Revista Cultura y Ocio

Relatos finalistas (12): La difícil vida gay

Por Gaysenace

"La difícil vida gay" (Cienfuegos, Cuba) es otro relato que llega del otro lado del océano y que ha llegado a la final del I Premio LGTB "Corralejo".¿Y qué es la ficción sino el intentode entender las vidas ajenas?Paul Auster
Para Roly, que “me vendió” la idea.
Salir de cacería. Apostarse, no acuclillado entre matorrales, sino sentado en el  muro de El Malecón, en un solitario banco del Paseo del Prado o de alguno de los pocos  parques de la ciudad, preferentemente el apartado, silencioso, cómplice y oscuro de La Aduana, o en última instancia en el iluminado y a veces bullicioso, Boulevard de San Fernando.
Salir de cacería. Comenzar el acecho de la posible presa, que en este caso no será un conejo, un pato, una jutía o el apetecible venado casi extinguido y vedado.
Salir de cacería guiándose únicamente por la señal casi imperceptible: el gesto  apagado que delata; un movimiento de la mano; el fruncir de los labios en una forma que dicen sin pronunciar palabra; la mirada que apenas centellea en la semi penumbra de la noche; el pausado andar como el que flota entre nubes; o dejándose llevar solamente por la intuición, por una química totalmente desconocida para los no iniciados, por un algo inexplicable como la fuerza magnética de la barra imantada que atrae irremisiblemente al clavo.
Salir de cacería sin rifle ni ballesta, utilizando sólo como armas los más nimios recursos: Me puede dar fuego, por favor, sosteniendo entre los dedos temblorosos ante la inminencia de un posible acierto el cigarrillo que ha estado esperando durante un largo tiempo el momento de fenecer quemado; o Me podría decir la hora, mientras una lánguida mirada trata de insinuar, de propiciar, de convencer; o quizás pronunciar un nombre, cualquier nombre, para que la posible presa vuelva el rostro y diga: No, estás equivocado, y valorar por el tono de la voz si se puede proseguir, o simplemente decirle: Perdone, me confundí.
Salir de cacería para paliar la crisis, que en este caso no es energética, económica, ni ecológica, sino sentimental. Sentimental, sí, porque más allá del deseo, más allá de la carne que penetra en la carne y hiere y lastima y satisface, están también los sentimientos, la necesidad de saberse acompañado. Y salir de cacería no significa solamente buscar el cuerpo ajeno que se acople al propio. Salir de cacería puede convertirse en encontrar la mitad que se anhela, la que se busca para compartir cada instante de la vida.
Salir de cacería una vez más porque a ello obliga la vida, la sociedad con sus conceptos éticos y morales, tan absurdos; conceptos que hacen pecaminoso el amor entre dos hombres; conceptos que no comprenden aquellos que están allí, escudados a veces en una falsa hombría, cuando apetecen.
Salir de cacería para subsistir en esta difícil vida gay.
En esta ocasión, como en tantas y tantas otras en las últimas semanas no hubo presa y desanduvo con lentitud el camino hasta su casa. Luego, acostado en su cama, totalmente desnudo como acostumbraba, fue el dejarse llevar por los recuerdos que lo sumieron en un prolongado insomnio.
Recordó que desde niño su instinto estuvo marcado por eso que muchos llaman defecto, o aberración y hasta vicio. Desde niño. Sí, porque en la escuelita rural del lomerío, en los recesos, en la algarabía de regresar a la casa concluidas las clases, su compañía eran niñas, como lo eran en los juegos, el conversar de las cosas que conversan las niñas.
Desde niño el instinto por las ropas, los cosméticos de su tía.
Desde niño, y después, ya adolescente, cuando el sexo comenzaba a aflorar gritando nuevas emociones, sentía ya el atractivo por los hombres —aquel maestro joven que le enseñó en la escuelita rural, rubio, delgado, débil, con los ojos claros que se le clavaron en la memoria y le dejó marcado para toda la vida—, o por el arriero que cada tres días transitaba  por la casa, tomaba el café y encendía un tabaco para desaparecer después con el arria de mulos. Le atraía la reciedumbre de aquel hombre inaccesible, callado y solitario, y mil veces se imaginó internándose con él por aquellos montes de Dios. Hasta que por primera vez…
Ya antes había pasado por experiencias, pero estas no habían sido totales, plenas…; antes sólo había sido palpar aquellos falos erectos, duros, calientes; oprimirlos con sus dedos; acariciarlos en un rítmico andar y desandar por el balano y sentir —más bien presentir— la salida del líquido viscoso y caliente precedido por un extraño latir de aquella prolongación del hombre surcada por venas robustas resaltadas sobre la piel; elíxir de vida desperdiciado que se depositaba pegajoso en la mano, quemándole, excitándolo. Aquel señor maduro que burlaba a su esposa para perseguirlo, llevarlo a la maleza y pedirle que con su boca…
La verdadera primera vez  fue diferente. Y recordó a Alfredo. Habían sido tan felices durante los dos años que compartieron sus vidas. Alfredo que lo mimaba y protegía; Alfredo que cada noche le penetraba y le mordía suavemente la espalda; Alfredo que desde la primera vez —su primera vez— le hizo sentir aquella agradable ponzoña hiriéndolo, lacerándolo, desgarrándole, satisfaciéndole finalmente al sentirse poseído.
La convivencia con Alfredo marchó sin dificultades hasta que llegó Odalys.
Delgada, de linda figura, rubia como un sol, desenfadada, no le importaba que ellos fueran una pareja. Los visitaba a diario. Cada tarde irrumpía en la casa con su risa, destapaba las ollas y sin ser invitada probaba el cocido.
Les complacía la amistad que otros no le prodigaban. Compartían como tres buenas amigas. Odalys les contaba de sus variables compromisos amorosos: los besos que le prodigaba Juan, la tierna forma de acariciarle los senos de Angelito, las eyaculaciones escandalosas de Rubén, o cómo Pedro la había inducido —algo que nunca antes había hecho— para cogerla por detrás, y sí, le había dolido, pero al final le pareció maravilloso.
Ellos escuchaban sonrientes las confesiones de la muchacha hechas sin recato alguno; les encantaba sobre todo —luego lo comentaban entre sí—  verla acompañar sus relatos con gesticulaciones: fruncir la boca, sobarse suavemente los pechos, imitar los grititos de su amante de turno —¡Ay, putica, ay, me vengo, coño, ay!—,  reclinarse dándoles la espalda mientras simulaba apartarse los glúteos con las manos…
Ella vendía ropas de uso y llegaba con cada nuevo lote formando una algarabía: ¡Miren las maravillas que traigo aquí!, y comenzaba a sacar las prendas del bolso: ¿Qué te parece esta blusa? Y la ponía por delante de Alfredo, ¿Cuánto pido por ella? ¿Qué tu crees? Y sacando una saya del atado: Pruébatela mi amigo, para ver que tal se ve. Y ellos la complacían complacidos.
Una de esas tardes en que llovía fuertemente llegó a la casa totalmente empapada por el aguacero. Quería contarles que estaba sola, que Raúl había roto la relación que mantenían. Ante el histérico llanto de Odalys, Alfredo sólo atinó a decirle:
—¡Niña, quítate esa ropa que te vas a resfriar Si pescas una neumonía no vas a poder tener más maridos —y le alcanzó una camisa seca, de las mismas prendas de uso con las que Odalys trasegaba.
Sin remilgos, un poco más calmada, se sacó la chorreante blusa dejando al descubierto sus pechos: dos senos erguidos, carnosos, con los pezones totalmente erectos por la humedad. Alfredo se quedó inmóvil, alelado, mirándolos. Se percató del deslumbramiento de su pareja, pero nada dijo hasta mucho después, cuando ya ella se había marchado:
—¿Qué carajo hacías mirándole las tetas a Odalys? —y Alfredo le respondió sin inmutarse.
—¡Ay, chico, que están bonitas!
—¿Desde cuando te gustan las tetas? —le recriminó mal humorado.
—Me gustaría tener un par así
Aunque no quedó complacido con la respuesta, dejó de discutir. Estaba seguro de que no valía la pena, pero esa noche no se dejó tocar:
—Me duele mucho la cabeza, se disculpó.
Un día tuvo que trabajar a deshoras, pero terminó más temprano de lo que esperaba, y al entrar a la casa los vio: Odalys, sin ropa alguna, con los ojos cerrados y de espaldas a Alfredo que, mientras la penetraba, le acariciaba tiernamente los senos y le gritaba: ¡Me vengo putica, me vengo, ay, putica, ay, me vengo, coño, ay! —imitando las algarabías que escenifica Rubén.
Tras un instante de vacilación, dio media vuelta y se fue a la calle. La pareja se sobresaltó con el portazo, pero no impidió que culminaran su obra. Luego ellos se marcharon juntos
Desde entonces recomenzaron las cacerías con la esperanza de encontrar un nuevo compañero, un compromiso estable, pero sólo aparecían parejas eventuales, sórdidos profanadores de una noche, simplemente alentados por la carne, avivados únicamente por el placer. Hasta que sin esperarlo apareció Alberto.
No era rubio ni delgaducho, no tenía los ojos azules, sino negros, muy negros bajo el oscuro pelo ensortijado, muy distinto de su ideal. Resultó dulce y dócil, complaciente. Comenzaron a vivir juntos.
Durante algunos meses transpiró felicidad. ¿Qué más podía pedir? Ya su edad rebasaba los 45 años y el pelo se estaba perdiendo y la piel mostrando señales de cansancio y su vigor, bueno, su vigor ya no era el mismo, ¿para qué negarlo? Y Alberto era mucho más joven que él. Tenía que cuidar esta relación, no dejar que ninguna otra Odalys llegase a su casa, escoger los amigos comunes, complacerlo, tolerarlo en sus nimios caprichos, comprenderlo en sus fugaces fantasías, llenarlo, repletarlo de amor, hacer que se hundiera cada día más en aquel pozo de su goce y su cariño, sujetarlo por siempre junto a sí.
Un día lo vio recogiendo sus cosas. La mochila y el maletín estaban ya colmados. Le preguntó qué hacía, y Alberto le respondió mirándolo a los ojos:
—Me voy de regreso a mi casa, allá en el campo.
—¿De regreso a tu casa? ¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Sucede que he comprendido que no puedo estar más a tu lado. Eres bueno, cariñoso; no tengo quejas de ti pero… ¡extraño tanto mi libertad! Déjame ir en paz, quedemos como amigos —y se acercó para darle un tierno beso en la mejilla.
No opuso resistencia. La suavidad de la ruptura lo había anulado. No supo qué decir, qué hacer, y cuando Alberto salió de la casa sin mirar atrás, se tendió en la cama a sollozar.
Estaba nuevamente solo. Así tendría ahora que enfrentar la vida, malgastar sus noches; solo debería soportar las miradas inquisidoras de quienes no comprendían, quienes no sabía que él, con su “defecto”, también era habitado por un alma, le latía un corazón.
Solo y obligado a salir nuevamente de cacería, comenzar el acecho de la posible presa; buscar el cuerpo ajeno que se acople al propio, utilizando sólo como armas los más simples recursos; y más allá del deseo, de la carne que penetra en la carne y hiere y lastima y satisface, la necesidad de saberse acompañado, encontrar la mitad que se anhela, la que se busca para compartir cada instante de la vida, porque él también era habitado por un alma, le latía un corazón.

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