Revista Cultura y Ocio

Relojes

Por Calvodemora

No siempre tiene uno toda la vida por delante. En ocasiones tiene media vida o un cuarto escaso y magro de vida o incluso un trozo irrelevante de vida. Lo malo es que se acaba. Lo bueno es que no sabemos cuándo, no se nos da esa información. La vida no acaba nunca, no hay nada en la realidad que nos haga pensar en su finiquito, en que va más lenta, cada vez más lenta, y después cesa o, en el peor de los casos, se interrumpe abruptamente, sin notificaciones, sin educación. Nada estropea el festín del tiempo, su opulencia. Se contenta uno pensando en eso, pero el polvo se acumula en los muebles (lo dijo ayer K.) y la barba se pone cana y el cuerpo, por más que uno decline saberlo, flaquea, no responde como solía, se hace frágil. Ahí, en esa finta filosófica, en ese limbo, es en donde campa a su antojo la diosa incertidumbre, que es la diosa fundamental en estos tiempos de relativismo brutal. No siempre tiene uno toda la vida por delante: la vida se adelgaza, se obceca en contradecirnos, en malgastarnos. Vivimos en esa tiranía: en el reloj homicida, en el tiempo que no podemos gobernar. Cuantos más relojes tenemos, más preocupados estamos por el tiempo y menos tiempo disponemos. El resto, todo lo demás, se aviene a nuestra causa, pero el tiempo no se deja, no se doma, no se retiene. Se puede decir a la reversa: siempre tiene uno toda la vida por delante, no media vida, ni siquiera un cuarto escaso y magro de vida o incluso un trozo irrelevante de vida. 
Toda la filosofía es un guirigay obsceno de palabras que únicamente buscan entender qué es el tiempo. Todas las religiones ofrecen en su quincalla espiritual bálsamos que curan el espanto del tiempo, pastillitas de colores. Porque el tiempo es espanto, es toxina, es miedo. Toda la literatura, incluso la más frívola, la de menor fuste y de más superficial hondura, se entrega a ese enigma: qué es el tiempo, de qué oscura materia estamos hechos, a qué tenebroso final nos empujan las horas. Todas las canciones de amor cuentan las horas. Toda la poesía es un enorme bolero. 

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