Revista Cultura y Ocio
La puerta (Málaga, España) se suma a las obras finalistas del I Premio de Relatos LGTB "Corralejo" publicadas en GSN.Tengo miedo, pánico a abrir la puerta, incluso a posar mi mano sobre el picaporte, por la certeza de que al abrir entraré en una vida sin retorno, con la mente retorcida por el escarnio, la burla y la incomprensión de los demás. Abrir la puerta me causaría mucho dolor, sería como pasar una frontera para adentrarme en un país de gentes hostiles, crueles, insolidarias, rechazadoras de lo que no sienten, conocen o viven. La puerta siempre estuvo ahí, desde mi nacimiento, pero yo no la veía, no la sentía, no tuve conciencia de que existiera hasta que cumplí los trece años de edad.
Nací cerca de St. Abbs Head, Escocia, en el año mil ochocientos setenta y seis. Siempre fui un niño débil, silencioso, retraído, enfermizo de cuerpo y alma, de carne demacrada y largas pestañas en unos ojos grandes llenos de ensueños y demonios. Casi nunca hablaba, toda vez que no tenía a nadie con quien compartir mi vida, o porque no me atendían. Desde siempre sentí que mi padre me despreciaba, sin que yo apreciara el porqué. Hoy, a mis cuarenta y tres años, sé que aquél hombre que muy a su pesar me dio vida y apellido me odiaba por no haber yo colmado sus ilusiones, sus manifiestos deseos de que fuese igual que él: un duro militar de férrea disciplina, devoto de su Graciosa Majestad, de altares, caballos y zorros, un hombre fornido de grandes hechuras, un coronel del Imperio Británico, como muchas veces me decía que hubiese querido que fuese yo.
Creo que mi madre era subnormal, por lo menos retraída de entendimiento, pusilánime, casi de porcelana, tan frágil y enferma como yo, ya que sus males eran también de espíritu; además, de amor a Dios y a Anthony Hayes, presbítero rubicundo y de gran reciedumbre que solía visitar nuestra casa del acantilado con asidua frecuencia y siempre que el coronel se ausentaba por varios días. Ella, pobre mía, dejó mi cuidado en manos de una nodriza y pasaba casi todas las horas del día meditando, rezando y martirizándose ante el altar que había en sus aposentos, para redimirse de sus pecados, que para ella todo era pecado, al menos todo lo que hacía yo. Tenía una moral selectiva y laxa que le llevaba a considerar que encamarse con el presbítero no era mal visto por Dios, ya que su eminencia era para ella un ser superior, casi divino, que la confortaba y guiaba espiritualmente. Yo buscaba refugio en sus brazos; ella, en los de Dios, en su Cuerpo y en su Sangre, y en la carne de su intermediario en este mundo: bajo el cuerpo de Anthony Hayes. Dudo que mi hermano Douglas y yo seamos del mismo padre. Cuando nació, yo tenía dos años, por lo que dada mi corta edad no me sumí en el síndrome del príncipe desterrado; además, nunca fui príncipe, sino lacayo. Siento por él un gran cariño, creo que desde que nació, dado que yo pasaba muchas horas mirando cómo dormía en su cama, hasta que el coronel ordenó que no me dejasen a solas con él, pienso que temeroso de que yo pudiera dañarlo, o trasmitirle mi condición. Mi hermano Douglas es antitético a mí, es un hombre que nunca tuvo miedo a nada, es vigoroso, triunfador, fuerte; no sabe de la puerta ni de mí, vive su vida al margen de la mía. Para él fueron todas las caricias, las carantoñas del coronel, las lisonjas; para mí, la burla, la ignorancia de mi existencia, incluso el rechazo. Algunas veces, sintiendo yo necesidad de ser querido, de salir de mi pesadumbre, buscaba ayuda en los brazos de mi madre.
Su habitación siempre estaba cerrada, así que una tarde en la que yo creía que ella rezaba en sus aposentos, antes del té accedí a su cuarto a través de una puerta de la habitación del coronel, que comunicaba con la de ella. Me detuve a unos dos metros de su cama, mirando su rostro, con ojos grandes, sin comprender su actitud, llorando, angustiado. Anthony Hayes, muy enfadado, se incorporó de encima de ella, me cogió por una de las orejas, y casi a rastras, desnudo él, me traqueó y llevó hasta la galería, donde de una bofetada me hizo caer al suelo. Me miró con mirada aviesa mientras yo arreciaba el llanto y volvió con mi madre tras cerrar con llaves la puerta que comunicaba las dos estancias. Ese día yo había cumplido los siete años. Permanecí tirado en el suelo un corto tiempo, casi a oscuras, sumido en el llanto y en la incomprensión, sin entender qué había hecho para que Antony Hayes se enfadara y me pegase, hasta que oí abrirse la puerta del cuarto de mi madre. Aquella puerta ha quedado grabada en mi mente desde entonces. La recuerdo como única, con los arañazos e imperfecciones propias de unos cuarterones hechos y ensamblados a mano por algún pobre soldado ebanista del regimiento del coronel. Mi hermano Douglas y él salían casi a diario a pasear a caballo. Aunque intuyo que el coronel, por conversaciones oídas a él y a mi madre, sabía que Douglas no era su hijo, lo acogió como tal para realizar en él el proyecto de hombre que había planeado para mí. Mientras salía con Douglas a trotar por los campos, o cuando lo enseñaba a jugar al cricket o lo llevaba a la cacería del zorro, yo me sumergía, no por celos sino por mi natural carácter e inclinación, en mis angustias, en una introspección profunda y enervante parecida al fondo del insoldable, frío y oscuro pozo que es y ha sido mi ser y mi estar, mi habitación, mi acantilado y mi vida. El coronel se mofaba de mí cada vez que yo lloraba al verlos llegar de la cacería con un zorro muerto como trofeo. La primera vez que esto sucedió, de la burla pasó a la cólera y en un acto de crueldad tiró el cadáver del pobre animal a galgos y mastines que desgarraron sus carnes y sus vísceras ante mis ojos, porque él me cogió de la cabeza y me obligó a mirar tal carnicería. En cuanto los perros dejaron de tener sangre en sus fauces, mientras los menos fieros se disputaban la piel, me dejó huir. Aún suenan en mis oídos sus risas e improperios mientras yo corría hacia la habitación de mi madre, cuya puerta siempre hallé cerrada. No es aquella puerta la que me aterroriza, la que hace que se hiele mi sangre y me sangre el alma. No, esa no es. La puerta de la que hablo la sentí, la percibí muchos años después, cuando yo tenía trece años. Si antes de su aparición fui desgraciado, desdichado, retraído, al tener conciencia de que estaba ante mí mis angustias crecieron exponencialmente, giraron en un abismo cuyo vórtice era yo y mis miedos y mi pánico a abrirla y a atravesar su quicio. En St. Abbs Head las onduladas colinas de los Borders se convierten en los abruptos acantilados del Mar del Norte. Allí vivíamos, cerca del faro y lejos de la aldea, a la que nunca íbamos. A pocos metros de nuestra casa, una lengua de tierra avanzaba hacia el mar como un espolón erguido, como el bauprés de una fragata que quisiera desafiar la gravedad. La tarde en la que Anthony Hayes me abofeteó, salí corriendo de mi casa hacia los acantilados, casi sin ver por las lágrimas, y me senté en el final del espolón, al borde de un precipicio cuyo fondo eran olas que pasaban bajo mis pies, que colgaban en el vacío. Allí estuve hasta el crepúsculo, sentado, sintiendo el rugir de undosa agua que en batalla contra las ciclópeas rocas del fondo producía un rugido infernal y un cimbreo en el espigón a cada envite de olas que a unos treinta metros bajo los dedos de mis pies me producían la sensación de querer mi cuerpo. Yo, en mi inocencia de los siete años, intentaba alargar mis piernas para sentir en ellas el paso de las olas, para mojarlas, como si no hubiese distancia entre mí y el mar. En la inmensa soledad de aquél paisaje, majestuoso y envolvente como el aire que respiramos, yo me sentía vacío, deshabitado de mí mismo, libre de mi cuerpo, de zozobra y agonía, abandonado a mis soledades, etéreo, flotando en la fría vaharina que subía desde el infernal fondo del agua. El paisaje que mis ojos descubrían era solemne, fastuoso, imponente, más: de otros mundos, porque mi imaginación de niño me llevaba a creer que volaba sobre mares infinitos y que era una de aquellas gráciles golondrinas de mar que ante mí pasaban con vuelo enigmático hacia los secretos horizontes de los grabados de mis cuentos, a los que yo viajé en mis ensueños. Allí estuve hasta ver los últimos borbollones de agua teñidos de amarillo y rojo. Mis recuerdos de aquellos años al borde del precipicio, con la mar rugiente bajo mis pies, sentado en una tierra que me mecía, son ahora brumas, sensaciones y sentimientos nacidos en horas de vacío, tanto de alma como de amor. Tal vez mi idea de niño con siete años de andar y encaramarse a aquel promontorio que volaba sobre el mar, cuyo límite me parecía ser el horizonte, fuese para conseguir atraer la atención de mi madre, tal vez la del coronel, mas no los recuerdo en aquél lugar ni sé si sabían del peligro que corría su hijo, o tal vez sí lo sabían y no les importaba. No puedo culparlos, por tanto, al no tener certeza de que conocieran estos hechos, de que durante tanto tiempo, en muchas tardes de cuatro años, yo estuviese con los pies colgando sobre un vacío de más de treinta metros ni que no supieran del otro precipicio en el que se hallaba mi espíritu. No abandoné mi costumbre de permanecer largo tiempo en aquel lugar, a veces bajo la fría lluvia o la tormenta, con centellas ante mí como si yo fuese un espectador de la magnificencia y el poder del agua y el fuego, porque me cansara o hastiase, sino por causas atribuibles a unos ojos. Sentado en el fin de la tierra, absorto y sordo yo, un día sentí, no obstante de mi ensimismamiento, sobre mi hombro derecho un suave roce. Volví la cabeza y contemplé unos ojos zarcos como el cielo de los mares del sur, los de Charles Perkins - un chico algo mayor que yo- . Él y su hermana Dorothy se habían mudado a una casa que había a escasos quinientos metros de la mía. Aquella tarde ambos hermanos salieron a reconocer las inmediaciones del lugar y me vieron desde lejos. Charles, asustado, me llamó a gritos y, dado que yo no le respondí, decidió arrastrarse sobre el espolón de rocas y tierra para llegar hasta mí. Lo sentí con miedo, nervioso, suplicante. No me dijo nada, tal vez por el susto no pudo articular palabra, o yo no lo oí por el estruendo de las olas, mas en sus inmensurables ojos azules vi el espanto que tenía en su cuerpo. Me decían que lo siguiese. Yo caminé tras de él, que se arrastraba y volvía la cabeza de continuo para ver si lo seguía. Abajo, el mar rugía con una fiereza inusitada. Aquella tarde fue la primera vez que me sentí ser un hombre, no el niño endeble, enfermizo y apocado que siempre había sido. La admiración que sintieron los hermanos por mí, en especial Dorothy, hizo que en aquel preciso instante dejara atrás mi niñez para entrar en la pubertad, en la etapa más feliz de mi vida. Para ellos, por caminar yo sin temor alguno por el espolón hasta llegar a sentarme donde parecía imposible hacerlo, era un valiente, un ser valiente y heroico. Charles y Dorothy Perkins fueron los primeros y últimos niños que se interesaron por mí, los únicos que me ofrecieron amistad. Como por un arte milagroso, en poco tiempo dejé atrás mi melancolía para tener ganas de vivir, de jugar y sentir con aquellos chicos. Con ellos conocí el amor. Dorothy significó el fin de mi retiro en el acantilado; Charles Perkins, sus ojos, el fin de mi angustia y soledad, el inicio de ignotas sensaciones que me llevaron, dos años después, al borde de un íntimo precipicio, amargo y lacerante. La puerta fue tomando forma y sentido ante mí. Los siete años vividos junto a ellos, mientras jugábamos con cometas o al rugby, cuando metidos en la cabaña que construimos en las ramas de un nogal bailábamos como adolescentes que soñaban lejos del mundo y del acantilado, fueron los únicos años que han merecido la pena ser vividos. Los ojos zarcos de Charles Perkins me hicieron conocer, lentamente, que en mi había dos regiones, dos espacios íntimos irreconciliables: una realidad a la que yo sabía pertenecer y una irrealidad, un fingimiento, una ficción, una mentira, un disimulo que tendría que vivir ante los ojos del mundo. Para trastocar el orden de los espacios, para poder vivir en el que me correspondía, en mi realidad, era necesario atravesar una puerta difícil de abrir, pues supondría ir contra mi propia moral y los principios que metieron en mi cerebro, contra los hombres, mi familia, Dios y yo mismo, que no aceptaba ni acepto lo que soy, y me sentía y me siento culpable y avergonzado de mi natural propensión, de mis apetencias sexuales, deseos amorosos e ilusiones. La lucha íntima fue, es y será siempre encarnizada: es la guerra de las apetencias y el amor contra la sociedad, sus costumbres, sus tabúes y su hipocresía. Charles Perkins me llevó de la mano hasta las dulces uvas de la juventud. Sentí el amor, compartimos ilusiones, vivencias nunca soñadas, secretos y la infinita alegría de ser jóvenes. Dorothy me miraba como una gacela en celo; yo me turbaba, le sonreía amargamente, desviaba la mirada y me hacía cómplice, vanamente, de sus ilusiones y deseos. Junto a aquellos dos hermanos la alegría solo se alejaba de mí en los instantes de introspección íntima, cuando analizaba el amor de Dorothy y a mi mente venía el ácido de la verdad, el recuerdo de lo que yo era, y me decía que tenía que ser honrado con ella, valiente para mostrarme tal como soy, para abrirle de par en par la puerta, traspasar su quicio para liberarme y sentir el otro espacio, la región que tras la puerta siempre ha estado esperándome y seguirá esperándome hasta la muerte.
La hierba estaba muy crecida. El inicio del verano había templado el aire y nuestras almas, el cielo era casi tan azul como los ojos de Charles Perkins. Habíamos estado en la playa, regresábamos a casa a la carrera y decidimos tumbarnos en un hermoso pastizal en el que las amapolas iniciaban su conquista. Hundidos en él, no nos veíamos los unos a los otros, la hierba circundaba nuestros jóvenes cuerpos levantado alrededor de ellos una verde y fresca muralla. Solamente los latidos de nuestros corazones y la respiración jadeante nos decían que estábamos casi juntos. A mi lado tenía a Charles Perkins, yo podía sentir su olor, el aroma de su colonia y su jadeo, que se ensordaba por momentos. Dorothy se levantó y se alejó de nosotros sin que yo recuerde por qué. Aproveché su ausencia, cerré los ojos y, tiernamente, casi susurrando, con la inocencia de un alma joven, abrí la puerta que tanta zozobra me producía, sin que sintiera sus chirridos, sin pesar, vergüenza o miedo. Hablé a Charles de mi sitio aún no conquistado, de mis angustias y deseos, de mi tristeza y pesadumbre por no ser como los demás chicos; también, de la puerta y de mi acantilado íntimo, del amor que sentía por él. Fue como si confesase, una liberación ante el otro yo que para mí él representaba. Cuando terminé de hablar, el único sonido que llegaba a mis oídos era el de la brisa marina al enredarse en la hierba, abrazado por los rugidos de mi corazón y del mar, siempre del mar en el acantilado, que me llamaba, que me recordaba, que se enfurruñaba por haber abierto yo la puerta, por mostrarme tal como era por primera y última vez. Me había olvidado de mis demonios íntimos y de mis miedos, había dejado atrás, en la hierba, la esplendorosa adolescencia y entraba en el turbión de mi propia madurez de hombre encadenado a una condición contra natura para la sociedad en la que le tocaba vivir, un hombre temeroso, frágil y avergonzado. Pasados unos minutos, Charles se levantó, en silencio. No me dijo nada durante el regreso ni en aquella tarde ni nunca más. Esperé en vano que viviese a mi casa, o que me llamara por teléfono, mas mis esperas fueron inútiles. Pasados quince días, me acerqué a su casa a verle. Con exquisita cortesía y palabras serias, me dijeron que no estaba, que no volviera a visitarlo. Cuando me alejaba de su casa, volví la cabeza y por unos instantes contemplé su figura, que se dibujaba nítidamente a través de la cristalera de su dormitorio, en la primera planta. Jamás volví a ver a Charles Perkins. Al finalizar el verano, él ingresó en la universidad de Oxford, yo en la de Gales. Dos días antes de mi marcha, Dorothy vino a verme. Sus ojos rezumaban tristeza y melancolía. Me miraban con amor, como si no supiese que yo pertenecía a otro territorio, o no le importase. Quería no perderme, que no me olvidara de ella, que le escribiese a menudo y le dijera en mis cartas si era posible que algún día yo regresara al acantilado, que sería ella la que andaría a gatas por la tierra del espolón para sacarme de aquél lugar. Supe que su hermano le había referido mis palabras en la hierba, por lo que sentí vergüenza y pesar, no por mí, sino por ella, por no poder hacerla feliz. Dorothy fue un esplendoroso amor de juventud nunca consumado, imposible, el dulce jugo de las frambuesas salvajes, que para mí fue amargo porque el destino y la naturaleza quisieron que yo tuviera una condición muy próxima a la suya y al mismo tiempo lejana. Tal como prometí, escribo una vez al mes a Dorothy y yo recibo una carta suya de repuesta. No se casó, sigue esperando que el milagro se produzca, que se desvanezca la puerta, porque su mente, su espíritu, piensa que la región en la que yo tendría que vivir, si fuese lo suficientemente fuerte de ánimo, es un accidente, una enfermedad que algún día será solo un recuerdo, una pesadilla superada. En las aulas de la universidad y en la residencia universitaria, yo me sentía incómodo, sucio, infesto, cómplice de una condición contra naturaleza, corrompido, repodrido, putrefacto. Me dolía tener que ver a mis compañeros de habitación en situaciones íntimas, duchándose o desnudos. Sus cuerpos me producían deseos, vergüenza y decaimiento moral por tener que engañarlos, por ser un actor espurio en mi propia vida, un personaje grotesco con una prósopon que no le correspondía a su naturaleza. Las cartas que recibía de Dorothy, que al principio eran de amor, me encubrieron aún más que mi propio papel en la tragedia que representaba, fueron vitales para que no advirtieran que yo era distinto a ellos. La vergüenza y el sentimiento de culpa salían por cada poro de mi piel. A los pocos días de terminar mis estudios universitarios me enrolé para luchar contra los Boers. Regresé de Sudáfrica veinte meses después, el doce de mayo de mil novecientos dos, herido gravemente y con paludismo. Su Graciosa Majestad me condecoró con la Victoria Cross en el Palacio de Buckingham. Soy un héroe nacional. Los periódicos, incluido el The Times, alabaron mi coraje y hombría y vieron en mí al prototipo del hombre británico. Me ofrecieron trabajo en un Sixth Form college. Sigo en el territorio al que no pertenezco, a este lado de la puerta, sin hijos, sin familia, sin amor, dando clases a adolescentes cuyos padres los apartarían de mí en cuanto supiesen de mi condición, como si yo fuese un apestado. Ellos me admiran, me respetan. Vivo en mi papel de héroe, esperando, soñando, deseando volver algún día al acantilado, donde dejar mis piernas colgando en el abismo hasta que un roce y unos ojos zarcos, azules como los mares del sur, me lleven otra vez de la mano a saborear las dulces uvas del amor.
Hoy, a dos de junio de mil novecientos diecinueve, sé que esto es posible, remembro lo anterior y lo escribo de suerte que tras de mí alguien pueda leerlo y mostrar a los hombres la inmensa angustia de aquellos que se ven sometidos al dictado de las mayorías sin ser respetada su naturaleza. Digo tras de mí ya que he dispuesto sobre mis posesiones y mañana partiré hacia Santa Abbs Head, donde caminaré por el espigón que tantas veces vio mi infancia hasta donde parece imposible que nadie pueda hacerlo. Allí, al borde del precipicio, gritaré, envuelto por la vaharina del mar, el vocablo que siempre me ha quemado la garganta, el que jamás antes he pronunciado. Entonces saltaré al abismo y volaré entre las gráciles golondrinas de mar y me fundiré con las aguas y será como entrar en los ojos zarcos de Charles Perkins y mi cuerpo lo mecerán los espúmeos rizos de las olas, al fin libre, y habrán salido de mí mis miedos y la tristeza y la vergüenza por lo que soy.