Hoy publicamos "Rompiendo aguas" (Ourense, España), otra de las obras finalistas del I Premio de Relatos LGTB "Corralejo".Es un despacho de color indefinido. Hay dos mujeres sentadas frente a mí, formando un extraño tribunal. Me pregunto si son las Parcas, las Erinias o las Moiras… Todo es posible, aunque sean solo dos. Quizá una de ellas se encontró enferma y no pudo asistir, a lo mejor está cansada o se encuentra lejos. Por lo que fuera, han venido únicamente estas dos para interrogarme. Pero las noto tan dispuestas a hacerme pedazos como si estuvieran todas juntas. El vestido se me escapa del cuerpo, he debido de adelgazar varios kilos en los últimos diez minutos. Me siento sin decir nada. Estoy temblando de pies a cabeza. Y aún no ha empezado la brega.
¡Qué desaboridos parecen estos organismos de la administración autonómica! Muros desconchados, suelos raídos, puertas de cartón. Maldito escenario. Cierro los ojos y pienso en Ángela. Ángela, amor mío. Soy yo la que estoy aquí, pero he venido por las dos. Aunque las Erinias no pueden saberlo, ni siquiera olerlo. Yo rellené la solicitud, pero era Ángela quien guiaba mi mano. He entrado por esa puerta dispuesta a mentir, a disimular, ocultar, desfigurar, encubrir, callar, envolver…dispuesta a lo que haga falta para conseguir nuestro sueño…es más que un sueño, es injertar nuestra vida con otra vida nueva…
El despacho parece un cubículo muy pequeño, sin embargo tiene las paredes impropiamente altas, tanto que parezco arrojada aquí desde alturas inconmensurables. Casi no me sale la voz para dar los buenos días. Nos disponemos las tres alrededor de una mesa oscura, como de salón provinciano, en forma de óvalo y con patas torneadas hasta la exasperación. ¡Qué sitio más horrible! El infierno tiene que ser un lugar parecido a éste. ¿Hará tanto calor como aquí? Pienso en todo esto, mientras me froto las manos sudadas y pegajosas. Ánimo Pavese. Eso nos decimos Ángela y yo si vienen mal dadas. Pues lo dicho, ánimo Pavese. El del Piamonte también lo susurraba cuando se lo estaban comiendo los demonios. Igual que a mí ahora.
Esto es una pesadilla. A través de las paredes se escucha el murmullo de los demás funcionarios, voces trémulas y apagadas, moviéndose con una lentitud terca y viscosa. De música de fondo suena un leve teclear de ordenadores, apagado, como pisadas de muerto. Miro a mi alrededor. Todo es horripilante: la habitación, el tono atiplado de las dos mujeres, las sillas, el grabado torcido que cuelga en el panel de enfrente, hasta el color de los folios que ellas manejan parece de un sórdido amarillento.
Dan comienzo a la entrevista con una breve salutación, presentaciones, finalidad, reglas del juego, bla, bla, bla... Siento los golpes de mi corazón, aldabonazos contra el pecho tembloroso, torbellinos de sangre que se me arremolinan en la garganta. Disimula, disimula, me digo. Respiro hondo. Intentan arrojar sobre mí sus dudas como tinajas de aceite hirviendo. Claro, dice una de ellas, al estar sola hemos de ser especialmente cuidadosos. ¿Por qué dice “cuidadosos” si ellas son dos mujeres? Bien es cierto que no son mujeres como yo, cualquier parecido me lo arrancaría de la piel con una espátula, pero son mujeres al fin y al cabo. ¿Serán mujeres de verdad? Entonces ¿a quién invoca esa masculinidad? Dicen que estoy sola porque no saben nada de Ángela, de nuestro amor. Mejor así.
De pronto, un traqueteo de cientos de preguntas sale disparado de sus bocas oscuras. Me acuerdo de los desdentados de Buñuel. Me atraganto. Se me seca la garganta. ¡Cuántas preguntas! No sé responder a todo eso a la vez. Por favor, más despacio, no me da tiempo a pensar en una contestación coherente. Tranquila. Tranquila. Ánimo, Pavese.
Han empezado con fuerza, arrasando con la poca serenidad que me quedaba. Quieren saber sobre mi infancia, los miedos, la adolescencia, la rebeldía, las pérdidas. Antes de empezar a contestarles ya me doy cuenta de que a su paso todo queda destruido, asolado, como si una tempestad echase al aire las raíces de lo que soy. Les digo algo sobre mi niñez, poca cosa. Me cortan ásperamente para detenerse en la muerte de mi padre. Quieren que les hable sobre mi dolor. Necesito un vaso de agua, agua fresca y transparente, me aliviará y me dará un momento para respirar. Contesto brevemente que estábamos muy unidos. Me aconsejaron brevedad: cuánto más delicada sea la pregunta, más lacónica ha de ser la respuesta. ¡Qué patético es todo esto! Únicamente quieren que les diga si me apoyé en un psiquiatra para resolver el duelo. Sé lo que buscan: demostrar que no soy una mujer equilibrada, que necesito ayuda para recuperarme de las desgracias. Pero no me pillarán por ahí. Vengo bien preparada.
No puedo pensar que me encuentro ante dos retorcidas, incompetentes y maliciosas: se me notaría. El desprecio me rezumaría por los ojos. Calma. Calma. Me concentro en el agua fresca, en las fuentes del Limia que visitamos Ángela y yo este verano… el Limia, el río del olvido. No, olvido no, no he de olvidarme de nada de lo que habíamos ensayado. Teóricamente venía muy bien adiestrada para la entrevista. Me había construido un personaje, probado voces, tanteado gestos, contrastado respuestas, estudiado poses. Ángela y yo llevamos tres semanas preparando minuciosamente este interrogatorio. No vamos a rendirnos ahora.
La rendición no se contempla. Aquí estoy presentando batalla. Esto es una tortura. La peor es la rubia con cara de bulldog. Su tono denota el desprecio que siente por todos los que nos sentamos a este lado de la mesa. La morena, en cambio, me sonríe de vez en cuando, como las hienas. Sé que le llaman Charonegra, tiene la cara llena de manchas y su figura es deforme, igual que su alma.
Ahora le toca el turno a mi vida ¿Cómo han dicho? Me ha parecido oír “vida relacional” ¡Qué espanto de expresión! Son igual que los tribunales del santo oficio: inventan su propia historia fantasmagórica, la hacen real y se la atribuyen a los pobres seres atribulados que tienen frente a ellas. Al presente, soy yo ese pobre ser atribulado. Venga, ánimo, Pavese.
No cejan en su empeño. Quieren enterarse si sufro mucho cuando termino con una relación importante. Sería hasta gracioso, si no nos estuviéramos jugando tanto. A pesar de mi concisión, ellas no se arredran. Insisten en detectar el sufrimiento que ha habido en mi vida… Si ellas supieran, si pudiesen siquiera imaginar una pequeña parte del dolor que he sentido, que me ha atenazado, que me ha zarandeado, pero que también me ha hecho más fuerte, más cómplice, más serena... Debo alejar de mí estos pensamientos. He de mantenerme dentro de los límites de mi personaje.
Parece que con esta última cuestión, ya han reunido datos suficientes sobre mis sufrimientos y buscan otra cosa a la que hincarle el diente. El cambio de tercio no puede ser más grotesco: se muestran vivamente interesadas en saber si desconfío de las personas demasiado generosas, si nunca bebo líquidos y si me cuesta trabajo probar comidas nuevas. Me quedo perpleja: la estupidez humana puede alcanzar cotas ilimitadas.
Alguien nos interrumpe. Qué bien me viene, así tendré un momento para reordenar mis ideas y, ante todo, normalizar la respiración. El jadeo empezaba a delatarme. Fuera del cuarto de interrogatorios, les oigo comentar que se ha atascado una fotocopiadora en el despacho de al lado y, al parecer, solo la Bulldog es capaz de ponerla en funcionamiento. Con un poco de suerte, se queda pegada al rodillo y me libro de ella. La Bulldog hace honor a su nombre y les ladra con fiereza por el poco cuidado que han puesto al usar la máquina. ¡Voto a bríos, que la oigo ladrar! Esto tiene que ser un sueño, las funcionarias no ladran ¿O éstas sí?
Aquí dentro, Charonegra y yo nos hemos quedado en silencio. Ella me sonríe tímidamente. No te fíes, es una trampa, me grito. Ya me lo advirtieron. Hacia la mitad de la entrevista, buscan que te sosiegues para que bajes la guardia y atacarte directamente la yugular. Me lo contó Marta. Ella también tuvo que sufrir este paseíllo de la muerte, ella también tuvo que ocultar a la mujer que amaba, como yo oculto a Ángela. Ánimo Pavese.
Ya vuelve la Bulldog, se le han desordenado los papeles y está confusa. Al final, soy yo quien les recuerdo la última pregunta que me hicieron, la de si me cuesta trabajo probar comidas nuevas. Es entonces, abruptamente, que se abre el turno de mi vida amorosa. Este es el momento culminante. Aquí nos lo jugamos todo. He de mantener la compostura. No pueden ni siquiera sospechar lo de Ángela. De mi disimulo depende que esto llegue a buen puerto. Otra vez oigo ladrar a la Bulldog, literalmente, “guau, guau”, pero lo más raro es que la entiendo, sé lo que significan sus ladridos. Tengo que estar soñando, si lo supiera con certeza les escupiría todo lo que pienso sobre este acto, tan inhumano como inútil.
Ellas siguen hablando. Que si estoy dispuesta a un examen minucioso, ladra reiteradamente la Bulldog. Hija de perra, debe de ser eso. Y empieza un rosario de requerimientos, curioseos, interrogaciones, pegas y catecismos, cada vez más incisivos y lacerantes. Estoy ante el tribunal de la Inquisición, en cualquier momento me subirán al potro y empezarán a estirarme hasta que les cuente no sé qué temibles secretos que ellas creen que oculto en mis relaciones. Otro trago de agua fresca, que ya no está tan fresca: llevo horas aquí encerrada. De nuevo les contesto de un modo conciso. Charonegra me pide respuestas algo más amplias. Me defiendo tímidamente: las respuestas son las que son, no hay más que contar. Parece que se dan por satisfechas y cambian otra vez de tercio. Sé que es solamente una táctica. Buscan mi espalda para apuñalarme sin tener que mirarme a los ojos. Los cobardes son así.
Ahora quieren averiguar si me gustan mucho los viajes. Parece una pregunta sencilla, aun así pienso bien la respuesta. Procuro contestar con sensatez, que no con franqueza. Ya se sabe, no hay que decirles la verdad, sino lo que quieren oír. Un traguito más de agua. Una respiración profunda. Creo que no está saliendo del todo mal. Ángela, amor mío, estamos casi a punto de conseguirlo. Aunque quién puede adivinar qué opinan la Bulldog y su compañera. ¿Serán personas de verdad? No, no digo que sean mutantes, aunque por su aspecto bien podrían serlo. La Bulldog parece una mezcla de la señora Simpson y la Olivia de Popeye y Charonegra me recuerda a una Betty Boop deforme de alma y cuerpo…Cuánto más las miro, más me convenzo de que tienen un aire sospechoso, a falso, a hueco. Hasta cuando hablan, creo escuchar ese característico ufff que exhalan al abrirse los botes envasados al vacío. Ufff ufff ufff ¡Basta! Tengo que dejar de escuchar ese ufff o me va a reventar la cabeza.
Hace ya unos minutos que las preguntas son menos personales: los años de universidad, el trabajo, las aficiones, la espontaneidad, el interés por otras culturas. Las contestaciones son claras y precisas, sin un solo titubeo, como no podía ser de otro modo. Las traigo bien preparadas. Sin embargo, temo un ataque final, un ataque que me desborde y me haga salir de mis trincheras.
Ánimo Pavese, que ya falta poco. Un último asalto y abandonaré esta antesala del infierno. Sí, les digo, no estoy sola en el mundo, tengo buenas amigas. Más que nada lo hago para demostrar que hay una red que me protege y que, llegado el caso, arrimaría el hombro si hiciese falta. Pero, no bien acabo de decirlo, a Charonegra se le dibuja una sonrisa fatal, de triunfo, de hiena que puede cebarse en mi carne recocida después de horas de interrogatorio. «Vas a tener que contarnos pormenorizadamente quiénes son esas “amigas” del alma –pronuncia “amigas” con un tonillo de choteo que me produce arcadas−, dónde viven, con qué frecuencia os veis, qué sientes cuándo estás con ella o con ellas porque has hablado en plural». Y sigue repiqueteando machaconamente, golpeando «por qué no nos has hablado antes de ella o de ellas, por qué las ocultas, por qué, por qué, por qué – repite hasta tres veces, la última con voz de falsete». Les he contestado que no hay nada de eso, que tengo buenas amigas como puede tenerlas cualquiera, que no sé lo que se imaginan, hasta les he soltado que son amistades puras, y he repetido lo de puras sosteniéndole la mirada a la Bulldog…
Ánimo Pavese. No sé si saldré indemne de esto. Nadie puede salir ileso después de negarse a sí mismo. ¡Amo a Ángela! He estado a punto de gritarles, la amo con toda mi alma…sentía como esas palabras me subían desde lo más profundo. Me contuve en el último momento. Me paré en seco. Después les he dicho que voy un momento al baño.
Esta, la del baño, era la carta que tenía guardada en la manga por si me hacían una pregunta terrible, de esas que no es posible responder delante de un tribunal sin que el tribunal te condene, contestes lo que contestes, digas lo que digas. Sé que estoy perdida. Ojalá les hubiera dicho que me gusta la cocina cantonesa o los geranios con pedigrí o la cría del berberecho silvestre, cualquier cosa.
¡Idiota! Se trataba de protegerse las entrañas, no de mostrárselas al enemigo en carne viva para que revuelva en ellas a gusto. ¿Y ahora qué? Yo venía aquí a que dos funcionarias, la Bulldog y su compinche, certificasen mi equilibrio, receptividad, serenidad, altruismo, empatía... y otras tantas variables de una personalidad estable y dispuesta a resolver los problemas que se me presentasen, a convencerlas de que puedo ser una buena madre –madre adoptante, así me han llamado todo el tiempo a lo largo de este suplicio– para esta hija que ya llevo en las entrañas, que, desde hace mucho tiempo, llevamos Ángela y yo aquí dentro, más adentro de lo que ellas, en su lamentable estulticia, puedan llegar a concebir.
Cómo he podido ser tan necia. Cómo se me ha ocurrido salirme del guión e improvisar por mi cuenta. Pobre hija mía, en qué lugar de este sórdido despacho estás a punto de perderte. La Bulldog y su secuaz quieren hacerte desaparecer en este limbo de paredes desconchadas, antes de que podamos acunarte, antes de que siquiera podamos darte una suave caricia. No puedo dejar de pensar en cuántos antes que yo han caído en este abismo, un abismo que abren a nuestros pies estas cazadoras siniestras, tendiendo fatídicas trampas para esterilizarnos.
Me revuelvo contra mi torpeza. Todo lo que tenía que hacer era apostarme detrás de mis parapetos y esperar a que terminase esta pantomima. Pero no he podido mantener la boca bien cerrada, he tenido que mostrar una punta de mi alma para que ellas puedan tirar del hilo y desmadejarme.
Tengo que salir ahí fuera. El miedo me paraliza. Ángela y yo queremos esta hija por encima de cualquier otra cosa, ser madres de esa niña que iremos a buscar al otro lado del mundo. Esto es mucho más difícil que dar a luz. Son los dolores de parto, eso me decía Ángela esta mañana, mientras desayunábamos. Cómo duele cada esfuerzo, me sofoco, me quedo sin aliento. Cada una de estas contracciones se siente en el alma, me descoyunta. Temo sobre todo a la Charonegra, su mirada y su gesto torcido pueden succionar el alma a cualquiera que se siente del otro lado de la mesa. Marta me contó que aun así, teníamos suerte, que su antecesor era todavía peor, que devoraba las tripas y sorbía los sesos de los padres adoptantes, sobre todo si eran como nosotros. ¿Nosotros? ¿Cómo somos nosotros? Nosotros somos dos mujeres que se aman, nada más… Ánimo Pavese.
Ahí están las Erinias, me esperan solo tres puertas más allá. Me mojo la cara, bebo dos tragos de agua del grifo, pongo el rostro debajo del secador de manos, a ver si así se me ventila el alma. Regreso, dispuesta a contestar, aunque sé que me destrozarán, me despedazarán con sus garras. Cuando acaben conmigo no quedará más que un leve señuelo de lo que soy, y, por supuesto, nada de serenidad, ni de equilibrio... Pronto estarán al descubierto mi amor por Ángela, los deseos de ser madre, de ser madres, la palidez vital, la blandura, el miedo a ser descubiertas. Para poder tener a nuestra hija hemos de seguir ocultas detrás de la miseria, de la mentira, del artificio. Estoy cayendo por un precipicio profundo y oscuro. Me oigo decir una y otra vez ánimo Pavese, ánimo, mucho, mucho ánimo…