Revista Coaching

Relato 1. SuperPadre.

Por Pabloadan

Yo era un padre normal. Muy preocupado por sus hijos pero con poco tiempo para dedicarles.

El estrés del trabajo, los compromisos sociales... qué se yo. Siempre había un motivo para que me sintiera mal conmigo mismo. Y eso que no tenía ninguna presión. Era yo, ese maldito yo autoexigente y siempre en deuda con el mundo.

Aquel día hacia frío, mi llegada en tren desde Barcelona se había retrasado y llegue algo atontado, con esa modorra mezcla de sueño, mareo y mal de cabeza.

Cogí la moto que había dejado aparcada en la estación. Un plus de comodidad. A veces pienso que haría yo sin ella. Y a veces pienso como sobreviven los que no la tienen.

Si yo hago tantas cosas al día con la moto y no llego a todo... ¿Qué harán los demás? No lo entiendo. Por más que lo intento no lo entiendo. Bueno, cosas mías.

Arranco y voy hacia casa. La luz de las farolas refleja en el asfalto. Hay humedad y cae la noche para oscurecerlo todo. Se acaba el día.

Llegando a casa acumulo frio aunque me voy despejando. Entrar en casa calentita, el olor del hogar y mis niños pequeños a punto de irse a la cama. Paz familiar, qué placer.

Pero al meter la llave no oigo nada. Extraño.

Me adentro en la única habitación que había luz y allí estaba llorando mi hija en silencio, con su madre consolándola. Vaya, hoy tampoco habrá paz.

  • ¿Qué ocurre?
  • Nada, que tu hija mañana tenía que llevar al colegio un ramo de flores para celebrar el día de la Virgen y se acaba de acordar. Ya le he dicho que a estas horas está todo cerrado. Está desolada.
  • Venga hija, no es para tanto, no pasa nada. Ya verás como nadie se da cuenta.
  • ¡Papá no me digas eso! -se giró acusándome-. La última vez ya me pasó me dijiste lo mismo. La culpa es tuya que nunca estás en casa y no te importan mis cosas.
  • Bueno tranquila, no te pongas así que acabo de llegar de viaje. Algo se me ocurrirá, confía en mi.

Reconozco que ese lamento entró hasta mi alma como una lanza vengadora.

Ya sabía yo que me tenía que caer a mi la culpa otra vez. Sea lo que sea que ocurra en casa, la culpa siempre tiene un destino: yo.

Me retiro de la habitación sigiloso. Quién me manda llegar tan pronto. Culpable, sin culpa y sin aliados.

Me quito la corbata, voy a la cocina y me bebo un vaso de agua. Intento regular mi cuerpo para evitar reacciones estresantes.

Me asomo a la ventana que da al paseo. Cuando llegamos a esta casa no había casi nada alrededor. Hoy cada vez hay más tráfico, más luz, más árboles.... Más flores. ¡Más flores!

¿Y por qué no? Además, podría ahorrarme los veinticinco euros del ramo.

Esta vez intentaré reaccionar. Ya es prácticamente de noche. Humedad y noche cerrada. Un padre que se siente culpable, y una hija que necesita un héroe.

¿Y por qué no?

Me pongo el chándal, con capucha claro, zapatillas de deporte, linterna y tijeras. ¡Allá voy!

Mi hija tiene que tener el mejor ramo del colegio. Allá va Super Padre.

Me despido sin dar pistas ni levantar expectativas.

  • ¡Ahora subo!
  • ¿Dónde vas?
  • ¡Ahora subo!
  • ¡Que a dónde vas!
  • ¡Ché, que ahora subo! ¡Cosas mías!

Qué manía de preguntar tanto. Yo no lo hago.

Me desplazo hacia el parque entre las sombras, cual ratero que busca camuflaje entre la oscuridad.

Voy oteando la zona, cruzo, miro discretamente. Voy observando flores, hasta que llego a mi objetivo: rosas. Bonitas y grandes rosas de jardín público.

No debo sentirme mal, es una buena causa. Al fin y al cabo el parque es de todos.

Van pasando coches, me da la sensación de que todos me miran. Cruza una pareja paseando un perro. Una persona solitaria me mira de reojo. Todos saben que soy algo que en ese cuadro no encaja. Se me nota.

Me decido y comienzo a cortar.

¡Zas, zas! una tras otra van siendo vilmente secuestradas.

Pero me pincho, me pincho de forma dañina. Una y otra vez

¡Ay!

Pero me aguanto, no puedo parar. Tengo que hacerlo rápido.

¡Zas, zas! ¡Ay!

Agarro un buen puñado. Noto dolor, noto pequeñas gotas de sangre emergiendo, bañando las flores, las malditas y pinchosas flores.

Joder qué daño.

Acelero de vuelta a casa. Llego a casa con el puñado entre las manos, entro y me dirijo a la cocina.

Enciendo la luz y deposito el ramo en la pila, y...

¡Joder pulgones!

Al menos 5.000 pulgones recorriendo mis manos, los brazos, horror. Está infestado de pulgones. Dios mío que asco, qué desastre. Mi pobre niña.

Al fondo de la cas mi mujer me interroga, otra vez.

  • ¿Has llegado ya?
  • Si pero no entres en la cocina
  • ¿Qué estás haciendo?
  • Nada, nada. ¡Cosas mías!

Claro, ¡cómo podía decirle a mi mujer que estoy en la cocina "no haciendo nada" y que no venga a entrar.

Los pulgones me llagaban ya por las piernas, se escapaban por la pila hacia el banco de la cocina.

Cogí el fumigador, no era de pulgones ¿Quién tiene un fumigador de pulgones en casa? Era de mosquitos pero da lo mismo. Tiré tanto que estuve a punto de morir de asfixia e intoxicación.

A los pocos segundos aquello parecía un cementerio de bichitos que me tocó limpiar cual exterminador implacable.

Tuve que meterme después en la ducha. El olor del mata mosquitos y los pulgones pegados al cuerpo era realmente repugnante. Además todo se entremezclaba con los pinchazos sanguinolentos, que escocían de forma intensa y desagradable.

Ya limpio y curado entré de nuevo en la cocina.

  • ¿A dónde vas ahora?
  • ¡Cosas más!

Recorté con cuidado las rosas, arreglé los tallos y fabriqué un ramo de auténtica princesa. Dos docenas de rosas se salvaron de la brutal pelea de pulgones, pero allí estaban, hermosas y camino de oler a flor.

Las miré con orgullo, orgulloso de mis súper poderes de Súper Padre. Imaginaba la cara de María mañana cuando entrara en la cocina, su angelical rostro iluminado y su mirada de orgullo hacia su padre.

Apagué la luz, cerré la puerta guardando ese gran tesoro. Vaya ramo.

Me fui a la cama, ya era tarde y mis mujeres dormían.

Sonó el despertador, sonreí y caminé hacia la cocina. Quería dejarlo todo preparado, listo y bonito para María.

Abrí la puerta y... ¡No puede ser!

El precioso ramo floreado no era más que un haz de palos rodeado de cientos de pétalos repartidos entre la mesa y el suelo.

¡Dios, qué ha pasado...!

Claro las flores, maldita sea. Serán rosas bordes, o acaso me las cargué atiborrando el mata mosquitos.

Qué imagen tan desoladora, tan perdedora, tan horrible.

¿Qué hago ahora? ¡Dios! Otra vez patinazo de padre.

No hay tempo para pensar. Sin ducharme y a toda velocidad arranqué la moto y recorrí las calles en busca de una floristería abierta, pasando semáforos en rojo, haciendo tramos por encima de la acera, algunos en contra dirección.

Entonces vi una pequeña floristería de barrio. Alguien estaba levantando la persiana del local y entonces le asalté.

Me acerqué y pedí con urgencia un ramo de flores.

Tranquilo, tranquilo, me dijo la anciana.

No señora, de tranquilo nada, que llego tarde.

Pagué los veinticinco euros. Salvado por la campana. Todo lo que me habría ahorrado si hubiera empezado por ahí.

Llegué casa con el ramo. María ya estaba desayunando y sonrió al verme entrar. Cogió el ramo y me dio un abrazo.

Mientras mi mujer me miraba extrañada.

  • ¿De dónde vienes? ¿Por qué huele así la cocina? ¿Qué te ha pasado el manos?
  • Cómo que nada?
  • He dicho que nada. Cosas mías.

La manía de preguntar siempre.


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