Roberto miraba cómo la brillante esfera se hacía cada vez más grande. Las noticias habían avisado de que, por increíble que pareciera, el mundo llegaba a su final.
Nadie estaba preparado para aquello, por supuesto. Viéndolo desde fuera, cualquiera hubiera pensado que ese podía ser el momento perfecto para hacer lo que siempre habían ansiado, de cumplir sus más íntimos deseos sabiendo que ninguna consecuencia posterior les alcanzaría. Sin embargo, lo cierto era que la gente no actuaba así; quizá era incredulidad, falta de aceptación o indecisión, pero los habitantes del planeta, alertados ya del acontecimiento, no dejaron de realizar sus tareas cotidianas con una relativa normalidad.
Casi todos. Para Roberto, por otra parte, era completamente distinto. No era miedo lo que sentía, pues una sensación así para algo inevitable era fútil. Podría pensarse que se trataba de desesperación, aunque tampoco se acercaba a eso. Debía realizar algo antes del inminente final, ese era el pensamiento de Roberto.
No habían anunciado una hora en concreto, pero estaba claro que el tiempo iba avanzando de manera inexorable: el Sol parecía ya engullir al pequeño planeta, y el calor comenzaba a ser insoportable. El tráfico era mayor del habitual; a pesar de ello, consiguió llegar a su destino sin ningún incidente.
Bajó del coche y llamó a la puerta del chalet. Se preguntó si la casa estaría vacía, hasta que, al cabo de un rato, oyó unas pisadas y el posterior sonido del cerrojo al abrirse. Allí estaba ella, delante de él y mirándole con cara dubitativa.
Había pensado qué decir y cómo decirlo. Durante todo el camino se repitió las frases que iba a soltar y ya tenía un discurso en condiciones preparado. En ese momento, lo único que se le ocurrió fue acercarse a ella y darle un intenso beso en la boca.
Al principio ella se sorprendió, aunque no separó los labios de los suyos. Sentía lo mismo desde hacía tiempo, y el miedo era lo único que no había permitido la posibilidad de tal acción. Por lo menos, hasta aquel momento.
Su marido no estaba en casa, pero aquello era algo que le hubiera importado poco. Ya hacía mucho que no sentía nada por él, salvo un cariño forjado con el paso del tiempo. Los niños, el lazo que había servido de unión durante años, ya habían crecido y abandonado el nido, así que no existía nada ya por lo que seguir juntos, salvo la crítica social y la reacción de sus familias.
Roberto la miró. Era la mujer más hermosa que había conocido, aunque no era eso lo que le había hecho enamorarse de ella. Tampoco su personalidad, su gracia, su inteligencia ni su carisma. Era la suma de todo aquello, algo que no podía nombrar ni había forma alguna de buscar; simplemente estaba allí. Lamentó no haberlo hecho antes, pero la tierna mirada que ella le estaba ofreciendo alejó los tristes pensamientos de su mente.
El mundo terminó, sí, pero a la vez algo hermoso había empezado. Si para llegar a ese momento era necesario que surgiera la más absoluta destrucción, pensó Roberto, merecía la pena.