. Si la Naturaleza pensara, rechazaría de su pensamiento todo atisbo de tragedia o frivolidad. Los pensamientos humanos, en tanto que procesos naturales, denotan su falsedad cuando son trágicos o frívolos. La atribución de sentimientos al pensamiento constituyó la antigua mitología. No es extraño que con el modo sentimental de pensar, gobernantes y editorialistas se tomen por dioses.
Los periódicos serios evitan, sin embargo, los editoriales trágicos o frívolos, no porque procuren la verdad en el pensamiento, sino porque han de complacer a masas necesitadas de no ver perturbada su conciencia de bienestar familiar con ideas pesimistas sobre el malestar del mundo o la irresponsabilidad de sus dirigentes. El acto de pensar es una aventura.
Su cuarta regla estriba en no saber a dónde conduce, cuál será su estación «terminus», si es que la tiene. Eso separa el pensamiento y el razonamiento. Éste no avanza hacia algo nuevo. La conclusión está ya contenida en la premisa. Todo razonamiento es una tautología, con la lógica por instrumento. Mientras que si el pensamiento no es un proceso creador fecundado por la imaginación crítica, no es pensamiento.Los actos de pensar que conocen su destino, condición constitutiva del pensamiento débil, no pueden ser más que alegatos de ideas dominantes.
La última regla, la más conocida y la única comentada en las reflexiones de los pensadores modernos, garantiza la consistencia del pensamiento, la prueba de su verismo en el contraste con la realidad extramental. Solidez y fluidez en las conexiones de lo observado, en tanto que hecho dado a la percepción, con lo proyectado o intuido en la imaginación de lo verdadero y justo.
Sencillez y belleza en el lenguaje, que no sólo expresa sino que constituye el pensamiento. Y apertura de éste a la verificación constante de su veracidad mediante su confrontación con el mundo.