Revista Homo

Relatos finalistas (20): El retrato de Lady Ascot

Por Gaysenace

El retrato de Lady Ascot (Gran Canaria) es el primer relato finalista del I Premio LGTB "Corralejo" que publicamos hoy en GSN.Madeleine Ascot había sido una de las tantas niñas holandesas que quedaron huérfanas durante la Primera Guerra Bóer en el que fuera Estado Libre de Orange y que posteriormente se anexionaría al resto del país. Acogida en un orfanato estatal que aquellas monjas gestionaban con tanta dedicación, aprendió modales y normas de comportamiento que siempre trataría de poner en práctica. Para muchas todo lo aleccionado durante aquellos años serviría de bien poco, sin embargo Madeleine absorbió como por ósmosis cada lección, cada norma, haciéndola suya cual disciplina a llevar a cabo en todo momento, en toda ocasión.
Tras el último sorbo de café de aquella mañana sabática y mientras esperaba a que su señor esposo volviera de cacería, vio correr hacia la baranda del jardín en busca de alguna carta por recibir al joven en que se había convertido su pequeño. Le pareció de pronto increíble que aquel muchacho, bien parecido, de complexión frágil pero fibrosa, de zancada grande fuera el mismo que poco atrás estuviera tan pegado a sus faldas. Aún recordaba los improperios que la actitud del infante provocaba en su marido. “Mira que ese niño nos sale un nenazas. Mira que luego no será capaz de hacer nada por sí mismo”… Qué poco faltaba para que aquellos consejos se convirtieran en reproches hirientes y estos últimos en dolorosas insinuaciones. En un intento por complacerle les dejó espacio y empleó todas sus fuerzas en fomentar un sinfín de tardes compartidas sólo por padre e hijo, dando también a su presencia materna un nuevo papel de reparto.
James Ascot se había educado en el seno de una familia burguesa que habitaba una acogedora villa en el centro de Londres, en Oxford Street, no muy lejos del río. Su padre fue uno de los impulsores de las rutas comerciales con el continente negro que tanto desarrollo trajeron a la capital británica. Ese afán innovador y la capacidad de sacrificio por amasar la fortuna que un día dejaría en manos de sus herederos, llevó a los Ascot años más tarde a trasladarse a El Cabo. Fue allí donde el  viejo ganó en posición social, casi a la misma velocidad en que perdía parte de la fortuna que tantos años le costara alcanzar. Sin embargo y a lo mejor debido al respeto que sólo da el correr riesgos y perder tanto dinero con la impasividad del inglés, despertó la admiración de la clase burguesa de Ciudad de El Cabo, una jauría de advenedizos entre los que ser británico tenía por sí un valor añadido.  Pasaron los años y el joven James se alistó en las milicias anglicanas en su lucha por arrebatar colonias holandesas y aunarlas bajo la Corona Británica. En el año del Señor de 1902, mientras las tropas inglesas entraban triunfales en las regiones recién anexionadas y que conformaron la Unión Sudafricana, James lo hacía subido en uno de los furgones para el traslado de heridos. En uno de los últimos enfrentamientos con los granjeros, tal y como eran conocidos los holandeses oriundos de la zona, hubo un tiroteo, pero no fue una bala la causante de su lesión, sino una mala caída al tratar de saltar sobre una de las trincheras. Con la pierna izquierda rota, fractura de tibia lo que le causó una ligera cojera permanente, entró el joven en su particular “marcha castrense” sobre el Estado Libre de Orange. Lo que no sabía el joven coronel Ascot era que entre la multitud, asustada por el griterío y la marabunta, se escondía con tez lívida la joven con la que compartiría el resto de su vida.
El joven William se dirigió al buzón corriendo. Cada salto le podía estar acercando a su ansiado deseo. Casi sin tiempo para frenar, consiguió agarrarse del soporte del buzón que presidía la entrada junto al portón principal en forja. Levantó su pequeña compuerta y tras unos segundos inmovilizado, se volvió hacia la fachada de la casa con la mirada lánguida y perdida. Hoy tampoco había habido suerte. Aunque no había dicho nada, esperaba noticias de su acceso a la Universidad de Cambridge. Hacía muchos años que William quería marcharse de casa, pero no encontraba las fuerzas suficientes como para enfrentarse a su padre. Las reticencias de éste a hablar tan siquiera del tema, había conseguido que ocultara sus intenciones y deseos. Sólo gracias a la ayuda y empuje de su tutor, había logrado presentar su solicitud. No había pasado ni dos semanas desde que el profesor Lewis, un norteamericano hijo de unos campesinos de Ohio que un día decidió salir de su granja, llevara a la Central de Correos de El Cabo su carta. Sin embargo no había mañana en que el muchacho no recorriese infructuosamente aquellos veinte metros hasta la verja principal.
El reloj de cuco de la salita de verano marcaba las once y media y esa era la hora a la que el señor solía hacer su entrada cada sábado a los jardines de la casa; en su hombro colgadas varias piezas cazadas que alimentaban más su orgullo que su estómago. Sus botas emitían un característico sonido al contacto con las baldosas de la entrada.  La señora miraba desde el balcón y de reojo a la doncella, que cabizbaja se iba acercando a la puerta para abrirla, mientras acompañaba el gesto con una pequeña reverencia.
-   Buenos días Lord Ascot.-   Buenos días  Amelia. ¿Está la señora en casa?-   Por supuesto Lord Ascot.- Mientras le quitaba de los hombros aquella casaca marrón de piel y tomaba de entre sus manos el gorro del que ya se había despojado y una vez sacudido a golpes sobre la alfombra de la entrada.-   Dígale que estaré en el invernadero.-   Muy bien señor.
Hacía años que James Ascot se entregaba a esta afición, quizás desde siempre pensó Amelia. Una vez más sin cambiarse de ropa se metía en aquella estructura acristalada que presidía el lateral izquierdo de casa y que se elevaba sobre el jardín de los tulipanes. Allí adentro podía pasarse las tardes enteras; si bien en invierno el calor resultaba reconfortante, resultaba inconcebible en pleno mes de agosto: Lord Ascot parecía no distinguir las estaciones en su interior. Colgó en uno de los ganchos de la entrada sus guantes y aflojó el nudo del pañuelo que llevaba al cuello a la par que la camisa, para dejar ambas prendas sobre la banqueta que había bajo uno de los tableros que hacía las veces de mesa de trabajo al aficionado jardinero. Luego se dirigió hacia el enorme cajón de madera del fondo y extrajo los utillajes a asir, y como siempre no resultó tarea fácil cogerlos sin mirar, evitando posar sus ojos en el recipiente rectangular que asomaba bajo aquellas herramientas. Esta vez lo tuvo más difícil, pues al tratar de sacar las enormes tijeras de podar, éstas se engancharon en una de los retales roídos que usaba para limpiar y que a su vez pisaba la enigmática caja. Introdujo su mano en el enorme arcón y para intentar liberar el trapo, la levantó y automáticamente la llevó hasta su misma cara. Dejó caer todo lo demás. Absorto en aquella vieja antigualla, pareció perder el equilibrio y pasó de cuclillas a sentado en un sólo movimiento.  Durante unos minutos palpó la tapa de madera, dejando entrever en cada caricia alguno de los adornos selváticos que la decoraba. El blanco nácar de los adornos resultaba cada vez más brillante y daba la impresión de que sus ojos veían su interior sin necesidad de girar la pequeña llave de su oxidada cerradura.
La joven criada belga ascendió por la escalinata principal sigilosa y con la mirada en el suelo. Iba subiendo los escalones a la par que susurraba entre dientes palabras en su idioma natal, palabras que dejó de emitir al pedir permiso para presentarse ante la señora.
-   El señor ha llegado.- Amelia evitaba mirar directamente a la señora.-   Gracias Amelia. Puedes retirarte.-  Dijo con altivo aire de desdén y justo cuando Amelia se disponía a añadir el resto del mensaje del señor Ascot, sentenció: - Nadie debe molestarle hasta la hora del almuerzo. Igual yo misma me acerco a avisarle.
A la doncella no le sorprendió tanto las lógicas dotes adivinatorias de la mujer como el hecho de que ella misma se ofreciera a ir al invernadero. Lady Ascot no se percató de los quince segundos de más que la joven había permanecido en la puerta y si lo hizo lo achacó al constante estado de despiste en que parecía vivir esa jauría de ignorantes e inmigrantes. Giró su cabeza hacia la izquierda, justo hacia el invernadero. Desde donde estaba sólo apreciaba un parcial de los acristalados techos a dos aguas del aquel vivero. Apenas sí podía fijar la mirada en él debido al cegador brillo que producía la reflexión de la luz. Levantó la vista hacia el Sol y supuso que por su situación ya era tarde. Adivinó a coger la campanita de la mesilla y en un sutil giro de muñeca la hizo sonar. Poco después mandó retirar la mesa.
Bajaba las escaleras con la prestancia que tan sólo una señora acostumbrada a los salones de baile y a las grandes fiestas podía poseer. Consciente de ello se deslizaba peldaño a peldaño y sólo un sobresalto, al cruzarse con su apresurado hijo, la hizo titubear.
-   Buenos días querido. ¿A dónde vas con tanta prisa?-   Buenos días madre. El profesor Lewis me pidió que fuese hoy a recoger setas para ese experimento del Instituto del que te hablé.- El chico había frenado en seco y con media sonrisa esperaba el consentimiento materno.-   Tu padre ha regresado a casa William. ¿Lo has visto ya? – La mirada del joven, extraña mezcla de miedo y tristeza, la hicieron desistir sin dilación de su obvia insinuación. Sin dejar de preguntarse qué pudo pasar en aquellas tardes de exclusividad paterna y que fue alejando definitivamente al joven de su padre. Tras el fugaz pensamiento y evitando respuestas quizás conocidas, recobró el tono y le previno:- Ten cuidado, sabes que no me gustan nada esas setas.- Y con la boca en clara mueca de hastío, trató sin éxito de acariciar la cabeza del muchacho que ya había reemprendido la marcha.
Continuó el descenso de aquellas escaleras que hoy le parecieron más largas que nunca y al alcanzar el recibidor hizo un amago de dirigirse hacia el salón de té. Finalmente se convirtió en un imprevisible giro hacia la galería que unía la residencia con el jardín de los tulipanes. Desde lo alto de la escalinata Amelia fue testigo del sorprendente cambio en la rutina matinal. Perpleja, permaneció inmóvil y  recordó cuánto malestar le producía a la señora el intenso olor de los herbicidas e insecticidas, mezclados con los distintos aromas de las especies que su marido cultivaba con tanto esmero. Aquel desvío repentino no dejaba de parecerle un verdadero acontecimiento.
El Sr. Ascot con la caja entre sus manos, miró ambos lados y de entre unos setos desenterró la pequeña llave ennegrecida. Volvió a sentarse delante de aquel sugerente objeto y se dispuso a abrirlo. Le costó algo más de lo normal, quizás porque algún pequeño gránulo de tierra había atascado el juego de la cerradura, pero insistió hasta lograr su objetivo. Todavía parecía molestarle el polvo de la tapa y mientras hacía muecas evitando el inminente estornudo, extrajo lo que parecía un trozo de tela blanco. Justo en ese instante su consciente e inconsciente volvieron a conectarse. Cualquier consumo energético no destinado a observar aquella prenda, quedó anulado. Sus manos acariciaron el fino algodón que había superado con creces el inefable paso del tiempo y aún  mostraba su aspecto inmaculado.  Tras aquel inesperado reconocimiento táctil, habría uno olfativo. Acercó la pieza a su rostro y leve primero, violentamente después, olfateó cada palmo, cada milímetro del retal, deteniéndose en lo que parecía un bordado. Alejó la tela para poderla apreciar con sus propios ojos mientras iba bordeando un símbolo en relieve azul marino con la yemas de sus dedos.
Madeleine aprovechó su inusual paso por aquel pasillo de techos abovedados, para abrir las cortinas de seda salvaje y dejar pasar la luz hasta iluminar por completo la quincena de retratos que engalanaban las paredes. Simultaneaba sus pesados pasos con el repaso a cada una de las mujeres de otras generaciones anteriores a la suya que tantos artistas plasmaron. Le pareció estar deambulando por un túnel del tiempo. En cada rostro, en cada mirada, pudo adivinar cierta congoja escondida bajo aquella apariencia de frialdad e impuesta dignidad victoriana.  Atravesó el arco de medio punto que daba al exterior y se sintió embriagada por el intenso y algo avinagrado olor a tulipanes verdes. Apoyándose en la pared como quien pretende no ser descubierta, llegó al frontal de cristal y desde allí, casi en puntillas, miró hacia el interior. No vio más que los pies de Lord Ascot. Acercó su rostro algo más, hasta que sus mejillas cedieron ante la solidez del ventanal. Antes de que el vaho de su boca empañara su visión, pudo apreciar varias fotografías de William Ascot sobre la entrepierna descubierta de su esposo. No parecía entender nada. La incertidumbre del principio dio paso a la confusión después y ésta al pavor, al ver como James repasaba lentamente con su dedo índice unos torsos  en lo que parecía un ejército de desnudos masculinos. Luego vio como se la llevaba a sus labios, queriendo quizás hacer suyo hasta el último hálito de aquellos cuerpos. Su escucha agudizada por el terror del descubrimiento, le permitió oírle llorar y gemir; por un momento creyó entenderle decir entre balbuceos “lo siento Madelaine”.
Sus manos se engarrotaron y apoyándolas  sobre su vientre sintió una arcada invadir la garganta, quemándola a su paso. Ayudándose de la mano derecha pudo incorporarse para alejarse de allí. Dio media vuelta y corrió sobre sus propios pasos hacia la galería, plantándose justo bajo la convexidad de aquel arco cabizbaja. En su cabeza se agolpaban las conocidas respuestas evitadas con ahínco durante muchos años a tantas preguntas hechas. En un nuevo esfuerzo por sacudirlas de su mente, levantó la mirada y permaneciendo erguida bajo la entrada volvió a contemplar a aquellas  imágenes que por un momento parecieron distintas. La congoja antes percibida se transformó en ira y la dignidad le pareció ahora pura hipocresía. Anduvo bajo las inertes miradas al óleo de todas aquellas damas retratadas hasta llegar al distribuidor. Se acercó a la cómoda nogal que presidía el vestíbulo y tomando la pequeña campanita de bronce, la hizo sonar chirriante. Una sigilosa Amelia se presentó casi de inmediato y su solícita voz la hizo presente en aquella estancia:
-   Sí, señora.-   Llame al señor y dígale que necesito hablar con él urgentemente.- contestó una agitada Madeleine.-   Por supuesto señora… Ah, disculpe de nuevo, ha llegado su cuadro, tal y como me dijo he mandado a colgarlo en la galería de los retratos. Esta tarde procederán a ello ¿Está bien así señora?
Asintiendo devolvió sus ojos a la colección de pinturas y creyó reconocer en cada una de ellas un poco de sí misma. Sintió como si todas aquellas damas en sus retratos compartieran con ella algo más que un lugar en las frías paredes empapeladas en terciopelo añil. Volvió en sí y de pronto la ira se convirtió en pena, ya no tanto por ella misma, sino por el hombre que tanta frustración habría podido padecer todos aquellos años. Recuperó el sosegado y distante tono de su voz. Se incorporó y mientras se pellizcaba el antebrazo izquierdo con la mano derecha, sin demostrar el más mínimo gesto de dolor, hueca, dijo:
-   ¡Amelia! Olvide lo que le he dicho…Prepare la mesa y después dígale a mi esposo que ya es la hora, la hora de comer.-
A las 17:30 el gran artista del momento Monsieur René hacía la entrada a la mansión Ascot acompañado  de tres operarios de su taller, de los que dos portaban el que se suponía magno retrato de la señora. Cada orden dada por el artista a los porteadores era escrupulosamente examinada por Madeleine Ascot. Luego ella procedía a consentir o reprobar con gesto nimio,  sólo perceptible para los atentos ojos del pintor.
Una vez decidido el lugar en el que sería colgado y que definitivamente coparía el centro de la gran galería, entre el austero cuadro de Lady Margarithe Ascot y el algo más luminoso de la solterona Miss Elizabeth, empezaron los trabajos de instalación. Transcurrió más de una hora de incómodo y milimétricamente tutelado trabajo, antes de que los cansados asistentes del afamado maestro se dispusieran a desvelar la imagen, fielmente atesorada por el terciopelo rojo que la cubría. Los ojos de Madeleine elevaron la mirada hasta posarse en el rostro del cuadro, en cuya mirada reconoció la misma congoja oculta bajo aquella apariencia de frialdad e impuesta dignidad victoriana que tan familiar le resultaba.
Y allí estaba Lady Ascot: impasible entre todas aquellas mujeres de otras tantas generaciones; acicalada para la ocasión en aquella hilera de bustos enjoyados y vestidos acorde a su época; erguida junto a las de su alcurnia, como el resto soportando a sus espaldas el peso de tantas enmudecidas historias de soledad y desamor. Allí estaba ella, con la misma mirada perdida e impertérrita y sin embargo, desvelando cierta expresión de miedo contenido y de disimulada frustración.
Allí estaba, fingiendo cualquier sentimiento real, con la misma expresión con la que nos brindan las muñecas de porcelana; desempeñando su papel, tal y como cabría esperar de toda buena dama que se precie al posar para la eternidad en su retrato.

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