La literatura vienesa finisecular, asfixiada durante tiempo por la frivolidad de un academicismo excesivamente vacío, se estremeció súbitamente bajo el paso firme y seguro de la Jung Wien (La Joven Viena), movimiento destinado desde un primer momento a convertirse en uno de los principales focos culturales del nuevo siglo. Lo cierto es que, a pesar de la distancia que separa nuestra época de aquella, todavía hoy nos sorprende la audacia con la que este inesperado grupo de talentosos escritores (entre ellos, Hofmannsthal, Bahr o el posteriormente retractado Kraus), bajo la insignia de unos tiempos nuevos, desafiaron la herrumbrosa tradición de la literatura alemana.
Un artífice imprescindible de esta renovación fue Arthur Schnitzler, cuya prosa, llena de fuerza pero también de delicada sutileza, lo acredita como uno de los más valiosos representantes del modernismo austríaco. Schnitzler, médico de profesión y gran admirador de las nuevas aportaciones de la psiquiatría de Freud, se caracterizó por una profunda capacidad de penetración psicológica y por ser uno de los principales introductores del monólogo interior en la narrativa en lengua germánica. Tales atributos, presentes a lo largo de toda su trayectoria literaria, son especialmente significativas, sin embargo, en sus últimas obras, entre las cuales figuran algunos cuentos de cierto valor literario y, sobre todo, varias novelas cortas de excepcional factura, como La señorita Else (1924), Apuesta al amanecer (1927) o la que ahora nos ocupa, Relato soñado (Traumnovelle, 1925), quizá su obra más célebre hoy a raíz de la adaptación cinematográfica que de ella realizó Stanley Kubrick poco antes de su muerte (Eyes Wide Shut, 1999).
Esta pequeña pieza, Relato soñado, es una novelilla de poco más de cien páginas (magníficamente editadas, por cierto, por Acantilado, en traducción de Miguel Sáenz), llenas de frescura y de un exótico tono onírico que captura al lector con su exquisito lirismo. Decía Baudelaire que el relato corto tenía la virtud de añadir, a las cualidades de la novela, la intensidad de lo breve, algo que en efecto confirmamos en la obra de Schnitzler. La razón es sencilla: la lectura ininterrumpida, fluida, de su Relato soñado, lectura inducida por el mismo formato de la narración, nos llevan efectivamente a este mundo de ensueño que presagia el título, impreciso e intangible, donde no distinguimos bien lo real de lo ficticio, lo sensato de lo absurdo. Queda así el lector, pues, prisionero en los límites de este mundo soñado, encanto de hipnotizador en el que descansa todo el efecto dramático y psicológico de la obra.
Si una cualidad debemos resaltar, por encima de cualquier otra, en esta generación de escritores de la Viena finisecular, entre ellos Arthur Schnitzler, es sin duda la habilidad para desmontar, partiendo de una situación dada, los más íntimos resortes de un yo que ha perdido todo soporte y referencia, y que ha quedado con ello abandonado a su suerte. Piénsese por ejemplo en aquel poeta, Lord Chandos, que se confiesa repentinamente incapaz de articular su existencia en meras abstracciones, o en el Virgilio de Broch sacudido en su agonía por la convicción de que debe destruir su poema inacabado. También Schnitzler fue, en este sentido, un auténtico dinamitero. En su Relato soñado, apenas una mascarada de Carnaval y un diálogo en apariencia inocente entre el médico Fridolin y su esposa Albertine, serán suficientes para abocar al vértigo de lo desconocido al protagonista, en una travesía de erotismo y muerte que poco se diferenciará de la fiebre del sueño.
La narración comienza, pues, con una conversación, de tono confidencial e ingenuo, entre Fridolin y su esposa, propiciada por su asistencia a una comparsa de carnaval la noche anterior. A lo largo del diálogo, los dos cónyuges se confesarán mutuamente las ocasiones en que estuvieron cerca de la infidelidad, y aunque el coloquio acabará, según parece, felizmente, lo cierto es que será el punto de partida de una caída que llevará a Fridolin, a lo largo de la noche, hasta los escollos de su propia consciencia.
Las diferentes escenas que seguirán, en cierta manera inconexas entre sí como en un sueño, y no obstante hilvanadas con elegancia y sin brusquedad, nos llevarán hasta el episodio central, la extraña orgía que unos misteriosos enmascarados celebran secretamente en alguna mansión, y cuyo sentido último (el peso del cual sentimos cada vez más amenazadoramente) no nos dejará el autor ni siquiera adivinar.
¡Qué prodigiosa escena, el baile en que el intruso, descubierto finalmente, se ve obligado a aceptar el sacrificio de aquella mujer desconocida a la que, sin embargo, ha amado durante apenas una hora con la intensidad del éxtasis! ¡Y qué pathos el de ese pobre e insignificante médico que proclama, en un último intento inútil de salvar a su anónima protectora, que toda aquella comparsa ha dejado para él de ser tal para significar algo mucho más profundo! «Siento que he tropezado con un destino que no tiene ya nada que ver con esta mascarada, y voy a revelar mi nombre y a quitarme la máscara, asumiendo todas las consecuencias». Nobles palabras, a pesar de provenir del furor extático de un sonámbulo.
Permítasenos todavía aplaudir el pasaje en el que se describe el sueño de Albertine, uno de los más bellos y sugestivos de todo el relato, donde se adivina la palmaria influencia, tan habitual en Schnitzler, de Sigmund Freud (quien, por cierto, también admiró y elogió a nuestro autor por su sutileza y su talento). La detallada descripción de este sueño, simultáneo a las peripecias nocturnas de Fridolin y en el cual se perpetrarán finalmente los actos de infidelidad que en vida no habían llegado a realizarse, dejará al descubierto la presencia, soterrada pero irrefrenable, del deseo, subyaciendo a la ilusoria tranquilidad del matrimonio burgués. Ante esta singular aventura soñada, Fridolin sentirá despertar en su pecho, a pesar de sus propias aventuras, un odio desmesurado hacia su mujer. Nuevamente, Schnitzler merece todo nuestro reconocimiento por su maestría a la hora de desmenuzar, hasta sus últimas partículas, los cimientos que sostienen las relaciones humanas más básicas.
En cualquier caso, el nuevo día traerá consigo la vuelta a la normalidad y, por supuesto, el ineludible afán de redimirse de la transformación nocturna. Pero al recorrer con Fridolin los mismos paisajes de la pasada noche bajo la claridad del día, los descubriremos ahora velados e impenetrables, con esa extraña niebla de aquellos sueños que antes vivimos tan intensamente pero que ya empiezan a diluirse. Todo ha de volver a su cauce finalmente, y la insolubilidad última de los misterios de la noche anterior no hará sino aumentar el carácter quimérico de las páginas que poco antes leímos.
La construcción progresiva de un clímax brillante y oníricamente inquietante, tomando como punto de partida un comienzo trivial e incluso ya desgastado, es una de las principales virtudes de Schnitzler en esta obra. Otra de ellas es el logrado juego entre sueño y ficción, entre máscaras y realidad, que conforman la admirable estructura carnavalesca de la obra. A este respecto, resulta sinceramente sugerente la última escena, en que Fridolin, habiendo ya cerrado finalmente su aventura, encontrará la máscara de la noche anterior sobre su almohada. Empujado de modo irresistible por alguna extraña obligación, explicará detalladamente a su esposa todo lo acaecido hasta entonces, tras lo cual esta, sonriente, le concederá la redención tan deseada. ¿Han sido por lo tanto todas estas aventuras, «tanto las reales como las soñadas», una prueba? ¿Volverá todo, verdaderamente, a la normalidad y retornará la pareja, transcurridos ya los tres días del Carnaval, a la rutina? Es posible, pero en cualquier caso, parece innegable que la vida real, por así decir, su existencia cotidiana, ha de quedar irrevocablemente tocada por las experiencias del frenesí nocturno. Frenesí que se extiende más allá de los meros hechos de la noche pasada, en efecto, puesto que, como nos recuerda Schnitzler, «la realidad de una noche, incluso la de toda una vida humana, no significa también su verdad más profunda», como tampoco «ningún sueño … es totalmente un sueño».