Puesto porJCP on Aug 15, 2012 in Autores
En una conferencia que vino a dar a Madrid hace unos años, en la Residencia de Estudiantes, oí afirmar al filósofo francés Jacques Derrida que la sociedad actual vive inmersa en la mentira absoluta.
Por otro lado, en un libro del filósofo español Emilio Lledó, leí algo que parece redondear el pensamiento derridiano: que lo más terrible que nos puede ocurrir es que nos acostumbremos a vivir en la mentira con la misma naturalidad con que nuestros pulmones se acostumbran al aire que respiramos. Por la forma en que se expresó, pienso que Derrida estaba seguro de que ya había ocurrido lo que Lledó sólo temía.
A cualquier espíritu alerta se le impone esa realidad. Pienso por mi parte que es una de las características más acusadas del mundo actual. Todos mienten, engañan, simulan, ocultan, se corrompen. Y no acudo a unos modestos –o hipócritas—“mentimos”, “engañamos”, etc. porque yo no lo hago. La enfermedad afecta a quienes nos gobiernan, a los detentadores del poder económico, a los detentadores del poder de las religiones, a los delincuentes… Y a muchos docentes y escritores al servicio de unos u otros. Cada cual lo hace para configurar un mundo acorde con sus intereses.
No hay que pensar mucho para descubrir los intereses de los políticos o de los financieros, empresarios, banqueros; incluso de los delincuentes… Pero ¿cuáles son los intereses de los jefes religiosos? Cuál es el interés, concretamente, de la Iglesia Católica, con la que me quiero encontrar, como se habrá adivinado a la vista del título de este artículo. Del mismo se puede deducir además a qué mentira concreta quiero referirme ahora, como un ejemplo entre muchos.
Pero antes me quiero referir a otra, que además es muy pretenciosa y embaucadora. La que se encierra en la afirmación de que “la católica es la verdadera”, que hasta ha servido para alimentar algún chiste y que a mí ya me chocaba en mis tiempos de creyente. De manera, discurría yo, que el Dios infinitamente justo menosprecia a los hindúes, a los chinos, a los judíos, a los musulmanes y hasta a los cristianos protestantes y ortodoxos y reserva la verdad para los guapos romanos… Se entiende muy bien esta perplejidad que afectará a muchos, ante un pasaje de la pieza dramática de Jean Giraudoux, La loca de Chaillot. Aunque debo decir que en la versión en libro de la obra (yo tengo la de Grasset, 1946) la escena a que voy a referirme no aparece. Ignoro si aparecía en la representación del teatro María Guerrero, que vi hace mucho años, aunque sospecho que no, pues eran tiempos de censura. Sí aparece en la extraordinaria versión cinematográfica de la obra, por Bryan Forbes sobre guión –¡ojo!—del propio Giraudoux, cuando el joven sacerdote (John Gavin) quiere convencer a la loca para que abrace su fe, enumerándole las excelencias que le ofrece y a las que ella, espléndidamente encarnada por Katharina Hepburn, va respondiendo con mucho ingenio. Cuando el curita termina y remata con un: “y, además, esta es la religión verdadera”, la loca le pregunta: “¿Ah, sí? ¿Y eso quién lo ha decidido?”
La iglesia “verdadera” quiere hacer verdaderas las cosas más insostenibles, que lo son incluso al amparo de sus propias escrituras. Y un ejemplo clamoroso de ello es la figura de María, la madre de Jesús. Y nada tiene que ver lo que a continuación diga con lo que piense de la autenticidad de los textos, la existencia histórica o no de los personajes, etc. Parto de lo que dicen las escrituras que la propia iglesia admite como suyas para sacar conclusiones que deberían afectar a los creyentes.
No hace falta estar muy al tanto del tema para saber que el mundo católico está repleto de santuarios marianos. En países como el nuestro, Italia y Portugal, también de iglesias y de ermitas bajo su advocación, de lugares, hasta de barcos, organizaciones sociales, establecimientos docentes y galletas. Pues todo ello forma parte o deriva de una gran mentira. Y anotemos antes de seguir que, como es fácil observar, cuanto más conservadores y más situados a la derecha política están, más marianos se han presentado siempre los papas y los obispos.
María no tiene un papel tan relevante en la Escritura, como para justificar la colosal dimensión de ella que la jerarquía ha hecho aceptar a sus fieles, a quienes mantiene en la más absoluta ignorancia, o equivocados, respecto a temas más importantes y que afectan más al ser humano y a la sociedad. Como he dicho en otro artículo, María no aparece para nada en los documentos más antiguos del Nuevo Testamento, y tampoco aparece en ninguna de las tres grandes cristologías neotestamentarias de Pablo, Juan y Hebreos. En Pablo hay una alusión genérica –“nacido de mujer”–, pero hecha para acentuar la humanidad de Jesús. O sea, que los redactores de la Sagrada Escritura dejan patente que el mensaje cristiano se puede formular perfectamente sin ella.
Las diversas iglesias protestantes no dan relevancia a esta figura que el catolicismo se empeña en magnificar. Pero es que, aun dentro del catolicismo, los movimientos más vivos y los intérpretes más avanzados prácticamente la ignoran. Sólo tres ejemplos:
-Para nada aparece María en los libros y artículos de los teólogos de la Liberación. Ellos han estado siempre demasiado preocupados por la justicia social como para ocuparse de piedades pueblerinas. La devoción mariana no les sirve, más bien les estorba, para su apostolado justiciero.
-Las teólogas feministas beligerantes –casi todas o todas las teólogas—nada quieren saber de una mujer que se declara esclava y que ellas ven como una madre absorbente.
-Uno de los más importantes e influyentes teólogos del siglo XX y lo que va del XXI, Hans Küng, compañero de estudios del actual papa y figura principal en la preparación del renovador Concilio Vaticano Segundo, en su obra fundamental Ser Cristiano, dedica una atención más bien crítica a la figura de María, cuya concepción inmaculada pone en entredicho, así como la virginidad de su maternidad, que califica de producto de una leyenda con intereses teológicos. En contraste con los de otros pasajes, en el relato del nacimiento, dice, “suceden muchas cosas en sueños y los ángeles andan yendo y viniendo continuamente”. “María –escribe también–, de cuyo origen nada cierto sabemos, no juega ningún papel en los testimonios primitivos”. Del tiempo de la vida pública, los evangelios “sólo refieren un encuentro de Jesús con su madre, y ello con unos tonos claramente negativos”. Y en el episodio, sólo joánico, de las bodas de Caná, Küng anota que “de nuevo es presentada como una persona que cree, suplica y sólo a media comprende, una madre a la que el hijo trata al principio displicentemente”. Naturalmente, el teólogo de Tubinga se refiere también al hecho de que el título de Madre de Dios dado a María y contra el que se pronunciaron Bernardo de Claraval y Tomás de Aquino, así como media iglesia representada por los padres de Antioquia, le fue otorgado tras la clamorosa manipulación del Concilio de Éfeso, llevada a cabo por Cirilo de Alejandría. Se ha dicho que había intereses no sólo doctrinales para dar lo que fue un auténtico pucherazo y que son los de absorber para la cristiandad el constante y numeroso “turismo” que hasta entonces había acaparado la Diana de Éfeso.
Otra falsificación clamorosa, tendente a sobredimensionar el papel de María ante un pueblo tan piadoso como desinformado, es la que lleva a cabo la Iglesia mediante la traducción del relato de la escena tenida lugar al pie de la cruz, con Jesús agonizante. Empeñada en situar a María como madre y protectora de todos los cristianos, traduce el pasaje (Jn, 19, 25 y ss.) de la siguiente manera: “Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María la de Cleofás y María Magdalena. Jesús, viendo a SU madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a SU madre: mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: he ahí a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa.
Pues bien, esta traducción no es que sea incorrecta, es que está falseada adrede (debo la advertencia a mi amigo el teólogo laico Rafael Hereza). Una falsedad de mucho bulto que teólogos y exegetas se han tragado y han hecho tragar a millones de personas. El evangelista, en el texto griego, no dice que Jesús se dirigiera a SU madre. Dice que se dirigió a LA madre (ten metera y te metri). “Viendo Jesús a LA madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a LA madre… La interpretación de esta verdadera traducción que ha hecho el mentado Hereza en su libro El desvelamiento de la Revelación me la guardo por el momento No es de este artículo. Ahora sólo apunto que, sea quien sea LA madre, no puede ser la madre de Jesús, sino a la madre del discípulo, quien, por otra parte, es el que recibe, no la mujer, lo que invalida en cualquier caso el simbolismo que se pretende. Es a esta pareja, a la que exegetas perfectamente ortodoxos como Juan Mateo y Juan Barreto denominan “la pareja primera de la Nueva Alianza (el Discípulo Amado y LA madre) a la que se encomienda velar por los cristianos posteriores.
Pero si ya es difícil admitir que María fuese virgen, a la luz de los propios textos de doctrina católica, más difícil aún resulta aceptarlo si se tiene en cuenta la sólida y no poco fundamentada tradición, en buena parte documentada, que afirma que Jesús no sólo no era hijo de una virgen, sino que era hijo ilegítimo. Y antes de seguir quiero llamar la atención sobre un detalle: los escritores católicos sólo apoyan sus afirmaciones en los textos que han sido puestos en el canon por el magisterio y los presentan como expositores únicos de la verdad. Fuera de ellos, no consideran atendible ninguna afirmación o suceso. Pero el cristianismo, además de una religión, es un hecho histórico, está incurso en la historia profana, y nadie puede impedir a un historiador de fuera de la Iglesia (o de dentro) que lo complete o corrija mediante la literatura intertestamentaria, los libros paganos o libros judíos como el Talmud. Para ser admitido como histórico, por tanto, como realmente sucedido, un hecho no tiene por qué constar forzosamente en un texto canonizado. La historia es ajena a las versiones interesadas de las religiones.
El primero que apunta a que el nacimiento de Jesús fue irregular es el propio evangelista Marcos (el más antiguo de los sinópticos), que le llama Jesús ben Miriam, Jesús hijo de María, lo que, en el lenguaje de la época, quería decir sin la menor reserva hijo de padre desconocido, hijo de soltera.
El Talmud y otros libros rabínicos llaman a Jesús, Jesús Ben Panthera (hijo de Panthera), un legionario romano. Y esto, sin la precisión del nombre, tiene igualmente su reflejo en el evangelio. En efecto, al inequívoco versículo de Marcos, ya citado, hay que añadir otro del Cuarto Evangelista (Jn 8, 41). En él, los judíos, en plena polémica con Jesús, le echan en cara su ilegitimidad: “nosotros no somos hijos ilegítimos”, que los diversos traductores de la Biblia traducen de distintas maneras: por ejemplo, Nacar Colunga: “nosotros no somos nacidos de fornicación”¸ la Biblia de Jerusalén: “nosotros no hemos nacido de la prostitución”.
Por si todo lo dicho no quedara lo suficientemente apuntalado, nos encontramos con que, según ha hecho notar el investigador norteamericano Morton Smith (Jesús el mago), en la genealogía de Jesús que traza Mateo, con la que pretende legitimarle como de la estirpe de David, entre una ristra de nombres masculinos, se deslizan cuatro nombres de mujeres y, curiosamente, de mujeres que concibieron de manera irregular: Tamar, cuyos hijos nacieron de unas relaciones incestuosas (Gen 38); Rahab, regente de un burdel (Jos 2 y 6); Ruth, una extranjera que consiguió su segundo marido por medio de la incitación, si no por la fornicación (Ruth 1 y 3), y Betsabé, la mujer de Urías, cuyas relaciones con David comenzaron con un adulterio (II Sam 11 y 12). Lucas se muestra inseguro al decir que Jesús era hijo de José “según se creía”.
En cualquier caso, podemos decir que ya son legión los exegetas cristianos que consideran que el del nacimiento virginal no es más que un mito forjado por la antigua teología y del que piensan algunos, como Paul Tillich, que se debería prescindir, porque hasta resulta herético contra el concilio de Calcedonia.
Ante esta realidad, más amplia de lo que yo he podido explayar aquí, cabe preguntarse: ¿por qué a los fieles se les sigue dejando navegar en la mentira? ¿Por qué durante dos mil años? ¿Es que la mentira forma parte esencial de la religión católica? No se puede dudar, pues, de que los redactores del Nuevo Testamento son docetas, en este y otros puntos, contra el mentado concilio de Calcedonia, que proclamó la perfecta humanidad de Jesús, esto es, que Jesús era un hombre como los demás. Pero ¿es un hombre como los demás quien nace sin concurso de varón, resucita muertos, anda sobre las aguas, sana enfermedades incurables, multiplica los panes y los peces, convierte el agua en vino, etc., para al final resucitar después de muerto y ascender hasta perderse entre las nubes? No, no parece que alguien así sea muy como los demás hombres.
Hace tiempo que pienso que a los creyentes los unifican una serie de características. La primera es que quieren que lo que ellos creen se corresponda con la realidad, a la fuerza y saltándose alegremente toda evidencia en contrario. Luego está su escandalosa falta de información –voluntaria– sobre lo que temen que, bien estudiado, podría suscitarles dudas. Ello les resulta hacedero porque, tercero, sus mentalidades están absolutamente reñidas con la lógica. Finalmente: son personas sin el menor espíritu crítico y con unas enormes tragaderas.
El siglo XXII será ateo o no será.
M. García Viñó