¿A Relatos salvajes le cabe el conocido axioma de la Psicología de la Gestalt? En otras palabras, ¿estamos ante un todo superior a la suma de sus partes o apenas equivalente al promedio de los puntajes asignados a cada uno de los seis cortos cuya proyección serial dura dos horas? ¿Es posible que la condición superadora se revele más allá del interés estrictamente cinematográfico (el todo como expresión cultural de un fenómeno social: el ejercicio de la violencia con fines de venganza)? De ser así, ¿nuestra cartelera acaba de estrenar una película buena, más bien oportuna o ambas cosas a la vez?
Analizado como un todo, el nuevo film de Damián Szifrón excede ampliamente la cuestión cinematográfica en dos sentidos. Por un lado, invita a retomar una vieja discusión literaria: ¿hasta qué punto podemos exigirles a los autores de relatos breves entregas siempre equilibradas, o libres de imperfecciones y por lo tanto de decepciones? La pregunta evoca el recuerdo de una discusión reciente en Facebook sobre el mejor libro de cuentos de Ray Bradbury: más de una opinión giró en torno a cuán “pareja” es tal o cual obra.
Por otro lado, el también director de Tiempo de valientes y El fondo del mar propone un retrato de la violencia sin concederle espacio a la tan mentada “inseguridad”. De hecho, la única referencia a este lugar común mediático aparece -apenas y con intención irónica- en un diálogo breve, en principio anodino, entre la novia protagonista del último relato y una pariente extranjera que participa del festejo de casamiento.
El resto constituye una aproximación a la venganza entendida como búsqueda, no tanto de justicia, sino de satisfactoria reparación (cuanto más inmediata y truculenta, mejor). Dicho sea de paso, los espectadores convencidos de que la burocracia estatal es el enemigo público número uno del ciudadano raso se sentirán especialmente identificados con el Simón -alias Bombita- que encarna Ricardo Darín.
Hay quienes pensamos que Szifrón supo identificar a las musas inspiradoras de las fantasías de venganza más generalizadas no sólo en Argentina sino en gran parte del mundo: colección de novios, amigos, docentes, jefes, parientes que consideramos responsables de nuestras desgracias; inescrupuloso del barrio/pueblo que se candidatea para la función pública; espécimen urbano convencido de su superioridad y a la vez cobardón cuando las papas queman; la mencionada burocracia estatal; la pareja infiel.
Acaso la excepción a la regla la constituya el relato protagonizado por Oscar Martínez. Por lo pronto, en La propuesta, el guionista y director prefiere desnudar la (in)conducta de muchos de los compatriotas que reclaman más seguridad, y de paso advertir sobre los riesgos concretos de legitimar la práctica de la justicia por mano propia.
Analizada en forma segmentada, la película termina gustando más o menos en función de la cantidad de cortos que (más) disfrutamos. Desde esta perspectiva resulta poco evitable la confección de un ranking personal (los episodios El más fuerte, que Leonardo Sbaraglia y Walter Donado protagonizan en una ruta salteña, y Hasta que la muerte nos separe, con la descomunal Érica Rivas y Diego Gentile encabezan el de quien suscribe).
Es cierto que los relatos comparten un mismo tema, el humor negro, una potencia audiovisual producto de la fotografía de Javier Julia y de la banda sonora de Gustavo Santaolalla, muy buenas actuaciones (en especial las de Rita Cortese, Julieta Zylberberg, César Bordón, Osmar Núñez, Germán de Silva, además de los mencionados Donado, Sbaraglia, Gentile y Rivas) y referencias a otras películas (Un día de furia, La mujer sin cabeza, Mi primera boda, Los amantes pasajeros entre otras). Pero a algunos espectadores nos resulta injusto reducirlos a meras partes de un totalidad que consideramos dispar o, retomando la analogía con la discusión sobre Bradbury, despareja.
Desde esta (muy discutible) perspectiva gestáltica, Relatos salvajes dista de ser ese todo impresionante anunciado hace meses por una campaña de prensa que cobró fuerza tras la (exitosa) presentación del film en el 67° Festival de Cannes y que alcanzó su clímax gracias a la polémica desatada en la mesa promocional de Mirtha Legrand (y, un poco menos, gracias a la decisión de postergar la esperada fecha de estreno nacional). Por otro lado, las partes o episodios más virtuosos desautorizan la opinión descalificadora de los críticos preocupados por desenmarcarse del elogio periodístico generalizado y de la cálida bienvenida del público que sugieren las primeras estadísticas taquilleras.