En el Paraíso terrenal bíblico habitarían todo tipo de animales también, fieros y no; aunque, desde luego, según esa mitología judeocristiana, cada cual obedecería a su instinto equilibrado, a su buen hacer biológico y espiritual. Y así sería todo, hasta que, de pronto, algo sucediera. Una de esas especies maravillosas, una de las aves más extraordinarias habidas jamás, de colores brillantes y destacados, anidaba beatífica y candorosa en lo alto de un espléndido rosal del Paraíso. Después, luego de que todo ese mundo idealizado se trastornara por el descalabro de un equilibrio inexistente, cuando el hombre y la mujer eligieron -azarosos- ser libres y poderosos, fueron condenados a abandonar aquel edén paradisíaco. Entonces un Ángel flamígero, con su espada decidida e insensible, acompañaría impasible a esos seres sorprendidos al final del Paraíso. Sin embargo, de la invencible espada de este Ángel saltaría una chispa encendida y peligrosa, rayo que prendería ahora, fatalmente, el seguro nido de aquel ave.
Ardió todo ya, el nido y lo que en él había. Pero por haber sido tan piadoso, por haberse negado a tomar la fruta causa de la perdición paradisíaca, se le concedieron entonces varios dones. Uno de ellos, el más importante, acabaría siendo una inmortalidad peculiar: poder renacer siempre de las desprendidas cenizas de su sacrificio. Cuando sentía que llegaba el momento de morir volvería a crear su nido confiado, colocaría en él su huevo renacedor, y, tres días después, empezaría a arder todo su cuerpo como entonces. El ave Fénix se consumiría ahora por completo. Luego, del huevo inusitado renacería la misma ave consumida, siempre única, permanente y rediviva.
Para el ser humano su mundo, su mundo personal, no se limita ya a los acontecimientos de su pasado, sino que incluye las enormes posibilidades de un futuro. Éste está ahí -estará- para nosotros. Pero, no lo sabemos aún. Sin embargo, es nuestro antes de que exista incluso. Debemos proyectarnos hacia él. Esta proyección es lo que nos hace sobre todo, entre otras cosas, humanos, lo que nos distingue de las demás especies. Lo que nos distingue de sólo existir, de sólo habitar, de sólo vegetar. No debemos perder esta sensación renacedora. Si lo hacemos, estaremos condenados al despiadado pasado, a su poder e influencia más subyugante y devastadora.
El historiador y mitólogo francés Pierre Grimal dejaría escrito: La leyenda del Fénix concierne a la muerte y al renacimiento de esta ave. Es única en su especie, y, por lo tanto, no puede reproducirse como las demás. Cuando siente aproximarse su fin, comienza a acumular plantas aromáticas, incienso, cardamomo, y fabrica su nido. Hay dos versiones mitológicas: una que dice que se prendería fuego a su olorosa pira, y que de sus cenizas surgiría un nuevo ave; otra, que el Fénix se acuesta en el nido y muere impregnándolo en su propio semen. Entonces nace el nuevo ave, y, recogiendo el cadáver de su propio padre -su otro yo de antes- lo encierra en un tronco hueco que transportará luego hacia la ciudad de Heliópolis, en Egipto, y lo depositará en el altar del Sol. Una vez alcanzado el altar del Sol, el ave planea un poco afuera, en el aire, en espera de que se presente un sacerdote. Cuando ha llegado el momento, éste sale del templo, y compara el aspecto del ave con un dibujo representado en los textos sagrados. Sólo entonces comienza a quemar el cadáver de antes, el del viejo fénix. Terminada la ceremonia, el joven fénix reemprenderá el vuelo hacia Etiopía, donde vivirá alimentándose de gotas de incienso hasta el término de su existencia.
El gran escritor ruso Dostoievski al final de su vida escribiría su última gran novela, una obra sorprendente, desgarradora, fuerte y sensible, demasiado humana para todos o demasiado real para nosotros: Los hermanos Karamazov (1880). Dostoievski incluiría siempre en sus relatos una aguda observación psicológica y moral además de una atrayente narración inevitable. Conocía, como pocos, la auténtica naturaleza humana de la que estamos hechos. El escritor opinaba que uno de los principales problemas de la sociedad de su tiempo (pleno siglo XIX) era la pérdida del valor espiritual. Sostenía el autor ruso que los seres buscaban la salvación en la obsesiva ideación de recrear un paraíso material, ahora fundado tan sólo en la impasible razón y en la insensible voluntad. Temía el novelista que la falta de espiritualidad llevaría a una tiranía absoluta, tanto personal como colectiva. Su propia vida le habría enseñado que sólo mediante el sufrimiento y la virtud quedaría el alma purificada.
En una de las ocasiones más dramáticas y esclarecedoras de la narración de la novela, uno de los hermanos protagonistas, Dimitri Karamazov -atormentado ser acostumbrado, y llevado, a sufrir a pesar de sus buenas intenciones-, se enfrentará al juicio por el asesinato de su padre. Ahora es injustamente acusado ya -por la prueba aviesa de un malévolo ser despechado- tan sólo por una emoción intencional, pero no por un hecho. Entonces se dirige al tribunal inflexible y frío de su jurado, diciendo más o menos así: ¡Aún quiero vivir, siento unas enormes ganas de vivir! He cometido muchas injusticias, he pagado -y pagaré- por ello. Pero, soy inocente de lo que se me acusa, yo no lo he hecho. ¡Castíguenme por mis propios delitos...! Porque, sin embargo, ahora lo comprendo; sin castigo no hay salvación, y sin salvación no hay renacimiento...
(Cuadro surrealista de Salvador Dalí, Niño geopolítico observando el nacimiento del hombre nuevo, 1943, Museo Salvador Dalí, San Petersburgo, Rusia; Grabado del antiguo Egipto con la representación del Ave Fénix; Fresco de Miguel Ángel, Expulsión del Paraíso, 1484, Capilla Sixtina, Roma; Aguafuerte del creador Paul Klee, Fénix anciano, 1905, Múnich, Alemania; Representación medieval del Ave Fénix; Pintura del pintor alicantino Ramón Pérez Carrió, Fénix, 1988; Óleo del pintor ruso Vasili Perov, Retrato de Fiodor Dostoievski, 1872.)
Revista Arte
Renacer, volver a ser otro ser, es el auténtico renacimiento, algo que Arte alguno nunca podrá hacer
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