Por Roger Mora (Paraguay)http://paraboi.com
Como cada año, he venido a verte. Seguro que ya estás acostumbrado a verme llegar con esta cajita llena de papeles, cartas, fotos de tú y yo juntos y toda clase de pequeños objetos que evocan un pasado que marcó para siempre nuestras vidas. A veces pienso que estarás cansado del mismo rito, que, con el paso de los años, no ha cambiado: la misma fecha y hora de llegada, un rápido “hola, mi amor, ¡feliz aniversario!”, para luego proceder a contarte los altibajos de mi vida desde la última vez que te visité doce meses atrás, después abrir la maltratada caja de recuerdos en donde la memoria hace que el pasado y el presente se fusionen formando un solo tiempo que no se rige por los meses ni por los años.
Aún recuerdo, como si fuera ayer, el día que te conocí. Fue años atrás cuando yo era aún un adolescente. Me habían invitado a integrar un grupo juvenil de la iglesia, cerca de mi casa. Yo no era muy religioso que digamos, pero me animé a ir un domingo por la tarde a una de sus reuniones, tal vez por curiosidad. Allí fue donde te vi por primera vez: un chico alto, delgado, de piel clara, cabellos dorados y con los ojos azules más hermosos que había visto en mi vida. Era una sensación extraña, porque hasta donde yo sabía, no había nada raro en mí, incluso tenía novia, aunque no era nada serio.Por alguna razón que aún no conocía, decidí hacerme amigo tuyo, pero antes que juntara valor para hablarte, fuiste tú quien se acercó a mí, diciéndome que te llamabas Jorge y que me dabas la bienvenida al grupo. A partir de ese momento nació una hermosa amistad. Éramos inseparables, participábamos de todas las actividades del grupo, en las misas, los retiros, los campamentos... éramos tan unidos que hasta las chicas se ponían celosas. Yo me sentía feliz, sin embargo, por alguna razón, me sentía inquieto. Algo estaba naciendo en mí por primera vez y no sabía qué era exactamente, pero preferí no pensar mucho en eso.
Un sábado me llamaste por teléfono, diciéndome que querías verme a las seis de la tarde en la plaza. Acudí a la cita y te noté algo nervioso y, al preguntarte el motivo, simplemente me pediste que te acompañara hasta la bahía, que quedaba cerca. Al llegar al lugar, nos sentamos sobre unas piedras y contemplamos un bellísimo atardecer, en el cual el sol pintaba el horizonte de todas las tonalidades del rojo y del naranja antes de desaparecer, dejando paso a las primeras estrellas que desde allá arriba tímidamente nos contemplaban.
El viento acariciaba suavemente tu rostro, mientras yo esperaba pacientemente escuchar lo que tenías que decirme. Después de un rato de incómodo silencio, que me pareció una eternidad, finalmente me confesaste que no aguantabas más y que yo tenía que saber que tú sentías por mí algo mucho más fuerte que una simple amistad. En ese momento, sin querer, dejé escapar una lágrima y te dije que yo sentía lo mismo desde el primer día en que te vi, pero que me moría por dentro pensando que si lo supieras me rechazarías y me apartarías de tu lado. Entonces me miraste con una ternura infinita y, disimuladamente, me tomaste de la mano y yo te acariciaba delicadamente los dedos. Fue todo lo que pudimos hacer esa tarde, porque las personas que estaban cerca podían sospechar. Una pareja “normal” estaba besándose a unos metros de nosotros y ambos nos conformamos con observarlos y a la vez mirarnos el uno al otro a los ojos. En ese momento, que quedó grabado para siempre en mi memoria, fue la primera vez que me dijiste “te amo” y la única vez que verdaderamente yo entregué a alguien mi corazón.
Fuimos felices por dos años. Ante los ojos de los demás éramos dos buenos amigos, pero, entre cuatro paredes, dejábamos en el piso el miedo y la inseguridad junto con la ropa, desnudando nuestros cuerpos y nuestras almas. Pese a que nos necesitábamos tanto el uno al otro, procurábamos que no nos vieran demasiado juntos, porque tu familia y la mía ya comenzaban a oler algo raro sobre nuestra supuesta relación de amistad.No pasó mucho tiempo para que ocurriera lo peor: mi madre encontró, en uno de los bolsillos de mi camisa, una carta de amor tuya y así fue como se enteró de la verdad. Esa noche, cuando llegué del colegio, me prohibió volver a verte y me amenazó con contárselo a mi padre y llevarme a rastras a un sicólogo. Con lágrimas en los ojos le prometí que haría lo que me pedía y, al día siguiente, te llamé y te pedí que nos viéramos en el mismo lugar donde la primera vez ambos descubrimos nuestros sentimientos. Te conté lo que me había pasado y te pedí que nos diéramos un tiempo para ver qué podíamos hacer con lo nuestro. Tú no estabas de acuerdo y me propusiste que continuáramos como antes pero con más cuidado. Yo te dije que las cosas no eran tan fáciles como pensabas. Discutimos acaloradamente ese día, lo que provocó que ambos termináramos enojados y nos marcháramos sin despedirnos.
Pasaron unos días hasta que, finalmente, me decidí y te llamé, pidiéndote disculpas por mi actitud y te pedí que nos encontráramos para conversar. Me dijiste que tú también te sentías mal por lo que ocurrió y que me extrañabas mucho, que necesitabas verme para definir de una vez por todas el rumbo que daríamos a nuestras vidas. Esa tarde te esperé en la plaza a la hora que habíamos acordado y no llegabas. Pasaron veinte, treinta, cuarenta minutos... luego de dos largas horas sentado en el banco de aquella solitaria plaza, me levanté y me fui, tratando de contener el llanto y, con toda la rabia del mundo, decidí borrarte para siempre de mi vida.
Al día siguiente me enteré por el diario de que el día anterior saliste de tu casa por la tarde y que alguien te vio caminando por una calle desierta. Tal vez querías acortar el camino. Ya estaba oscureciendo. Lo único que dijeron después es que te encontraron horas más tarde tendido en el suelo, con una bala en la cabeza y sin tu billetera...
Disculpa que moje nuestros valiosos recuerdos de la cajita con mis lágrimas. Tú me conoces y sabes que me emociono fácilmente y me cuesta contenerme. A pesar de que ya pasaron siete años desde aquel día en que te fuiste de mi lado, no puedo resignarme a la idea de no tocarte, de no sentir tus labios, de no contemplar un atardecer a orillas del río... Me haces tanta falta que, hasta el momento, no he podido encontrar a nadie como tú. Ayer, en la televisión, mi padre veía que en la Argentina ya es algo normal que los homosexuales se casen y decía “estos putos de mierda quieren acabar con los valores, la familia, la sociedad y con todo lo poco de bueno que aún nos queda”. Yo lo escuchaba y fingía que no prestaba atención al comentario que hizo. Luego, fui a mi pieza, con la excusa de que tenía que levantarme temprano, por el mucho trabajo acumulado en la oficina. Allí, solo, en mi cama, miraba al techo y me preguntaba qué tiene de malo sentir amor por alguien que es igual a uno, por qué el hecho de ser gay significa necesariamente sexo enfermizo, promiscuidad, perversión, SIDA, si al final todas esas cosas se dan también en el mundo heterosexual. A un hombre que mata a su mujer le dedican un pequeño comentario en el diario. Pero cuando un homosexual comete un crimen o es asesinado, lo publican en la portada, con fotografías a todo color y desarrollan la información en las páginas centrales, subrayando que el homicidio tuvo carácter “pasional”.
A veces me pregunto si el mundo está de cabeza, o soy yo quien está equivocado. No lo sé. Solo sé que este año quise hacer algo diferente y, en vez de aburrirte con lo bueno y lo malo que acontece en mi monótona vida, decidí recordar contigo nuestra historia, ayudado por las fotos, cartas y otras cosas que tengo guardadas en esta cajita. Son sólo dos páginas que escribí anoche, cuando la nostalgia se apoderaba de mi mente y la soledad oprimía mi corazón. Espero que te haya gustado. Ahora me siento mejor, inclusive contento, pero sobre todo, en paz. ¿Sabes que? Mañana vendré de nuevo y te cambiaré esas flores. Creo que unas rosas blancas se verán bien aquí, sobre todo si el cielo se muestra tan azul como hoy.