En la corriente renovadora y desmitificadora del western emprendida durante los aires del llamado Nuevo Hollywood, una vertiente habitual era la confrontación de actores jóvenes, que encarnaban a las generaciones surgidas tras la del Oeste de los pioneros, las caravanas, la caballería y las guerras indias, y las viejas glorias del cine anterior, que daban vida a los restos casi fosilizados de esa construcción mental colectiva, relato fundacional de inspiración nacionalista, del «descubrimiento» (ese territorio ya lo habían pateado suficientemente españoles, británicos y franceses) y conquista de las praderas y las montañas entre el Misisipi y el Pacífico. Junto a títulos como Los cowboys (The Cowboys, Mark Rydell, 1972), protagonizada por John Wayne, dentro de un planteamiento más clásico, o Tres forajidos y un pistolero (The Spikes Gang, Richard Fleischer, 1974), con Lee Marvin o Arthur Hunnicutt en oposición a Gary Grimes, Ron Howard y Charles Martin Smith, en un tono más influido por el spaghetti-western y la atmósfera autoral y crepuscular propia del contexto, el debut en la dirección del reputado guionista Robert Benton, quien, haciendo equipo con David Newman (también coautor de este guion), había escrito películas tan relevantes como Bonnie y Clyde (Bonnie & Clyde, Arthur Penn, 1967), El día de los tramposos (There Was a Crooked Man, Joseph L. Mankiewicz, 1970) y ¿Qué me pasa, doctor? (What’s Up Doc?, Peter Bogdanovich, 1972), y que con el que más adelante volvería a reunirse para coescribir la saga de Superman, viene a sumarse a esta tendencia que comprendía viejos y nuevos tiempos, tanto en la ficción del western como en la realidad del cambio de era cinematográfica en Hollywood. El planteamiento argumental, quizá no en exceso novedoso, coloca a Drew (el malogrado Barry Brown), un joven metodista que intenta huir del alistamiento para la Guerra de Secesión enrolándose en una caravana hacia el Oeste, en la banda de Jake (Jeff Bridges), un grupo de jóvenes rateros que sobrevive a base de pequeños hurtos y robos, pero cuyos sueños de grandeza incluyen, un tanto ingenuamente, el asalto a diligencias y trenes. Drew y Jake entablan desde el principio una ambigua relación de amistad e intereses comunes (y, puntualmente, divergentes) que no evita el antagonismo, la rivalidad y el desencuentro. Una atracción-repulsión que lo mismo está a punto de destruirlos que los conduce inevitablemente el uno hacia el otro.
Este efecto espejo entre ambos personajes se completa con otro similar proyectado entre dos bandas de delincuentes, la de Jake y Drew, que completan Loney (John Savage) y Arthur (Jerry Houser), entre otros, y la que dirige el pragmático Big Joe (David Huddleston), compuesta por esbirros de bastantes pocas luces como Hoobs (Geoffrey Lewis), Orin (Ed Lauter) y Nolan (John Quade). Ambos grupos, al tiempo que se encuentran y rivalizan, se enfrentan y se matan, suponen la representación de dos momentos temporales distintos de un mismo arquetipo, el del forajido del Oeste: los jóvenes ven su futuro en los veteranos, algo que todavía estiman como un envidiable y oneroso medio de ganarse la vida en libertad; los veteranos, amargados, desencantados, hartos, ven en los jóvenes a sus sucesores, los que quieren arrebatarles el puesto, enviarlos a la jubilación, al tiempo que su resentimiento rechaza instintivamente aquello que fueron. La conexión entre ambos es doble: por un lado, Jake quiere llegar a convertirse en Big Joe, pero no puede evitar que su ingenuidad, su idealismo, su incompetencia y sus impulsos juveniles deriven en la fanfarronada, en una baladronada continua poco respaldada por sus actos, una negligencia continua, acompañada de mucha arrogancia, que genera problemas, causa molestias e incluso provoca trampas y muertes; Big Joe, más sabio, simpatiza de algún modo con los muchachos a los que, sin embargo, ha robado y no duda en decidirse a exterminar, comprende quiénes son y a qué se exponen: en el mejor de los casos, acabar como ellos; en el peor, ser ahorcados más pronto que tarde. La conexión dramática entre ambos grupos será Jake, que con el devenir de la trama cambiará una compañía por otra, una tendencia a la traición, propia de él desde el principio, que no es más que plasmación de su irrenunciable egoísmo, de la búsqueda continua de su interés, de su supervivencia, aun a costa de utilizar a sus amigos, incluso a los que más aprecia -si en él cabe el aprecio- cuando le conviene. En ese aspecto, el desarrollo de la película sigue las oscilaciones de la relación entre Drew y Jake, que empieza con un robo, se mantiene con cierta complicidad, vive el desencuentro, el desengaño, la traición y el deseo de venganza, y culmina en el reencuentro y la más que plausible posibilidad de repetición, de volver a pasar de nuevo por todos esos estadios a pesar de cierto poso evidente de afecto mutuo. Pero si Jake aspira a ser Big Joe, los devaneos de Drew fuera del grupo, en su búsqueda de venganza y de satisfacción a su resquemor, le llevan a la partida de Marshal (Jim Davis), que se supone que persigue a los forajidos en nombre de la ley, pero que se comporta como ellos, porque su aplicación se limita al tiroteo indiscriminado y al ahorcamiento si hay ocasión.
Narrada desde una cierta distancia emocional, a la que contribuye la desvaída fotografía de Gordon Willis, en la que predominan los tonos ocres, grises, marrones y sepias, como de daguerrotipos o fotografías de la época, dentro de una permanente atmósfera de neblina gris o de dorado sucio, la película alterna episodios y diálogos dramáticos (la muerte del chico más joven) y humorísticos (en particular, la del despertar sexual del grupo) -hasta el punto de que procede preguntarse si Sergio Leone llegó a ver esta película-, situaciones contradictorias cuya combinación no chirría, pero en las que predomina un tono pesimista general, amargo, desencantado, de futuro incierto, salpicadas de cierta violencia, ya sea en forma de tensión latente, ascendente hacia el estallido (la granja en la que el grupo de chavales pide comida; el asalto de la banda de Big Joe), o en medio del estallido mismo (cuando la partida de Marshal rodea la casa donde se esconden los hombres de Big Joe; o, en particular, cuando Jake y Drew descubren, como en un juego, la violencia, los disparos, la gratificante sensación de acabar con quienes amenazan sus vidas). Es esta violencia, más o menos soterrada, más o menos explícita, la que termina dominando una historia que, en el fondo, puede leerse como el proceso de maduración del personaje de Drew, desde la timorata existencia del metodista que intenta librarse del ejército con el pretexto de sus convicciones religiosas, hacia el descubrimiento de la violencia y, con él, el alcance de la edad adulta. En este periplo le acompañan otros jóvenes como él, que tienen hasta entonces una idea romántica y fantástica de la vida como forajido, de la delincuencia, de la muerte, y que, bien sucumben a esa misma violencia de la manera más cruda y salvaje, bien terminan por ejercerla de manera deshumanizada, sin ninguna mala conciencia. Y ahí, en este punto fundamental, es donde la película, y la elección que hace la película de usar a unos protagonistas postadolescentes, se conectan con el contexto de su tiempo, el año 1972 y los estertores de la guerra de Vietnam. Un espacio, un tiempo, también dominados en su mayoría por grupos de jóvenes que descubren la violencia, que la sufren y padecen o son abatidos por ella, que la emplean de manera salvaje, y que maduran por y a pesar de ella. El western, una vez más, como termómetro sociológico de su tiempo, testimonio de un género que nace en las brumas de la tradición narrativa del ser humano y que se mantiene vigente para zambullirse de cabeza en la actualidad de cada momento. Un género eterno.
