Revista Cultura y Ocio
"Juguetes" (Río Negro, Argentina), finalista del I Premio de Relatos LGTB "Corralejo"Cuando mamá tomó la bolsa llena de juguetes viejos para dársela a Leoncio, yo le obstruí el paso, dispuesto a hacerle frente. La mano de mamá, apretada en torno de la bolsa, se movió instintivamente hacia la parte trasera de su cuerpo para esquivar mi manotazo. Con la mano libre me tomó del hombro y me zamarreó. Quería deshacerse a toda costa de esos juguetes, arrepentida quizás de habérmelos regalado en aquella infancia mía abrumada de penas y arrumacos. Pasaron ya más de cincuenta años, pero parecen recién salidas de mi boca, delgadas, agudas, desafiantes, las palabras que me atreví a decirle:
_ Los juguetes son míos.
_ Ya no los usas – repuso sacudiéndome otra vez -. ¿Dónde voy a meter tanta basura?
_ Son míos. Yo sabré qué hacer.
_ ¡Córrete! ¡No eres un niño!
Los juguetes se hallaban arrumbados arriba de la losa del garaje. Mamá se empeñó en deshacerse de ellos aduciendo que en nuestra casa, con la ampliación edificada sobre la losa del garaje, no habría más lugar para cachivaches. Así dijo. Entonces le dije que yo era el único indicado para tirar mis juguetes y que si no me dejaba ir con Leoncio al basurero municipal yo no permitiría que los tiraran con los escombros como cualquier desecho. Mamá me miró rabiosa, posesiva como la más desesperada de las madres solteras, pero finalmente accedió. Subí al soporte de carga de la camioneta, puesta de cola sobre la vereda, la bolsa llena de juguetes viejos. Leoncio me dijo que los volcara sobre el cono de cascotes, pero yo me negué. A mí, y no a los albañiles, correspondía tirarlos en el basurero municipal. Fueron íntimamente míos y yo debía eliminarlos. Como alguien que da sepultura a una mascota.
Antes de subirnos, don Genaro volcó agua en el radiador agujereado hasta llenarlo. La camioneta vieja, una Ford del año setenta y tantos, goteaba agua todo el día. Leoncio subió dos palas y un escobillón de cerdas duras y las acomodó a un costado del escombro. Mamá le pidió a don Genaro que me metiera en la cabina. Era más seguro. Yo quise ir atrás, no dentro de la cabina, era demasiado aburrido ir allí, don Genaro no hablaba ni reía. Leoncio le dijo a mi mamá que no me preocupara, él también iría atrás conmigo. Mi mamá no estuvo muy convencida de aceptar.
_ Tú te haces cargo – le dijo a Leoncio en tono de advertencia y me dio un billete de diez pesos para que me comprara un helado y me arregló el cuello de la remera - Cuídate, nene – me suplicó, y yo me sonrojé de vergüenza.
Leoncio me sentó en un pedazo grande de ladrillo, con la espalda pegada a la cabina de la camioneta. Para darle seguridad a mi mamá, me pasó la mano por detrás del cuello y me arrimó a su cuerpo.
_ No le pasará nada – dijo sonriendo y dándome un golpecito cariñoso con su cabeza húmeda de sudor, sin mirarla, sin darle demasiada importancia al asunto -. Conmigo se hará hombre.
De los sobacos de Leoncio salía un fuerte olor a sudor. Creí por un momento que sus pulmones absorbían todo el aire que nos rodeaba y lo liberaban por cada uno de sus poros nauseabundos. Yo sonreía, invadido de una alegría inmensa, convencido de ser parte al fin de una jugarreta de adultos. La camioneta se estremeció entera cuando el motor comenzó a rugir. Inició su marcha lentamente, gimiente y agazapada, con los elásticos de la suspensión a punto de estallar por el peso excesivo. Temblaba como un cervato al nacer, a punto de desmoronarse o de dar un nuevo paso, como lo había visto en los documentales de Animal Planet. Tomó por la avenida Cipolletti y en el semáforo, en el inicio del tramo poblado, dobló hacia la izquierda por un camino de tierra.
Leoncio me contó que don Genaro evitaba encontrarse con los agentes de tránsito de la municipalidad. Por eso enrumbaba por recovecos casi intransitables, llenos de charcos y baches.
_ La camioneta no tiene luces – dijo divertido -. Y parece que tampoco le anda la marcha atrás.
Transitamos unos trescientos metros sobre el ripio. La amortiguación de la camioneta era nula, así que en cada bache mi trasero rebotaba duramente en el pedazo de ladrillo. Me puse de pie bajo el aún potente sol del atardecer. Leoncio me dijo que no me acercara a la orilla, temía que me cayera. El aire me daba en el rostro. Sentía deseos de gritar, de saltar, de lanzar cascotes al aire.
Leoncio permanecía fumando, con el pelo revuelto y la vista perdida en un punto que no pude distinguir. Tal vez no miraba nada y sólo estuviera examinando imágenes que pasaban en su memoria. Ahora me pregunto si no sería la imagen de Leyla, mi hermana, la que absorbía sus pensamientos.
Cruzamos la ruta y las líneas del tren. Llegamos al camino del cementerio. Cuando orillamos la entrada al camposanto, Leoncio me dijo:
_ Allí vamos a parar todos. Los buenos y los malos, los hombres y los no tan hombres. Que no se te olvide nunca eso.
Yo no pude entender por qué me dijo eso. Ahora sí lo entiendo.
Seguimos por el camino de tierra. El camino bajaba hasta un arroyuelo y luego ascendía. El motor rugía desesperado y el armazón de la camioneta se sacudía como un perro atormentado por las pulgas. Granjeamos la entrada, en cuyo costado se erguía una casilla, con un viejo sentado en el escalón de la puerta. Pensé que nos iba a inspeccionar. Sólo nos saludó y nos dejó pasar. La camioneta se sacudió entera y subió penosamente hasta quedar cerca de la barda. Una lluvia de moscas nos salió al encuentro.
Leoncio tiró el pucho en el montón de escombros y saltó a tierra con las dos palas. Yo hice lo mismo por el otro costado. Ya en tierra, me limpié la suciedad de los pantalones. Leoncio se rió de mi exceso de delicadeza. Cerca de allí, a nuestras espaldas, descansaba un auto viejo, un Rambler descolorido y aplastado. Pensé que era un auto desguazado, abandonado en el basural. Pero luego advertí que tenía la puerta abierta y se podía ver a una mujer gorda, de unos cuarenta años, espatarrada junto al volante. Delante del auto, un hombre de bigotes hurgaba en la basura. Supuse, equivocadamente, que era su marido. Al lado del hombre, también hurgando en la basura y tirando piedras con una gomera, había un muchacho. Vi que la mujer gorda le habló al chico y le señaló el lugar donde Leoncio y don Genaro descargaban el escombro. El chico moreno desvió la vista hacia nosotros y comenzó a caminar. Vestía una camisa sin mangas, toda percudida y ajada, sucia, muy sucia; unos vaqueros anchos, rotos en las rodillas, y unas zapatillas enormes, que le quedaban muy grandes, como de basquetbolista. La gomera le colgaba del cuello. Se puso a mi lado y me dijo:
_ ¿Vos no le haces a la pala?
_ No – contesté -. No me dejan.
_ Ah – dijo con burla -. Esta gente te cuida. Se ve que eres el hijo del patrón.
Lo miré de arriba abajo, como hago siempre que quiero amedrentar a alguien. El chico moreno siguió con la sonrisa desdeñosa en el rostro.
_ ¿De dónde eres? – pregunté para incomodarlo.
_ Vivo allí, dentro de ese auto. ¿Y vos?
Le dije mi dirección. No le interesó gran cosa. Me preguntó qué tipo de basura descargaban de la camioneta.
_ Escombros – dije. No quise decirle que también tiraríamos mis juguetes.
Temía que se burlara de mí.
No pareció interesarle mi respuesta. El muchacho moreno caminó unos pasos hacia un costado. Cogió una piedra y se sacó la gomera por sobre la cabeza. Lanzó una piedra a unos zorzales que se pararon en una rama de alpataco, sobre la ladera. Luego se acercó y esperó.
Don Genaro dejó la pala apoyada en la carrocería de la camioneta. Respiraba con dificultad. Sacó el pañuelo del bolsillo del pantalón y se sonó con fuerza la nariz, haciendo un gran estrépito. El muchacho quiso coger la pala.
_ Deja eso – amenazó don Genaro -. Aquí nadie necesita de vos.
_ No se enoje, abuelo – dijo el muchacho moreno.
_ Abuelo las pelotas – dijo don Genaro -. Anda. Déjanos en paz.
El muchacho se quedó a mi lado, inmutable. Don Genaro siguió dando palada tras palada. Leoncio se enderezó. El sudor brillaba en su frente y en el pelo húmedo de sus sienes. Miró al chico moreno con bronca, pero no le dijo nada. No necesitaba palabras para imponer su voluntad. El chico se agachó para tomar otra piedra. Esta vez la lanzó loma abajo pero sin usar la gomera. Esperó a que Leoncio siguiera descargando el escombro. Se puso a mi lado.
_ Eh, ¿no te interesa ver a una chica en pelotas? – propuso en tono confidencial.
No le respondí. ¿De qué chica en pelotas hablaba? Leoncio y don Genaro seguían dando palada tras palada, sin levantar cabeza. Las moscas revoloteaban. Yo me miré la ropa. La tenía bastante sucia. Mi mamá me regañaría.
_ Cinco pesos – dijo el chico moreno -. Por cinco pesos puedes ver a una chica en pelotas.
Ahora me miraba arrugando la nariz, como si el sucio y maloliente fuera yo y no él. Metí la mano en el bolsillo. Ahí estaba el billete de diez pesos. Jamás había visto a una chica desnuda. El clima de irrealidad, de novedad colaboraba para que yo accediera. Miré a Leoncio y a don Genaro. Le quedaba la mitad del escombro arriba de la camioneta y la bolsa con mis juguetes. Miré hacia el auto viejo. Una mujer gorda se asomaba por la ventanilla abierta, sentada delante del volante. Atrás, se divisaba apenas una cabeza. Cuando yo miré, la mujer gorda le dio un manotazo en la cabeza a la que estaba en el asiento trasero. La cabeza se asomó, ahora completa. El rostro de una muchacha, quizás una niña. El chico moreno movió la cabeza con autoridad. No pude o no me atreví a decirle que no.
Cuando me puse a caminar hacia el auto viejo, esperé el llamado de Leoncio o don Genaro. Nada ocurrió. Siempre, para bien o para mal, dependí demasiado de voluntades ajenas. Seguí caminando hacia el auto viejo, con el oído atento a lo que sucedía a mis espaldas. La vieja gorda se peinaba el cabello sucio con las manos y se secaba la transpiración de la cara con un pañuelo.
_ Cinco pesos – dijo cuando me puse junto al auto.
Saqué el billete de diez pesos. Se lo mostré y levanté los hombros, en señal de impotencia o pesadumbre. Estiró el brazo hacia mí. Se lo di. Hizo un movimiento con la cabeza hacia el asiento trasero del auto. Ahí había una muchacha, casi una niña, envuelta en una especie de bata de levantarse vieja y percudida, tendida de espaldas. Era muy delgada, casi desnutrida, y tenía un aspecto anémico, enfermizo.
El muchacho moreno avanzó desde detrás de mis espaldas y abrió con esfuerzo la portezuela del auto. Volvió sobre sus pasos y me dijo:
_ Ahí está.
Yo me acerqué con recelo al vacío que había dejado la puerta. Tenía la sensación de estar asomándome a un abismo. Apenas miré hacia la muchacha, ella abrió la bata y dejó a la vista su cuerpito desnudo, casi lampiño. Di un paso atrás, horrorizado. Las dos manos del muchacho moreno me empujaron hacia adelante.
_ Puedes tocarla un poco – dijo la mujer gorda -. No tengo cambio. Tocarla vale diez pesos.
La chica seguía con la bata abierta y yo comencé a temblar, invadido de una especie de vértigo. No sé cuánto tiempo pasó. En ese momento sentí el silbido de Leoncio a mis espaldas.
_ Me tengo que ir – dije, y largué a correr hacia la camioneta de don Genaro. Cuando llegué arriba, junto al escombro descargado, pregunté por mis juguetes. Los habían desparramado entre los escombros. Muñecas, jueguitos de té, un changuito de mimbre, costureros, tablas de planchar. Descalabrados, a medio enterrar.
Sentí ganas de vomitar, pero logré dominar las náuseas.
El sol se había ocultado tras las bardas. Don Genaro hizo andar la camioneta. Leoncio se acomodó conmigo en la carrocería, sentado de espaldas a la cabina. Yo miré hacia el auto viejo y apenas pude resistir la mirada de la niña triste detrás de la luneta mugrienta. El muchacho moreno se había acomodado frente al volante y encendía el motor. Una bocanada de humo subió del caño de escape.
_ ¿Qué fuiste a hacer allá? – preguntó Leoncio mientras encendía un cigarrillo.
Yo no le quise contestar, quizás porque en los ojos de Leoncio ya se dibujaba una sonrisa de piedad o burla, o de ambas cosas. En lugar de sentarme a su lado, me paré con parte de mi torso sobre la cabina, doliente y soberano como un faraón sobre un carro de guerra, mirando hacia la estación del tren, festejado por un enjambre de moscas. La camioneta, ya en marcha, siguió sin luces a unos metros del Rambler viejo, hasta la salida del recinto, y dobló hacia la izquierda, rumbo a la entrada del cementerio, lugar donde el Rambler se detuvo a un costado y nos dejó pasar. El viento, engordado por el humo deletéreo de diversas hogueras repartidas en el basural, me golpeaba el rostro y me secaba las lágrimas. Cuando ya cruzábamos las líneas férreas, volví mi cara por última vez. Atrás quedaban mis juguetes, únicos compañeros de infancia, enterrados por manos extrañas, obedientes a una voluntad traicionera, empeñadas en sepultar mi verdad entrañable. Y atrás también, bien atrás, ahora desde la perspectiva desolada de mis cincuenta y tantos años, la única mujer desnuda - terrible y horrorosa en su inocencia - que conocí en toda mi vida.