Recuerdo con mucha nostalgia aquellos años en los que descubrí junto a un vecino mi pasión por los hombres. Yo tenía 14 años y él uno más. Habíamos tonteado inocentemente viendo nuestras primeras películas porno con otros amigos del barrio. Cada uno se sentaba en un sofá diferente y nos masturbábamos en la oscuridad.
Las escenas se repetían al aire libre, en lugares recónditos en los que evitábamos ser vistos. Éramos adolescentes y comenzábamos a vivir nuestra sexualidad con cierto temor, pero también con una curiosidad sin límites. Eran juegos inocentes en los que mirábamos de reojo al otro para comparar tamaños y para saber hasta dónde era capaz de llegar cada uno.
Un día quedé con uno de ellos y nos perdimos en un solar abandonado en medio de la oscuridad. Nos sentamos apoyados sobre un muro para no ser vistos por los coches que pasaban a escasos metros. Iniciamos el ritual como otras veces hasta que surgieron las preguntas sobre qué sentiríamos en el caso de que fuésemos más allá de una simple masturbación.
Y, sin apenas pensarlo, fuimos más allá. Han pasado más de 20 años de aquella primera experiencia, pero la recuerdo como si hubiese sido hoy. La torpeza con la que tocamos y los sabores y olores de una experiencia hasta entonces inédita siguen presentes en mi memoria pese al paso de los años. Cuando terminamos, nos vestimos y caminamos todo el trayecto de vuelta a casa sin apenas dirigirnos la palabra. Habíamos traspasado una nueva frontera y ninguno de los dos conocía su significado. Nos despedimos con un frío “hasta luego”. Yo subí las escaleras de mi casa y me encerré en el baño. Me quedé mirándome fijamente frente al espejo. No me reconocía o, simplemente, no quería hacerlo. Me enjuagué la boca y me lavé las manos hasta que conseguí que desapareciese todo rastro de un olor que nunca olvidaré. Al día siguiente, nos evitamos en el patio del colegio. Actuamos como dos desconocidos hasta que dos días después tocó en la puerta de mi casa. No hizo falta que hiciera ningún comentario. Me puse la chaqueta y caminamos hacia el lugar de nuestro primer encuentro. Después, la misma historia de arrepentimiento y de mentirme a mí mismo diciéndome que nunca volvería a suceder. Nuestros encuentros se repitieron durante más de un año hasta que él se fue del barrio y no nos volvimos a ver hasta varios años después. Él tenía novia y yo comenzaba una relación con una mujer para no caer en la tentación. Veinte años después, creo que él se ha casado y yo vivo abiertamente mi homosexualidad desde hace muchos años. Cada vez que nos encontramos, nos miramos de una manera extraña. Es como si aún tuviésemos algo pendiente que quedó en el camino y que ninguno de los dos se atreve a desempolvar.