Revista Cultura y Ocio

Relatos finalistas (14): Cómo se pela un huevo

Por Gaysenace

"Cómo se pela un huevo" (San Juan, Puerto Rico) es la decimocuarta obra finalista que publicamos correspondiente al I Premio de Relatos LGTB "Corralejo".1
Un huevo hervido es el primer desayuno que recuerdo.
Antes de que la luz llegara a mis ojos, la música entraba a los oídos. En casa, la radio servía para sintonizar sólo tres estaciones: la emisora católica durante la madrugada, a través de la cual la gente alababa por nosotros, rezaba por nosotros, rogaba por nosotros; la salsera durante el día, con la que realizábamos faenas a son de hombros, torso y cadera, y la de boleros dominicales, que recesaba de diez a una para transmitir en directo desde el hipódromo. El indicador rojo en la pantalla radial oscilaba entre ellas según el momento, las demandas del alma y el jinete favorito. A las cinco de la mañana, nos espantaba el sueño un estribillo: Al amanecer, Dios está conmigo; al amanecer, Él conmigo está, reciclado a lo loco por un coro para asegurar que la isla entera sacudiera su modorra.
Aquella madrugada, algo me presionaba la cara. Quedé de ojos cerrados y oídos abiertos. Ningún cántico anunciaba la hora. La claridad no se filtraba por las pestañas para decir que el sol ya trabajaba. Tenía que ser de noche, y siendo como es la oscuridad, podía tratarse de demonios que intentaban poseerme. Por el barrio bullían historias de personas a quienes los fantasmas les halaban las patas para llevárselas. “Si te llaman y no conoces la voz, no contestes”, me instruyeron, “Puede ser el Diablo”.
Tieso y tibio, familiar y violento. Lo acompañaba un enjambre de dedos enredados en mi pelo. Me agarraron la cabeza y me estrujaron, contra el báculo carnal, la boca sucia. Me sobaban el cuello, aplastaban las orejas, las soltaban. El silencio zumbaba el rumor de dos cosas: la noche y su abandono. Olor a tierra y vello en las narices. Sabor a hierro en la lengua. El llanto se empozaba en las comisuras de mis labios. Mi lomo flaco de once años se arqueó para disparar la flecha de su náusea, pero aquello se adelantó. De un halón, una garra me echó hacia atrás. Un chorro cálido de vetas amargas me abofeteó la frente, las cejas, la barbilla. Se mezcló con lágrima y saliva cuando inyectó mi garganta.
Mis tímpanos captaron roces: tela sobre piel, bragueta-botón, cuero contra hebilla, metal contra metal, correa contra pasacinto. Un par de suelas enmudecía a la distancia. Una voz se acampanó dos veces con mi nombre. No contesté. Sabía que era el Diablo.
Un clic se activó en la cocina. El grupo de cantores religiosos trataba de convencerme de que, al amanecer, Dios estaba conmigo.
Dios se puede largar al mismísimo infierno mascullé; me embollé en la colcha para anestesiarme entre las pestes del rostro y el mal aliento, soñando con dormir quince minutos más.
2
Como muestra de respeto a la orden divina de nombrar todas las cosas, a mi papá se le ocurrió bautizar a su auto “El Quemahuevo”: un Dodge Charger de 1979 color mostaza con capota negra que compensaba con estruendo su falta de velocidad. Siempre creí que, a pie, yo hubiese barrido el piso contra el carro en cualquier jalda. Era un vehículo de cuarta o quinta mano, de los que mi padre se empecinaba en comprar, con más desperfectos que virtudes, útiles para practicar el talento natural que, para la mecánica, él decía tener: talento que nos legó un cementerio automotriz en el patio que nadie en el hogar quería como herencia.
El Día de los Padres, papi agarró una toalla, se la echó al hombro y enfiló hacia el solar: allí donde El Quemahuevo veía su estacionamiento y presentía su muerte. Pensé: “¿Toalla y carro? Éste va pa la playa”, y se me trababan las piernas de contentura por alcanzarlo.
¡Felicidades, pai! celebré con una euforia fingida que el agite de la carrera vendía como verdad. ¿Pa onde vas?
A ti mismo te estaba buscando indicó sonriente. Móntate. Voy a pagarle a Nito unos chavos que le debo.
No hizo más que terminar la oración, y yo estaba abrochándome el cinturón de seguridad.
¿Cuánto le debes, pai? proseguí para buscar algún tema de conversación que lo distrajera de arrepentirse.
Cincuenta pesos.
Ea, Diablo. Qué mucho. ¿Por qué tanto?
No es tanto, mijo. Es que tenía que completar pa unas cosas de la casa. Lo que pasa es que, si no le pago, como es prestamista, aumentan los intereses. Para entonces, aunque oí con atención, no entendía bien lo que aquello significaba, pero no necesitaba medio dedo de frente para interpretar que, de no pagar a tiempo, se fastidiaría. Por eso, lo dejé tranquilo. Continué absorto en el camino que pasaba ante mí a cámara lenta mientras el auto despotricaba sus caballos de fuerza.
Una vez en casa de su amigo, papi salió del carro, cruzó por el frente para entrar por mi lado. “Qué mierda. Me quitó la ventanilla”, protesté entre sienes; sin embargo, me controlé para no meter la pata y garantizar viajes posteriores.
Guía tú, Nito, pa que cuando lleguemos le enseñes al nene desabroché el cinturón y me afinqué en el centro.
El tipo se montó. Blanco con ojos achinados. Tenía descuido en la barba. Apestaba a sudor, como cuando uno jugaba y sabía que hallaría en el cuello cuatro líneas de tierra en cuanto se viera al espejo. Alguien le había sembrado matojos en los sobacos. Afloraban sobre la camisilla gris con orgullo semejante al que una maleza de rizos le pronunciaba en el pecho.
A Nito le colgaba una verruga de la oreja derecha. Quedé abstraído en sus detalles. Papi me espetó un codazo que me recordó un refrán que siempre le habitaba la boca: “El hombre de verdad es callado y discreto. A los chotas los matan en la cárcel”. Desde que tengo uso de razón, ha sido deber y obligación para mí, como hombre que soy, ya que lo soy, serlo “de verdad”.
Cuando arribamos a la cumbre solitaria de un monte en donde solo la calle estrecha testificaba a favor del progreso, Nito se preparó para enseñarme a conducir. Estacionó el auto, se apoyó contra el espaldar, se levantó de pelvis, desabrochó la correa, se bajó el pantalón. Enseñó una monstruosidad que, según advertían los cantazos del corazón, me iba a herir con fuerzas de caballo.
Traté de escapar por el otro lado, pero ya papi había puesto una mano sobre el elástico ceñido a mi cintura, aprovechó mi reflejo y, de un halón, lo deslizó casi hasta las rodillas. Yo me llevé las manos a los ojos para no creer. Subí los hombros, abrí la boca…
Te callas que son cincuenta pesos me dijo. Los hombres no lloran, y tú eres bien machito, ¿verdad? preguntó con tono que exigía respuesta.
contestaba mi miedo ahorcado del galillo.
¡Duro, puñeta! enfatizó.
respondió con igual intensidad una voz que me abandonaba.
Toma me hundió la cara en la toalla, a la que me aferré con ambas manos y con todos los dientes. Así se hace, mijo añadió mientras me acariciaba.
Yo me sentí raramente feliz porque papi casi nunca hacía saber que me quería.
3
De viernes a domingo, él desaparecía. Pertenecía a una agrupación de electricistas, plomeros y conserjes que pellizcaban guitarras, despeinaban güiros, despojaban maracas, en bares polvorientos repartidos por la isla: sitios malolientes, malhadados, maléficos, cuya audiencia consistía de un fracatán de borrachos para quienes un peo y la Misa en si menor eran sinónimos. Tipos que no resistirían acercarse a ofrecerme buches de cerveza.
Mi padre se impuso en casa un jueves. Decidió que quince años me capacitaban para ir de juerga. Él me mantendría cercano a la tarima. De tanto en tanto, yo sorprendería al público con una pieza. Con mi juventud y la ayuda de Dios, algún cazatalentos los liberaría de la pobreza con el contrato millonario que sus amigos y él esperaban desde 1955. En la memoria, he bautizado este recuerdo como la noche de los quinientos años.
Sábado. Luna nueva. En vano intenté localizar luces en el cielo.
Al parecer, hoy todas las estrellas… eran fugaces comenté.
A mi edad, en aquel lugar, a aquella hora, padecía la mayor catástrofe: el aburrimiento. Cabeceaba al son de pésimas imitaciones del Cuarteto Marcano, de la Sonora Matancera. Aberraciones similares amplificadas por el cucarachero vibrante de dos bocinas.
Un maracazo me aterrizó en el casco y quedé como si fueran las dos de la tarde.
Vete a la guagua y duerme ordenó mi papá. Todavía nos falta un set.
Receso. El conjunto se reunía junto con varias doñas maltrechas de rostros garabateados. Las tasé. Me fijé en él: canas de mala vida, tambaleo cervecero, la cintura del mahón. Aquella “cintura” estaba marcada por una correa que cifraba esperanzas en el primer orificio. La “correa” era un anillo ancho que rodeaba, desde el norte trasero hasta el sur delantero, el saturno de su barriga. Papi: un viejo más implorando, al ritmo de Mayarí, que su cabellera no estuviera blanca. Lo vi internado en su asilo de ancianas/pasiones. Me retiré hacia el bus de los músicos a soñar con los angelitos.
La portezuela se deslizó con timidez. Me despertó el anuncio de una pisada. Sentí tacto persistente y me moví un poco. El pianista comenzó a tocar.
Bebé se trepó, delatado por su peso y la barba alfilereándome la nuca.
Ujum soltó mi cara soñolienta contra el sillón.
Sacudido en mí, me lo sacudí de encima. Salida.
Entrada. El guitarrista y su instrumento.
Baby expresó la nicotina en el esmalte de sus dientes.
Ujum exhalé aguantando la respiración.
El vehículo se mecía. Se estremecía. En intervalos, cada cual tocaba un bolero a su Bebé en la furgoneta abierta. Bebían, fumaban, olían y meaban. Se reían de como el otro hacía lo que hacía por donde lo hacía. Nueve voces susurraron la misma melodía detrás de mi cerebro. Mi papá llevaba la voz cantante.
Ebriedad y humo hasta en el pelo. Baba, sangre, polvo, mierda entre las nalgas. Papi me tomó del brazo con mucha gentileza. Me apeó de la guagua. Me lavó con agua de un galón. Me entregó una toalla lo más bonita con diseños playeros. Me condujo de nuevo al asiento. La portezuela se deslizó callada, discreta, como los hombres de verdad. La guagua tenía que ser masculina.
Calculé la edad de aquel conjunto para dormirme. Me cayeron cinco siglos encima.  
Regresamos a casa domingo por la tarde. A la mesa, dinero y arroz con revoltillo. Yo comía; él contaba. La exaltación le columpiaba los labios. Comentó radiante que la semana siguiente daría un concierto en grande.
La situación mejoró. Una máquina de videojuegos se parasitó al televisor. Con el tiempo, sustituyó a Radio Oro, la emisora divina, y demás estaciones inútiles. La bicicleta de moda correteó por el solar: allí donde El Quemahuevo yacía junto a sus ancestros con un árbol brotando a un lado del motor. Hubo clases de solfeo y canto con las que, a costillas mías, la cofradía de patriarcas planificaba la fama. Sus arcas financieras se alimentaron con actividades privadas. El Club de Leones, los Caballeros de Colón y la Logia Masónica, cantaban a viva voz Si hubieras visto a Bebé / con la música por dentro, pero mi padre y sus compinches fueron electricistas, plomeros y conserjes, hasta muerte.
El grupo se encogió: a quinteto, a cuarteto, a trío, a dúo, hasta que Nito probó suerte en las lechoneras como “el hombre orquesta”, pendiente de que el cazatalentos lo acorralara en el estacionamiento de El Rancho de los Trovadores. Falleció hace dos años, a los setenta y siete, amparado por la limosna estatal.
Yo los abandoné cuando papi pasó a mejor vida. Aquel día memorable, me arrimé al féretro, le besé los pies y lo bendije. Me dio lo mejor que pudo.

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