Revista Cultura y Ocio
Virginia Robayna Camacho (Lanzarote)
Contempló la pared recién pintada. Las manchas de sangre habían desaparecido, y con ellas el último rastro de quien había sido. Como si la brocha hubiera pasado también por el cerebro. Era curioso, no echaba de menos tener alma, pero sí los recuerdos. No se trataba exactamente de que le hubiera desaparecido la memoria, solo que no se reconocía a sí mismo en su pasado. Podía evocarlo todo, pero era como contemplar una película, nunca llegaba a formar parte de aquello.
Primero fue la infancia. Fluida. Feliz. Tranquila. Después llegó el verano. Hacía calor, el aire se pegaba a la piel y él acababa de recibir su primer beso. No era un chaval inocente. Tenía dieciocho años, y ya había ido de putas muchas veces. Primero con su padre, después con sus amigos. De hecho lo consideraban una especie de héroe, el más experto de todos ellos. Él que sabía como olía el sexo de las mujeres, el que conseguía, con sus modales de niño dulce, que todas jugaran con su lengua, rompiendo la más sagrada norma de las damas de pago.Fue su mejor momento. Descubrió lo que significaba el deseo. Aquellos labios firmes, el suave arañazo de la barba que comenzaba a crecer, y por encima de todo la certeza de no estar solo. Los baños en el mar, rozándose disimuladamente entre la marabunta de gente, los paseos al atardecer, las rodillas juntas mientras tomaban una copa y fingían mirar a las chicas. El mundo era nuevo e inexplicablemente perfecto. Pero los secretos pesan y cometieron el primer error. No tuvieron tiempo de más. Se cogieron de la mano en la soledad del amanecer. Dos hombres felices, o tal vez solo dos críos arrogantes que se creían que el amor podía salvarlos.Los delataron. El sueño se derrumbó rápido, tras aquel acto insignificante en la vida del extraño que lo cometió. Duró lo que el primer interrogatorio. Su compañero, el que le había enseñado quién era, le acusó de corruptor. Le aconsejaron bien. El tuvo menos suerte. Su padre tenía negocios con el régimen, de modo que en el mismo instante en que atravesó la puerta de la comisaría se quedó sin familia, sin ayuda, sin nada. Ni siquiera lo repudiaron, simplemente lo relegaron al olvido, condenado a un imaginario viaje de estudios donde moría. Enterrado en el extranjero, en una ceremonia íntima. Solo quedó su cuerpo, una masa sin identidad, un paria sin apellidos. Milagros de las dictaduras, donde todo se puede borrar si estás del lado correcto.Fingió que no le importaba. Miró su necrológica y decidió que buscaría un lugar donde le quisieran sin condiciones, sin visitas a burdeles, sin mentiras. En unos meses estaría fuera. Sería la leyenda de los cuartos oscuros, el joven con pasado carcelario, un tipo duro por el que todos se pelearían. Aún conservaba la inocencia, y se aferró a ella con la misma fuerza que otros presos lo hacían a la mujer que les esperaba fuera o la madre eterna. Los primeros años... Esperaba que el juicio llegara y lo dejaran salir. Hacía flexiones, pesas… Se convirtió en una masa de músculos, siempre dispuesto a defender a los que como él estaban proscritos por definición. Tuvo muchos amantes. Algunos jóvenes, otros mayores. Aprendió mil formas de sentir. Descubrió el poder de ser un líder. Pasaba al menos dos semanas en aislamiento cada mes, pero eso no hacía más que reforzar su categoría de ídolo. Le gustaba la sensación, era una droga, era erotismo en estado puro: era el poder de los miserables. A todos les asombraba aquel mariconazo peleador. La mayoría se quebraba desde la primera vez que los metían solos en la celda, sin nada que hacer, sin saber la hora o el día en el que estaban. Lo cierto es que fue un infierno. Creyó volverse loco. Se golpeó contra las paredes, gritó, aulló… El aire había desaparecido, el cielo también, hasta los colores se habían ido. Iba a morirse en aquella jaula. Hizo que corría sin moverse del sitio, saltó una cuerda imaginaria, repitió todos y cada uno de los ejercicios que recordaba.. Entró en una especie de trance, no podía parar. Cada vez más rápido, porque si paraba se acabaría todo, estaba seguro. Terminó estrellándose contra la puerta de hierro. Nunca supo si fue un accidente, o si en su enajenación pretendía atravesarla. Despertó dolorido, aturdido y desorientado. Llegó a pensar que estaba de nuevo en casa, sintiéndose culpable por haber estado mirando al jardinero, por fantasear con lamer su sudor y revolcarse con él sobre la hierba recién segada. Incluso era capaz de oler el aroma de las flores al amanecer. Nunca supo cuánto tardó en recuperarse, pero para entonces ya había encontrado un arma con el que hacer frente a todo. Las semanas de soledad eran para él una ventana a la libertad. Se ejercitaba hasta agotarse, hasta entrar en un estado fuera de sí mismo. Al principio fue difícil, pero logró controlar a dónde ir durante esos períodos. Volvía a sentir el mar, la brisa… corría con su hermano pequeño por la arena, comía galletas caseras… Entonces se abría la celda, y él regresaba, más fuerte, más seguro, dueño de una libertad que hasta sus propios guardianes morirían sin conocer. Los reclusos más viejos trataron de advertirle. Nadie pasaba por aquello sin llorar, sin derrumbarse. Cuanto más se resistiera, peor sería. Y sucedió. El régimen se volvió devoto y las penas aumentaron. Tuvo su juicio. Casi un lustro esperando por algo que apenas duró unos minutos. Cadena perpetua por atentado social. Ningún legislador iba a mancharse las manos escribiendo maricón. Además lo trasladarían. Se acabaron los tratos de favor con los de su calaña. Lo mandaban al Penal de Santa Bárbara, con los asesinos y los violadores, ya que el magistrado consideraba que eran los únicos individuos con los que podía convivir sin corromperlos. Lo peor fueron sin embargo las palabras que salieron de aquella boca añorada en secreto. Ya no la reconocía. El muchacho que le había descubierto el universo era un adulto converso, convencido de haber sido seducido por un demonio. Orgulloso de su rehabilitación, había creado una organización encargada de descubrir a los elementos perversos como él. No fue capaz de decir nada. Quiso recordarle que solo uno de los dos había sido virgen entonces, y que no era el que estaba sentado en el banco de los testigos. Ingresó en la nueva penitenciaría, derrotado, confuso, como un niño abandonado. De todos modos ya estaba curtido, podía con cualquiera, o eso pensaba. No contaba con que en Santa Bárbara a los que eran como él los mantenían separados, en medio de una masa furiosa que necesitaba algo a lo que golpear. A nadie le importaba lo que le pasara a un puto maricón. Pero no fueron los presos los primeros en darle la bienvenida. Los guardias lo sujetaron en el baño del patio, le abrieron las piernas y se lo follaron hasta que perdió el sentido. Así de simple. Resultaba más cómodo resumirlo en una frase que recordar los palos, los insultos, los fluidos ajenos cubriéndole…Después lo dejaron tirado en la celda, con la puerta abierta, para que los reclusos tuvieran su parte. En un momento concreto se vio a sí mismo gritando y arrastrándose sobre su propio vómito. Lo arrastraron al corredor, para que todos pudieran reírse y apostar por el número de puntos que necesitaría su culo. Se rompió. Comía sin saborear, para que no lo pusieran en protocolo de suicidio. Sabía que eso supondría estar un mes durmiendo en el suelo, con solo una manta, en una habitación sin ventanas. Era peor que el aislamiento porque los guardias te despertaban cada veinte minutos, en teoría para comprobar que seguías vivo, en realidad para cerciorarse de que la próxima vez te asegurarías de no fallar. Al menos una vez al día te pegaban, porque hacer de niñera de un puto maricón era algo que detestaban profundamente. Lo habían puesto allí una vez, al poco de llegar, por orden del médico porque se negaba a salir de la celda. Tenía tanto miedo que ni tres tíos lograron sacarlo, al final el médico fue a verlo. Clasificó sus heridas como autolesiones, le cosió y le puso una inyección. Fue amable, aunque nunca volvió, ni cuando los puntos se infectaron y casi la palma. Ya no tenía fuerzas para correr, ni para huir. Ni siquiera para morir. Poco a poco todo se desdibujó. Primero fue la idea del amor, después la noción de la esperanza. Se convirtió en un zombi. Siempre con alguna parte de su cara de un color indefinido, afiebrado o supurando, arrastrando los pies, los ojos a ras del suelo. Tuvo sus ventajas, los que lo habían considerado su puta particular empezaron a rehuirlo. Ya no era capaz ni de incitar a la necrofilia. Entonces fue cuando descubrió lo que era volverse invisible. Por las noches estrellaba su cabeza contra la pared. Quería despertarse, pero nunca lo consiguió. Sobrevivió, y llegó el día en que se abrieron las puertas. El mundo había dado una vuelta, y había sido ascendido a héroe. Lo agasajaron, lo invitaban a tertulias, a actos políticos… El último desviado preso, el primer divo de la tolerancia. Pronto se dieron cuenta de que era un fraude, el ejemplo vivo de que la represión daba su resultado. Él ya no tenía ni sexo, ni deseo, solo miedo. Todo le resultaba demasiado amplio, excesivamente luminoso… Veía a los chicos jóvenes metiéndose mano en los parques y le empezaba a palpitar el corazón. Sudaba y entraba en pánico. Quería avisarlos, prevenirles sobre lo que les esperaba si no se ocultaban, pero no podía. Sabía que no le creerían, que no tenían motivos para hacerlo. Le recomendaron que se tratara, y descubrió que ningún psicólogo quiso aceptar que lo que narraba pudiera ser real. Habían hecho un cambio pacífico. Habían metido a los muertos bajo la alfombra. El Régimen había sido un simple malentendido. Había habido monstruos, pero no tan crueles, o hubiera salido en los periódicos, incluso los antiguos mandatarios habrían llevado a juicio una brutalidad como aquella Lo comprendía, hasta a él le resultaba difícil asumir que aquella había sido su vida. Solo cuando se miraba las cicatrices podía asumir que era real, que alguna vez había sido humano. Además, nadie quiere aceptar que los humanos pueden ser monstruos, porque de ser así ¿quién estaría a salvo? A veces la única fe a la que podemos aferrarnos es a la de creer que algo no existe. Él no iba a romperles esa ilusión. Se planteó volver a la cárcel, a lo conocido, al lugar donde se sentía seguro. Allí todo estaba en orden, el tiempo estaba medido con precisión. Sabía cuando tenía que comer, cuando dormir, cuando pasear por el patio. En su nueva vida, en aquella absurda libertad recién adquirida el caos lo dominaba todo. Además la indemnización del gobierno le obliga al ocio. Se supone que le toca disfrutar, le dicen todos. Él ya no obtiene placer, solo preguntas. Preguntas sobre el pecado, sobre su naturaleza considerada corrupta cuando era pura, y ahora, que está perdido, que no queda nada bueno en él, era repentinamente ensalzada. Pensó en suicidarse, pero al fin y al cabo llevaba tanto tiempo muerto que no tenía demasiado sentido tomarse la molestia de cortarse las venas. Por otra parte vete a saber a qué desgraciado lo hacían limpiarlo después. Una mañana puso la tele y lo vio. Más viejo, convertido en un importante líder político, férreo defensor de la familia. Le gustó su corbata. De un rojo casi fucsia en claro contraste con el traje gris. Decidió verle. Era época de elecciones, por lo que tarde o temprano daría un mitin en la ciudad. Por fin tenía un motivo para levantarse por las mañanas. Volvió a comer bien, para recuperar peso, a arreglarse la barba y el pelo. Incluso fue de compras, para lucir un aspecto adecuadamente conservador. Cuando llegó el día no lo dudó. Se acercó, le dio la mano y beso tierno, el que llevaba consigo las caricias secretas, las miradas ansiosas de un verano lejano. Le clavó un punzón en la nuca, mientras apretaba con fuerza su lengua entre los labios. Lo más gracioso fue que debido a su edad no pudieron encarcelarlo. No le importó, ya no tenía miedo cuando veía a los chicos abrazase. Sabía que ya estaban a salvo.