A menudo me pregunto qué saben los esquimales sobre besos; pienso en sus besos con la nariz, y me planteo si conocen la excitación del contacto lengua a lengua, labio a labio; si les gusta; si en realidad la desconocen; o si aun siendo grandes expertos en la ciencia del beso temen, con ellos, quedar expuestos a una rapidísima congelación de sus órganos parlantes. Y ante la imagen de dos esquimales pegados e irremediablemente congelados en el momento del beso, no puedo evitar reírme.
Pero, ¿y si en cambio no supieran de la pasión de un beso en la boca? ¿Si simplemente para ellos no existiera esa posibilidad? Y es que a veces, como en una foto recurrente y evocadora, me imagino la expresión de desconcierto que se pinta sobre el rostro de uno de estos esquimales al recibir un beso repentino en los labios. Veo sus ojos como platos y me gusta su ternura, la delicadeza que envuelve a ese beso. Al más inesperado, más fugaz y permanente al mismo tiempo. Y es lo que llamo “el beso del esquimal”.Mi nombre real es Carmen, pero cuando el insomnio lanza sus afiladas garras hacia mí, prefiero ser sólo Charlie. Y Charlie, la exploradora de los reinos más indómitos, me libera del entumecimiento de la rutina descubriendo la magia de hacer un picnic en la selva, cantando bajo las aguas del mar Rojo, o dando con un diminuto agujero que una el cráter de un volcán activo con los fríos casquetes de hielo que hay por todo el Polo Norte.
Polo Norte: ese es su rincón estrella y, como estas, brilla de una forma única y original.
Groenlandia es una gran isla y significa “tierra verde”, pero en vez de arena hay nieve, hielo en lugar de prados, e icebergs donde los faros. La aurora boreal pinta su cielo de colores asombrosos, y llena los límites de toda su tierra y mar con un coro de llamadas de espíritus ancestrales. Y allí abajo, dispuestos siempre a escuchar y responder con suaves voces susurrantes, habitan los esquimales.
También los llaman Inuit y, como súper hombres, cuentan con características físicas propias que les permiten sobrevivir en el frío aterrador de su tierra. Sin embargo, y pese a ellas, los esquimales deben llevar tal cantidad de ropaje, que únicamente los ojos y la nariz quedan al descubierto durante todo el invierno.
Por eso es con la nariz con lo que deben dar sus besos.
Había fumado, había hablado y había mirado el reloj incansablemente. Por supuesto, todo resultó en vano. Pero al fin, tras dos interminables horas de lectura aguardando al sueño, decidí sumergirme en las aguas de mi propio pensamiento y, en mi mente, como Charlie, peregriné durante horas a través de un todo blanco y devastador. La media melena que había creado a mi “yo exploradora”, resplandecía envuelta en escarcha como los témpanos de una gruta maravillosa pero, ajena a la tormenta de nieve que se cernía sobre mí, continuaba mi camino por el desierto de hielo. Obsesionada con ir más allá, buscaba con ansias un nuevo rumbo. Las aventuras y misiones del mundo de los humanos quedaban reducidas a cenizas al asomarme a ese país de sueños. Y, como suele pasar, gozar de mayor libertad no me hacía más libre, sino más sujeta.
Andaba con esta y otras fantasías rondando por mi cabeza cuando vi a Untur por primera vez.
En medio de aquel maremágnum de calma inmaculada, apareció una silueta cubierta de pieles. Simplemente apareció; aleatoriamente, como aparecen los mejores sucesos del reino onírico. Me gustó que lo hiciera.
- Hoy no hace muy buen día, no – comentó, despreocupado.
Pronto distinguí un cuerpo humano asomado a una gran extensión de agua semi helada. Permanecía quieto, oteando el horizonte sin inmutarse por la borrasca que nos perseguía.
- Me pregunto quién habrá podido enfurecer a Sedna – continuó hablando, tranquilo, sin siquiera girarse.
Y el esquimal siguió contemplando a un grupo de focas que, alborotadas, navegaban entre las olas del mar. Su voz era cantarina, todavía suave.
- ¿Te refieres a la diosa del mar? – adiviné, recordando la vieja leyenda de la bella mujer Inuit, convertida en cientos de focas y ballenas.
El esquimal asintió y, tras rebuscar en su alforja, tomó un par de pececillos que arrojó con fuerza al agua. Entonces se giró hacia mí y me tendió una mano enguantada, sonriente.
- Me llamo Untur y busco una senda que me lleve hasta las Tierras del Sol, donde el hielo desaparece.
Le estreché la mano y sonreí.
- Me llamo Charlie y creo que vengo de lo que tú llamas “Tierras del Sol”. No tengo ya rumbo ni gente a la que contar mis pesares: sólo busco ser nómada, como tú.
Untur se rió alegremente.
Discretamente, me fui fijando en sus rasgos: era joven, muy bajito y delgado para su clan, y los pocos rasgos que quedaban al descubierto eran tan aniñados que su idea de conocer otras tierras se me antojó un sueño infantil. Pero sus ojos brillaban con todo el resplandor de la aurora boreal, con la fuerza de diez mil lobos polares.
Tal vez por eso me decidí a acompañarle, a pesar de tener que deshacer mis pasos.
- No deben de andar muy lejos si quieres ir sin trineo – apuntó, divertido al ver que me disponía a emprender la marcha a pie -. Pero no debo dejar aquí a mis perros abandonados.
Entonces me señaló una hermosa plataforma de madera tirada por una decena de los mejores perros del Ártico. Miré la montura con sorpresa. Los perros pastaban lejos como bueyes descuidados, pero a la señal de un silbido, acudieron obedientes al encuentro de su amo. Untur empezó a preparar el trineo con esa tranquilidad que, hasta el momento, había caracterizado todos sus movimientos, así que, incapaz de esperar por más rato, me incliné a su lado y comencé a ayudarle en silencio.
Sin embargo, pronto descubrí que, si bien Untur me contemplaba trabajar sin interrupción, deshacía todo cuanto yo hacía para rehacerlo después a su modo particular. Y aunque no tardaría en averiguar que, como buen Inuit, él hacía todo a su manera; que no me corrigiera ni dijera una sola palabra al respecto, fue algo que tanto en esa ocasión, como en todas las que vinieron, me pareció en parte extraño y en parte completamente arrollador.
Que Untur fuera ataviado con esas pieles que apenas dejaban sus ojos a la luz, mientras yo vestía las mismas ropas con las que iba a la selva, al río, a un lago o a dar un largo paseo por las nubes, es algo que me hubiera extrañado si no hubiera estado soñando o, al menos, en una confusa duermevela en la que todo y nada era posible. Así que me dejé llevar por los derroteros de aquel cuento guiada por su enigmático protagonista. Pues tal vez lo que más me inquietaba era la influencia que ejercían sobre mí sus ojos de aurora boreal. Untur era el primer chico que había generado en mí aquel revuelo de mariposas.
- Charlie – me llamaba, a veces-, cuéntame algo sobre ese sol que os da tantas maravillas.
Yo reía y echaba un vistazo a ese astro lejano y débil al que ellos llamaban sol.
- El sol varía según los meses, como aquí, aunque en verano hace tanto calor que debemos protegernos o, de lo contrario, quema.
- ¿Como el fuego de las hogueras?
- No tanto, pero quema.
- ¿Y lleváis abrigos para ocultaros?
- ¡No! Crema.
- ¿Como los untos que curan?
- Más o menos.
- Ah…
Y, como días, los sueños se suceden con Untur siempre a mi lado. Que no conociera ni siquiera todo su rostro, siempre oculto tras una enorme capucha de pieles; que nos acabáramos de conocer en medio de una gran nada y nuestro idioma fuera el mismo, o que no necesitáramos dormir, ni casa donde guarecernos, me parecían nimiedades a cambio de su presencia.
- ¿Por qué buscas las Tierras del Sol? – le solía preguntar.
Y cada vez me sorprendía con una nueva de sus ideas enrevesadas sobre nuestra cultura.
- Porque en tus tierras no hay ropa – concluyó una vez, señalando las miles de capas de piel que parecían cubrir con saña todo su cuerpo.
- Sí la hay, hay mucha ropa – le corregí -. Hay ropa ligera, pesada, reluciente, rota, holgada o estrecha… No hay pieles como las vuestras pero el mundo de la moda puede acabar siendo una verdadera locura.
- ¿Moda? ¿Qué es eso?
- Son como normas… - respondí tratando de dar con las palabras adecuadas -, que dictan cómo debe vestir la gente. Te dicen qué ponerte o qué no, qué es lo que se lleva un año y qué es lo que ya está pasado.
Entonces Untur asentía para sí, como si tratara de procesar tal cantidad de información.
Recorríamos el largo desierto helado sin rumbo fijo. Como en mis mejores historias, yo esperaba pacientemente un cambio de escenario imprevisto. Donde había estado antes de ahí y cómo moverme hacia otro lado eran dos misterios que sabía que tarde o temprano quedarían solucionados. Untur tampoco parecía en absoluto preocupado.
Me hablaba siempre del Polo, de modo que, poco a poco, había ido aprendiendo algo de él o, cuanto menos, de sus extrañas costumbres. A la hora del té, sin importar donde estuviésemos, hervía una infusión enormemente concentrada y se sentía verdaderamente agraviado si la rechazaba. Debíamos masticar también las hojas y, si era carne, eructar: demostraba que el plato era de nuestro agrado. Seguía siempre en sus formas todas las costumbres de su pueblo y si dudó de mi inteligencia al preguntarle por tercera vez el nombre de todos sus perros, nunca trató de azuzarme.
- Diferencias entre este libro y aquél con sólo echar un vistazo a sus pequeños garabatos, y no eres capaz de distinguir dos perrazos de un vistazo – se decía divertido cuando me veía leer -. Como la tierra de la que vienes, eres extraordinaria.
No conocía las letras y sin embargo, con una voz extremadamente melódica imitaba los cantos de las sirenas. Creía en el Sol, en la Luna, en el aire y en las estrellas, y afirmaba que cada animal poseía un alma única e irremplazable de una belleza colosal. Como todos los de su raza, Untur hacía frente al tiempo con buena cara y, nómada por naturaleza, convivía en absoluta armonía, haciendo gala de una generosidad inusitada.
- ¿Por qué buscas las tierras del Sol?
- Por su gente. Quiero que me cuentes cómo es.
Contemplaba sus maneras y sonreía.
- En mi tierra la gente es más expresiva.
- ¿Expresiva?
- Quiero decir más arisca. Si algo no les gusta, gritan; si hace mal tiempo, se quejan; si no les convence lo que haces, te interrumpen; y si no quieren infusión, lo dicen.
Untur rió.
Sin embargo, poco a poco las nieves dejaron paso a retazos de hierba fresca. Y entendí que el paraje de mi sueño cambiaba sin razón ni más sentido que el deseo que nos guiaba ya que, de otra forma, nunca hubiéramos podido movernos de la isla sobre un trineo.
Pero de pronto descubrí que era feliz en ese mundo: no quería que el hielo se fuera, ni la nieve, ni los renos o los perros del trineo. No deseaba que aquel esquimal dejara su hogar ni su vida en busca de aquella quimera que, como un perro a su trineo, había cargado desde hacía tanto tiempo.
Corríamos a orillas del mar sobre el trineo de perros cuando un reno enorme pasó por nuestro lado sin percatarse siquiera de nuestra presencia. Contemplé al animal con fascinación.
- ¿Por qué buscas las Tierras del Sol?
Untur parecía caviloso.
- Háblame de las ciudades – dijo al fin.
- ¿Las ciudades? – suspiré-. Están llenas de bullicio, de actividades y de gente que camina sin parar.
- ¿Quieres decir que van siempre a pie? – exclamó, sobresaltado.
- Por supuesto que no – contesté devolviéndole la sonrisa -. En las ciudades hay muchos atascos de coches y buses, de motos, de trenes, metros y tranvías.
- ¿Y los perros de trineos?
- ¡Allí no hay!
- ¿Es que no hay perros?
- Claro que sí, pero no para trineos. Hay gente que cuida a uno o dos perros como animales de compañía, pero sería imposible vivir en la ciudad con una decena de esas.
El esquimal lanzó una mirada rápida a sus perros. Y entonces palideció: por primera vez, el joven Untur parecía caviloso.
- También hay contaminación – murmuré al fin -. Y problemas de convivencia.
- ¿Qué quieres decir?
- Que las personas son cada vez más egoístas y sólo piensan en ellas mismas. La naturaleza no brilla tan verde como debería, los árboles se talan y el suelo se empobrece. Que los cazadores no respetan el alma de los animales y, poco a poco, estos mueren y desaparecen. Y el mar se llena de petróleo mortal y ni siquiera la diosa Sedna es capaz ya de detenerlo… – respondí con acritud y, sin más ganas de proseguir la conversación, le di la espalda, y quedé quieta, junto al mar, oteando el mismo horizonte que contemplaba Untur cuando lo vi por primera vez.
- Si vosotros la enfurecéis, alguien debe tratar de calmarla – susurró al fin Untur a mi lado y, en silencio, dejó caer un par de pececillos que guardaba siempre en su alforja.
- ¿Te refieres a la diosa del mar? – pregunté clavando mi mirada en la suya.
Untur asintió de nuevo y, como ya hiciera, me tendió su mano enguantada, sonriente.
- Me llamo Untur y durante mucho tiempo he buscado una senda que me lleve hasta las Tierras del Sol, donde el hielo desaparece. Ahora sólo busco ser nómada, como tú.
- Me llamo Charlie y creo que hasta ahora he sido nómada. Pero por fin he hallado un rumbo y a alguien en quien poder confiar.
Y esta vez, en lugar de estrechar su mano, le fui retirando el guante lentamente. El esquimal me contempló con su acostumbrada serenidad. Ni siquiera pareció alterarse cuando entrelacé sus dedos con los míos: sus manos eran finas, extremadamente pequeñas. Lentamente, aproximé su rostro al mío y, con los ojos cerrados, le retiré la capucha.
Besé sus labios con ternura y no me paré al notar la tensión de la estupefacción en todos sus músculos. Ni siquiera me detuve al pensar en sus ojos de aurora abiertos como platos. Le besé hasta que Sila, su dios del aire, nos separó con una de sus bocanadas.
Entonces, al fin, la vi bien y de golpe lo entendí todo.
Los ojos de aurora boreal resplandecían entre sus largos cabellos negros y, cuando al fin logró despejar los estragos del viento con una de sus suaves manos, el rostro completo de Untur vio la luz.
Como mujer, era realmente preciosa.
La hermosa Untur, sin pararse al notar mi sorpresa ni importarle un ápice que mis ojos permanecieran aún abiertos como platos, aproximó lentamente sus labios, carnosos y rojizos, dispuesta a devolverme el verdadero beso del esquimal.
Desperté desorientada en medio de la noche. Me hallaba tan sobresaltada que ni siquiera podía recordar cuándo me había dormido. Noté el calor de su cuerpo a mi lado y poco a poco, me calmé. Los acontecimientos fueron viniendo a mi mente y, como si de un cuento viejo se tratara, los rescribí uno a uno. Sonreí al pensar en Untur y acaricié su larga melena negra.
Tenía que ser ella.
Rut respiraba suavemente aun profundamente dormida pero toda su aura brillaba como la aurora boreal. La amaba como los esquimales aman al sol, al mar, al aire o a la luna.
Como el más sabio de los Inuit, me acurruqué entre sus brazos y esperé pacientemente a que el sueño regresara. Pronto caí profundamente dormida.
Su nombre real es Rut, pero cuando el insomnio lanza sus afiladas garras hacia mí, prefiero que sea sólo Untur, esa pequeña esquimal que guarda el secreto de los besos perfectos.